Esbozo bio-bibliográfico

Infancia y adolescencia

 

Nací el 31 de mayo de 1941 en la villa de Dax, en el suroeste de Francia. Mis padres, Alejandro García y Elvira García López son oriundos de la Provincia de Soria. Emigraron a las Landas francesas con su familia, mi padre en noviembre de 1924 y mi madre en enero de 1925. Mi padre pertenece a una familia de modestos labradores de Judes. Era hijo natural. Su madre, que quedó embarazada a los 18 años de un vecino del pueblo, Patricio Tejedor, no quiso casarse con él cuando terminó la mili, prefiriéndole Bartolomé Donoso, con el que tendrá seis hijos más. Mi abuelo materno, Eusebio García Martínez, nacido en Velilla de Medinaceli, era herrero. Ejerció el oficio en varios pueblos de la cuenca del río Jalón, en los confines de Aragón, y murió en 1914. Mi abuela, Luisa López, volvió a casarse con Alejandro Muñoz, un labrador de Utrilla, pueblo vecino de Arcos de Jalón. Desde 1925 hasta 1934, mi padre y mi madre vivieron entre los pinos del norte de las Landas. Las dos hijas mayores ya casadas, mi madre, que era la tercera, convenció a sus padres y a su novio que se fueran a vivir a Dax, donde pensaba criar a sus hijos con la seguridad de poder asegurarles una educación escolar completa. Si hubiera nacido y vivido en España, me llamaría García García. Solía bromear con mi colega de la Pontificia de Salamanca, Antonio García García, cuando coincidíamos en un tribunal de Tesis: “Usted y yo somos cuatro Garcías en dos personas”. Por consiguiente, mis apellidos son respectivamente el de mi abuela paterna y el de un abuelo materno al que ni siquiera su hija, mi madre, conoció (no había cumplido dos años cuando murió).

Cuando nació mi hermano Guy, que me lleva cuatro años, nuestro padre trabajaba en una fundición, pero tuvo que dejarla y fue empleado por la vecina fábrica de sal, en cuya residencia obrera les tocó alojarse en un piso gratis. En ella nací y viví hasta los 16 años.

Cuando se casaron a finales de 1934, mis padres pensaban volver a España pero la guerra Civil les hizo desistir. Cuando quisieron naturalizarse, era demasiado tarde y pasaron todo el período de la Ocupación hasta 1945 como extranjeros, con los riesgos que esto suponía, entre otros el que, en las empresas, se daba prioridad a los trabajadores franceses. En cuanto terminó la Guerra hicieron todas las gestiones necesarias, merced a que toda la familia se hizo francesa en abril del 1948.

Dax se encuentra a unos 80 kms de la frontera española, pero solo cruzamos ésta en el verano 1955, cuando los cuatro salimos de expedición para conocer a la familia que nos quedaba allí. Nuestro abuelo Donoso y su hijo André habían reanudado lazos con ella el año anterior a consecuencia de un periplo aventurero en moto. Fue durante ese viaje memorable cuando mi padre conoció a su propio padre y mi hermano y yo descubrimos la existencia de un abuelo encantador.

Guy fue un alumno brillante, hasta el extremo de que el director del colegio y el del Instituto se personaron un día de la primavera 1948 en la residencia para persuadir a mis padres que debía ingresar en el Colegio Moderno y Técnico y que se comprometían a conseguirle todas las becas posibles para ayudarles económicamente. La vía así abierta, la seguí cuando me tocó la edad, incluso el ingreso a los 16 años en la Escuela Normal de maestros, lo que nos garantizaba una escolaridad gratis hasta el bachillerato y la seguridad de un oficio muy respetado entonces y que constituía una salida inesperada para los hijos de una modesta pareja de obreros. Con todo, me costó lágrimas tener que dejar el Instituto, porque significaba abandonar la especialidad de Lenguas latina y griega, que eran mis asignaturas predilectas, ya que en las Escuelas Normales solo se admitía una enseñanza “moderna”, por oposición con la “clásica”.

Siguiendo el ejemplo de mi hermano, ya en posesión del bachillerato, conseguí una beca para preparar las oposiciones de ingreso a la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud. Las preparé en el liceo parisino Chaptal, cuya preparación literaria era una de las menos lucidas de la capital, pero, por un motivo que desconozco, nos destinaban allí desde la Escuela Normal de Dax.

 

Escuela Normal de Saint-Cloud

 

A pesar de ello conseguí ingresar en 1962. De los algo más de 40 admitidos, era yo el único hispanista, por lo que no se me destinaba ninguna clase específica y me hice estudiante de dedicación plena del Instituto Hispánico de la rue Gay-Lussac, que acababa de ser renovado. Allí fue donde conocí a Michèle Enjolras, que regresaba de una estancia de dos años en Madrid. Nos casamos al final del curso (29 de junio de 1963).

Sin embargo, de vez en cuando me colaba por libre en algunas clases de la Escuela destinadas a los que preparaban la Agrégation. De ese modo conocí a dos Profesores que me impresionaron mucho y con los que he mantenido desde entonces una relación privilegiada, Marie-Madeleine Pardo et Maurice Molho.

Para completar la licenciatura, que se componía entonces de cuatro certificados, elegí el opcional dedicado a la América Latina. Las clases se impartían en el Instituto de la rue des Saints-Pères. Los temas tratados eran muchos y muy variados, ya que abarcaban la lengua, la literatura, la geografía, la historia del arte, la antropología, la economía política y cubría la totalidad del área geográfica, desde Méjico hasta la Tierra de Fuego, incluido Brasil. El programa era muy copioso solo saqué la asignatura en la sesión de octubre. Pero tuve la gran oportunidad de oír a eminentes especialistas: René Dumont, Pierre Monbeig, François Bourricaud, Henri Lehmann, etc. A pesar del interés que tomé en esas clases, no fue suficiente para decidirme a hacerme hispano-americanista.

Conseguida la licenciatura, emprendí la preparación de un Diplôme d’Etudes Supérieures, equivalente al master actual, cuya memoria consistía en un estudio e índice de la revista El Mono Azul, órgano de la Alianza de Antifascistas para la Defensa de la Cultura, que fue publicada a lo larga de toda la Guerra Civil. Mi director, Robert Marrast, trabajaba entonces sobre ese período de la vida y obra de Rafael Alberti. Mi compañera, Monique Roumette, había hecho un trabajo similar sobre Hora de España y a otra compañera le había tocado la Gaceta de Arte, que se había publicado en Tenerife antes de la Guerra Civil, por iniciativa de Eduardo Westerdahl. Dediqué dos años a la redacción de aquella memoria, que, en principio, debería haberme ocupado solo uno. Pero teníamos otras muchas ocupaciones que ésa. Viajábamos con cierta frecuencia: Andalucía en febrero, Tenerife todo el mes de abril, Barcelona y Valencia en mayo y junio, sin hablar de los viajes a Francia, como el entierro de Jean Sarrailh, tío de Michèle, en marzo. Tampoco me interesaba darme prisa porque el curso pasado en el extranjero no se contabilizaba dentro de los cuatro años que los alumnos pasaban en la ENS y conseguir la Agrégation al final del segundo me exponía a tener que dejar la Escuela prematuramente. Me limité, por consiguiente, a reunir el material y ordenarlo, lo que no fue tan fácil, porque, en aquellos tiempos de censura franquista, no se facilitaba demasiado el acceso a esa literatura “roja”, guardada en la Hemeroteca Municipal de Madrid. Además, la colección se conservaba incompleta y tuve que hacerme con los números que faltaban. Me los consiguió Miranda, librero de la calle del Prado, quizás por recomendación de R. Marrast.

En los tres cursos siguientes (1964-1966), acabé la memoria de DES, saqué la Agrégation (1966) y la ENS me concedió el cuarto año, que aproveché para leer y pensar en una posible especialización. Mientras tanto, Michèle obtenía la licenciatura de Español y daba a luz a Patrice (1967).

Aconsejado por el Profesor Aristide Rumeau, Pierre Geneste me ofreció un puesto de ayudante en el Departamento de Español que dirigía en la Universidad de Lille. Allí viví el mayo 1968, no ya como estudiante, sino como joven profesor solidario del movimiento, en lucha contra el autoritarismo del sistema universitario. A consecuencia de Mayo 68, La Facultad de Letras y Ciencias Humanes de la Sorbona fueron divididas entre las cinco nuevas Universidades que se crearon entonces. P. Geneste fue elegido a una de ellas, la Universidad de París 3. Libre de todo compromiso, opté también por mudar de puesto, no tan lejos de París, habida cuenta de que estaba a punto de nacer nuestro segundo niño, que sería Virginie. Me presenté al de ayudante que la ENS acababa de crear y fui aceptado. Me encontraba así al frente de una entidad, ciertamente pequeña, pero que solo podría crecer y en la que no dependía de ninguna autoridad que no fuera la del Secretario General de la Escuela. El inconveniente era que ese puesto estaba atribuido a uno de los componentes de esa institución, el Centro de Estudios Visuales (CAV) lo que, en principio, me impedía atender a los alumnos hispanizantes. Sin embargo, conseguir ampliar mis competencias a la atención a los alumnos, lo que suponía una mayor carga de trabajo, y formé parte del tribunal del Concurso de ingreso desde el primer año.

Durante los cuatro años que pasé en la ENS, mi contribución al CAV consistió en preparar un método audio-oral (es decir no visual) de enseñanza del castellano, junto con el lector Ricardo León, hijo del novelista homónimo, y en contribuir en varias realizaciones colectivas del CAV para la televisión educativa. También impartía algunas clases a los alumnos, cada vez más numerosos. Cuando dejé el puesto en 1973, había una decena de hispanistas y esa cifra se mantuvo más adelante.

 

Hacia el medievalismo: los Cancioneros y Pedro de Escavias

 

Mis investigaciones sobre la Guerra Civil no fueron más allá de la preparación de la memoria de DES. Sin embargo, ese trabajo primerizo conocería una suerte inesperada bajo forma de un artículo sintético publicado en los Cahiers H en 1974 y una edición facsímil del Mono Azul, realizada por Enrique Montero en 1975, para la que redacté una Introducción y preparé unos índices. Sin embargo, me convencí de que no me apetecía seguir en una temática que me resultaba dolorosa, por haber pasado mi infancia en medio de combatientes republicanos que no cesaban de rescribir la historia fallida de su vida. Deseaba salir de esos caminos para mí trillados y elegir un campo que me ofreciera amplias perspectivas nuevas.

Mi afición por la Edad Media ha sido temprana. El libro más precioso de los que recibí como premio al final del primer curso escolar, cuando tenía seis años, fue una vida ilustrada de Carlomagno, en la que se veía al emperador con todos los atributos de su poder y a lo largo de toda su vida, en particular, cuando practicaba en su juventud la natación en su palacio e Aquisgrán. Hasta qué punto la impronta de esa imagen, con cierto parecido con el Tarzán de Burroughs, más que sospechosa respecto a la realidad histórica, se grabó en mi memoria, no sabré decirlo, pero me dejó un especial interés por los siglos medievales. Lo confortó la presencia material del Medievo en nuestra villa de Dax. Era fama que la iglesia de Saint-Vincent de Xaintes, cuyo muro lateral nos servía de frontón a la espera de que nos abrieran el patio de nuestra escuela pública, había acogido durante cierto tiempo el despojo de algunos de los Pares muertos en Roncesvalles.

El temario de la Agrégation de Espagnol de 1966 incluía el volumen de la colección de Clásicos castellanos dedicado a las poesías del Marqués de Santillana por Vicente García de Diego. Fue mi primer contacto con la literatura medieval castellana. Descubrí que ese campo ofrecía enormes posibilidades de trabajo para editores, especialmente los textos poéticos del siglo XV, de los que se había publicado pocas colecciones. No me acuerdo quien me orientó hacia el de Oñate. Su sumario era conocido pero el manuscrito andaba en una colección privada desconocida, hasta que fue adquirido por un colega americano, qu se negó a dejarlo consultar mientras estuvo en su poder. Me llamó la atención el último trovador de la colección, Pedro de Escavias, de cuyas obras existía una edición separada. Esa producción era demasiada corta para servir de base a una investigación de cierta amplitud, pero resultaba que también era el autor de un resumen de la Crónica castellana, el Reportorio de Príncipes de España, el cual seguía inédito. A consecuencia de ello, decidí preparar una Tesis de Tercer ciclo, por entonces primer grado doctoral, a la publicación comentada de la totalidad de sus obras conocidas, incluidas las poesías. El Profesor Michel Darbord, autor de una Tesis de Estado dedicada a la poesía religiosa castellana en tiempos de los Reyes Católicos, aceptó apadrinarla. Ya libre de mis obligaciones militares, en el verano de 1968 visité la Bilioteca del Escorial, en la que se me entregó en unos pocos días un microfilm del manuscrito del Reportorio. Era el único que había localizado, aunque años más tarde, me enteré de que existía otro en la Biblioteca Nacional de Lisboa, del que el del Escorial era copia directa. Me dirigí a Jaén para consultar lo que el Archivo histórico conservaba, que era muy poco, sobre esa época de la historia del Santo reino. Luego fui a Andújar, donde había nacido y vivido Escavias, con la excepción de unos años que pasó como paje en la corte de Juan II. Allí conocí a un médico y erudito local, el doctor Carlos de Torres Laguna, que era el que más sabía sobre la historia, incluso medieval, de su villa y que me facilitó el primer contacto con la documentación existente.

La transcripción de los 254 folios del Reportorio me ofreció la oportunidad de una iniciación a la paleografía. Además, me sirvió de introducción a la lectura de la alfonsina Estoria de España, de la que no he dejado desde entonces de ser lector asiduo. En cuanto a la edición de los textos poéticos, de los que se conservaban dos versiones para algunos de ellos, la aproveché para ejercerme a la crítica textual, aunque a escala mínima. Toda esa labor la llevé a cabo confidencialmente, ya que la Edad Media Hispánica no era un campo de investigación reconocido en el Centro Audio Visual de la ENS. Fue también con la mayor discreción que leí la Tesis en 1971, ante un tribunal presidido por el gran historiador Pierre Vilar, del que había seguido algunos seminarios en la Escuela de Altos Estudios. No las tenía todas conmigo cuando me presenté ante tan ilustre personaje, pero me sorprendió su generosa e indulgente acogida de mi trabajo, a pesar de las enormes lagunas que no pudo dejar de observar en mi metodología. Esa grata sorpresa contribuyó decisivamente a persuadirme que debía proseguir por la vía del medievalismo hispánico.

Los eruditos de Jaén, agrupados en el Instituto de Estudios Giennenses (IEG), estaban al tanto de mi trabajo sobre Pedro de Escavias. Me había carteado con su director José Antonio de Bonilla y Mir y luego lo había visitado en su palacete renacentista, a la sombra de la catedral. José Antonio era un personaje delicioso, y la relación con él y su esposa nunca padeció de que sus ideas políticas como su práctica religiosa nos fueran tan ajenas. Lo sabía y le hacía gracia. Cuando el canónigo Montijano Chico, creyendo hacernos un gran favor, sacó la imagen del sudario para enseñárnosla siguiendo el protocolo habitual a esa clase de exhibición y nos la ofreció para que la besáramos, Michèle y yo nos acercamos como para admirarla (“¡qué interesante!” se le ocurrió a Michèle). Nos quitaron del apuro unas señoras que hacían la limpieza de la catedral e hicieron los gestos que no hicimos, alegrándose de la ocasión inesperada de rendir homenaje a la sagrada imagen. José Antonio se lo contó luego a su esposa con grandes carcajadas. Don Enrique Toral y Peñaranda, gran erudito giennense, hizo de mi Tesis un elogio tan subido que el IEG decidió publicarla, bajo el padrinazgo del CSIC, al que pertenecía el Instituto. Encargué de traducir mi Introducción al castellano a nuestro amigo valenciano Juan Miguel Romá, que adornó mi prosa universitaria con una vestimenta literaria inesperada. Por fin, el Profesor Alan D. Deyermond, al que no conocía pero con el que me habría cruzado en el Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (AIH) de Salamanca (1971), consagró un largo artículo elogioso en el Times Litterary Supplement.

 

Pedro López de Ayala

 

Luis Urrutia Salaverri, que fue Profesor mío en la Sorbona, pensaba preparar una Tesis sobre Pío Baroja, pero el tema era propiedad de otro colega, según la práctica habitual entonces que consideraba que cada doctorando era dueño exclusivo de su tema. Ante esa imposibilidad, emprendió unas investigaciones sobre el Canciller Ayala. Pero cuando aquel colega optó por la carrera de la inspección, volvió a su tema de predilección y me confió el del Canciller, regalándome el fruto de sus primeras investigaciones, que consistían principalmente en un ensayo bibliográfico, lo que me ahorró tiempo y trabajo. Pedí a Maurice Molho que fuera mi director, teniendo en cuenta que por entonces no había en la Universidad francesa ningún catedrático de español especializado en la Edad Media y que la inmensa cultura del Profesor Molho, tanto en lingüística como en literatura, no le asignaba ninguna limitación cronológica. Aceptó acompañarme en la preparación de “mi libro”, como solía decir porque no le gustaba el vocablo Tesis.

Fue el momento (1973) en que dejé la ENS para cubrir un puesto de titular en la Universidad de París 13, de reciente creación. El Departamento solo contaba con cinco profesores y el Director, Jean Roudil, era también medievalista. Mi elección no respondía precisamente a la necesaria abertura del abanico de asignaturas en un dominio tan extenso como el hispánico. Pero ofrecía la posibilidad de formar un polo de esa especialidad al asociar a un lingüista conocido por sus trabajos sobre edición de texto jurídicos como lo era Roudil a un joven con un perfil más tradicional, dedicado a la literatura. Hice todo lo posible para que ese proyecto se lograra. Me encargué de explicar las obras literarias desde el Siglo de Oro hasta el período contemporáneo. Le ayudé en su tarea de Decano de la Facultad, encargándome de la gestión financiera. Por fin, le acompañé en la creación de un centro de estudios cuya principal realización fue la publicación, a partir de 1976, del volumen anual de los Cahiers de linguistique hispanique médiévale, que, bajo la dirección de su sucesor, Georges Martin, pasaron a ser les Cahiers de linguistique et de civilisation hispanique médiévales y que publica ahora Carlos Heusch, en l’ENS de Lyon, bajo el título de Cahiers d’études hispanique médiévales.

Con tantas tareas, mis investigaciones se demoraban. Me alegré sumamente cuando me nombraron como miembro de la Sección científica de la Casa de Velázquez de Madrid a principios del curso 1976-1977, por dos años y la posibilidad de añadir otro. Las condiciones de trabajo eran ideales. Aparte de que la biblioteca de la Casa ofrecía mucho material para un medievalista, entre colecciones de textos y revistas, me resultaba fácil acceder a todos los archivos y bibliotecas públicas y privadas de Madrid y sus aledaños (El Escorial). A pesar de ello, no pude centrarme únicamente en mi tarea, porque España conocía entonces un episodio político y no podíamos dejar de vivirlo intensamente. Llegué a Madrid para buscar un piso para la familia, el mismo día en que Adolfo Suárez dejaba su atuendo de tenista para el de jefe de gobierno. Los dos años que pasamos en nuestro piso de la calle Juan Bravo fueron de enorme interés, aunque no desprovistos de cierta tensión porque el régimen anterior se mantenía en muchas instituciones y sus partidarios seguían ocupando posiciones de poder. Con todo, la regularización de los partidos, la multiplicación de diarios y revistas, la desaparición de la censura cinematográfica y teatral, los mítines de las campañas electorales para el Parlamento y el Senado eran novedades que había que disfrutar. Nuestro piso, lo visitaban a diario amigos y amigos de amigos, y se armaban discusiones hasta horas tardías de la noche. Por otra parte, había que acompañar a los niños en su adaptación a un nuevo modo de vida, aunque los acogieran al Liceo francés. Mi trabajo de investigación padeció de esas condiciones de vida. Sin embargo, pude preparar la edición del Rimado de Palacio, que publicó la editorial Gredos el año 1978, con una ayuda financiera de la Diputación Foral de Alava. También acumulé suficiente material, principalmente biográfico, para emprender la redacción de los primeros capítulos de la Tesis. Durante el curso 1978-1979, ya solo en Madrid, me encerré en la Casa de Velázquez, tebaida de lujo, para dedicarme de lleno a la redacción del monumento.

Conforme a la tradición francesa, la Tesis de Estado se concebía como un opus inmejorable, una obra definitiva pensada para agotar el tema. Esa ambición desmedida era solo posible en épocas en que la investigación científica era ejercida por un círculo limitado de personas en un número limitado de países, donde las vocaciones eran tan pocas que no podían pretender cubrir la totalidad de una producción literaria y había espacio para ejercerse en campos aun inéditos. Algunas Tesis consiguieron alcanzar esa meta, como, por ejemplo, las Recherches sur le Libro de Buen Amor de Félix Lecoy (1937), que Alan Deyermond volvió a publicar sesenta años más adelante, sin cambiarle un coma, contentándose con acompañarla de un prólogo y de una bibliografía al día. Esa particularidad francesa era motivo de orgullo y muchos colegas extranjeros la envidiaban. Pero sus efectos colaterales eran tremendos, porque era gran devoradora de tiempo y energía. Podía ocurrir que la lectura se llevara a cabo e vísperas de la jubilación e incluso después. De toso modos, el futuro del investigador era muy comprometido porque debía, ya mayor de edad, elegir un nuevo tema de investigación y muy pocos eran los que conseguían producir trabajos sobresalientes, con notables excepciones como la de Marcel Bataillon y sus estudios sobre Bartolomé de Las Casas. Por eso, mi objetivo era leer la Tesis antes de cumplir los cuarenta años, cosa que no se daba entonces o era excepcional; según recuerdo, solo Edmond Cros lo había hecho. Así lo hice, ya que la lectura tuvo lugar el año 1980, aunque tuviera que forcejear en los últimos meses, ya que M. Molho, con su habitual perspicacia, había observado que no hablaba en la Tesis del Rimado de Palacio. Para mí, la suerte del Poema había sido zanjada con la edición de 1978. Sin lugar a dudas, un hermoso acte manqué.

 

Después de la Tesis

 

En el Departamento de la Universidad París 13, no cabía otro catedrático y menos aún, un medievalista. Tuve la suerte de sacar una plaza en la de París 3, en 1983. Mi candidatura contó con el apoyo de Augustin Redono, que echaba de menos una enseñanza específica del Medievo dentro de una UER (Facultad) en la que todos los dominios del hispanismo, incluido el de la América colonial, estaban cubiertos. En lo que respecta a la investigación, la inclusión de la producción medieval proporcionaba un complemento útil al Centre de Recherches sur l’Espagne du Siècle d’Or que dirigía y que formaba el equipo más importante de todos,

La necesidad de crear un espacio nuevo dentro de una estructura universitaria bien rodada me supuso un período de adaptación nada fácil. Las primeras clases que di sobre Edad Media eran parte del curso de Siglo de Oro. Poco a poco, aprovechando el temario de la Agrégation, alcancé una forma de autonomía mayor. También participaba en los coloquios que, cada dos años, reunían a todos los centros de investigación del Departamento. Esa soledad me hizo tomar conciencia de la que padecía el medievalismo hispánico en toda la Universidad francesa, ya que era yo el único catedrático junto con Jeanne Battesti-Pelegrin, que ocupaba la de Aix-Marseille. Me convencí de que debía dedicar mis fuerzas a restaurar una asignatura que había tenido tantos y tan ilustres representantes, dentro y fuera de la institución universitaria: Prosper Mérimée, Théodore de Puymaigre, Albert de Circourt, Alfred Morel-Fatio, Raymond Foulché-Delbosc, Georges Cirot, Félix Lecoy, Pierre Le Gentil, Charles-Vincent Aubrun. La solución residía en dirigir Tesis de temática mediaval t, para ello, era necesario crear una estructura de acogida. Empecé por un curso de maîtrise reservado a estudiantes que habían conseguido la licenciatura, que daba cada semana en una aula del Institut Hispanique de la rue Gay-Lussac, que seguía siendo el centro del hispanismo parisino, aunque solo fuera porque conservaba los fondos de la Biblioteca hispánica de la antigua Sorbona. Allí iniciaba a los estudiantes a la codicología, a la paleografía y a la ecdótica, es decir a lo que me parecía más representativo de la medievalística. En 1988 creé el Centre de Recherches sur l’Espagne Médiévale (CREM), a imitación de los que existían ya en la UER. El paso de la maîtrise a la Tesis se hizo poco después con algunos estudiantes, mayoritariamente alumnos de la ENS de Fontenay-Saint-Cloud, nueva estructura que reunía las de las dos ENS, la femenina (Fontenay) y la masculina (Saint-Cloud). Por fin, Carmina Virgili, Directora del Colegio de España de la Ciudad Universitaria, con la que entablé una gran amistad, acogió el seminario de Estudios Medievales, que tuve el gusto de dirigir hasta que me jubilé y algo más (2002). Esas distintas actividades no se contabilizaban dentro de mis obligaciones estatutarias como catedrático pero era el precio a pagar para alcanzar la meta que me había fijado. Las reuniones bimensuales del Colegio reunían un público más amplio que el habitual ya que, además de los doctorandos, allí acudían profesores de instituto en activo o jubilados. Además, pronto recibimos la visita de investigadores españoles y extranjeros.

En el año 1993, se leyeron las primeras Tesis que dirigí y, hasta 2001, el ritmo fue de una o dos lecturas al año. Los nuevos doctores fueron ocupando plazas, colmando así poco a poco el vacío existente en las Universidades francesas. La satisfacción de haber cumplido con uno de mis objetivos principales no compensaba del todo la frustración que sentía al no poder dedicar el tiempo suficiente a la investigación, por tener que atender a otras actividades administrativas o culturales en París y en Chinon. Además, mi poca afición por responder a cualquier solicitud de congresos y coloquios contribuyó a alejarme de los círculos de investigadores que iban multiplicándose y me contentaba con ser el testigo pasivo de sus trabajos, a través de las Actas o revistas donde se publicaban. A modo de compensación, me dediqué a la traducción, la colectiva del Libro de Buen Amor y la personal del Conde Lucanor-, ejercicio muy salutífero porque supone una gran disciplina en su cumplimiento. Por fin, en total desacuerdo con las nuevas orientaciones de las Universidades tomadas por la Comunidad Europea, sintiéndome extraño en mi propia institución, decidí retirarme después de cuarenta años de profesorado, con la intención de dedicarme plenamente a la investigación. Fue el año 2001, en que cumplí los sesenta.

 

Años de retiro

 

Tenía tres obras en el telar, que, por falta de tiempo, tardaba en acabar. También necesitaba encontrar un editor. Hasta entonces, ninguno de mis libros fue escrito por encargo y seguía siendo el caso para esos tres.

Siguiendo el consejo de un amigo librero de Chinon, me dirigí a Claude Durand, director de las Editions Fayard, para proponerle mi traducción de La Poncela de Francia, relato caballeresco compuesto en torno a 1479, que proporcionaba una visión inédita de la figura de Juana de Arco para un lectorado francés. Cl. Durand lo aceptó y lo publicó en 2007 en la colección Mazarine.

Hacía ya muchos años, había conseguido una fotocopia de una Crónica de Enrique III que se conservaba en la Biblioteca de Palacio, como se la designaba cuando su directora era la señorita Morales. Se conserva en una transcripción de finales del siglo XVI, de lectura mucho más ardua que la grafía de los siglos XIV y XV a la que estaba acostumbrado, lo que requería tiempo y paciencia, que me había faltado. Por fin, hice la transcripción y el comentario y la propuse a la Librería Marcial Pons que la aceptó. En definitiva, se publicó el año 2013.

El tercer proyecto era una traducción del Tratado de cetrería de Pero López de Ayala, única obra del Canciller que no comenté en mi Tesis, de lo que me nacieron ciertos remordimientos, tanto más cuanto que, de todas la obras del ilustre polígrafo, era la que conoció la mayor difusión. Lo que me había detenido era la dificultad de la empresa para quien no tuviera conocimientos sólidos en materia de entomología, botánica, veterinaria y caza, por si fuera poco. Por fortuna, entré en contacto con el Profesor Baudouin Van den Abeele, catedrático de la Universidad de Louvain La Neuve, que dirigía una colección e cinegética en la editorial Jacques Laget, que luego fue retomada por la Librairie Droz de Ginebra. Apoyándome en el buen conocimiento que había alcanzado de la personalidad de Pero López y después de someter a contribución tanto la erudición del Profesor Van den Abeele como la de todos los especialistas que solicité y tuvieron la imprudencia de contestarme, alcancé un dominio suficiente de ese texto difícil para estar en condiciones de colocarlo ante la mirada crítica de los enterados. Por todos esos motivos, solo salió de las prensas de la Librairie Droz en 2018.

 

En 2007, la Diputación Foral de Alava organizó en Vitoria y San Juan de Quejana, palacio y panteón del linaje Ayala, una conmemoración del sexto centenario de la muerte de Pedro López. Para prolongar el evento, me pareció que debía preparar una nueva edición del Rimado de Palacio, por considerar que había realizado la anterior (1978) sobre criterios que juzgaba obsoletos. Mis colegas de la Universidad del País Vasco estaban dispuestos a publicar en su colección de la Editorial Universitaria. Trabajé en eso nuevo proyecto con regularidad pero sin precipitación, hasta que en 2018, un colega español bien informado me anunció que la obra formaba parte del temario de las oposiciones a la Agrégation francesa para las sesiones de 2019 y 2020. Desde ese momento decidí acelerar el proceso y culminar la edición cuanto antes, para que sirviera a los candidatos. Está en la calle desde abril del 2019.

 

Los otros volúmenes que publiqué durante ese período responden a solicitaciones exteriores. Antonia Fonyi, directora de la edición de las Obras Completas de Próspero Mérimée para la editorial Honoré Champion, necesitaba a un medievalista para ofrecer una nueva versión de la Chronique de don Pèdre. Un coloquio oportunamente organizado en Cerisy-la-Salle y la asistencia asidua al Seminario Mérimée, por iniciativa de la misma colega, me familiarizaron con una visión del gran polígrafo más allá de sus novelas, lectura obligada de los alumnos franceses de mi generación.

Las Universidades de Sevilla y Granada en colaboración con la Librería Marcial Pons habían programado una reedición facsímil de la Colección de crónicas castellanas del siglo XV, publicadas desde 1940 en Espasa Calpe por Juan de Mata Carriazo, añadiendo a cada volumen un estudio con el fin de actualizar la bibliografía y la visión crítica de la obra. Por invitación de Manuel González Jiménez, acepté redactar el de la Crónica del Condestable Miguel Lucas de Iranzo, lo que me dio la oportunidad de volver a interesarme por Jaén y su reino.

Debo también al temario de la Agrégation (2014) mi reedición de la traducción al francés del Conde Lucanor, habiéndose agotado la anterior. Por fin, mi contribución a la traducción del librito de Unamuno Como se hace una novela no pasó de ser muy modesta, a pesar de que Bénédicte Vauthier, quien fue su verdadero autor, se empeñó en que mi nombre pareciera al lado del suyo.

Las circunstancias de la edición de la Crónica de Juan II (1406-1420) merece un comentario aparte porque ilustra los recovecos que sigue a veces la investigación universitaria. Mi joven colega salmantino Francisco Bautista se había dado a conocer por unos trabajos muy finos y eruditos sobre la historiografía castellana medieval. Tuvo el valor de intentar desenmarañar la complicada madeja de las crónicas del reinado de Juan II, valiéndose de algunos descubrimientos decisivos en archivos privados y públicos. Pero le faltaba tiempo para llevar a cabo una edición de la totalidad del corpus. Es así como coincidimos en que yo me haría cargo de la parte redactada por el primer cronista, que coincide con los años de la minoría real. Lo acepté porque podía contar con su ayuda y porque mi admirado colega Pedro Cátedra tuvo a bien acoger mi edición en la prestigiosa colección de Textos recuperados que creó y dirige en la Editorial de la Universidad de Salamanca.