L’autre Père François

L’autre Père François. Conte drolatique

de Ramón Pérez de Ayala (1903)

Texte et traduction

 

Le plus ancien texte publié par Ramón Pérez de Ayala (1880-1962) qui ait été conservé est un conte intitulé Une aventure du Père François (Una aventura del Padre Francisco). Il parut dans le numéro 3 (juin 1903) de la revue madrilène Helios et figure en tête du premier recueil de nouvelles de cet auteur, Bajo el signo de Artemisa (1924) avec un titre remanié, El otro Padre Francisco. Cuento drolático.

À l’occasion des 9e Rencontres de Thélème, organisées à Chinon sous la direction de Lakis Proguidis, le 1er et le 2 octobre 2022, j’ai fait une communication sur le sujet, qui a été publiée dans la livraison de mars 2023 de la revue L’atelier du roman (n° 113). Par ailleurs, j’ai fait paraître une ANNOTATIUNculÆ sur la référence à Théocrite que contient le conte (« Théocrite et Rabelais »), dans L’Année rabelaisienne 2023 (p. 297-301). Enfin, sous le titre L’autre Père François, conte drolatique, j’ai fait paraître en mai 2023 le texte français assorti d’un commentaire aux éditions La Guêpine (10, Mail de la Poterie. 37600 Loches).

Je reproduis ci-dessous le texte original suivi de ma traduction.

 

El otro Padre Francisco. Cuento drolático

 

El jardín del monasterio sonríe, recatado en la penumbra tibia de la tarde otoñal. No es un jardín austero y místico, a la manera del que Walhagried Strabus (el bizco) describe en su Hortulus. En él no crecen las plantas claustrales, de piadoso simbolismo, entre las cuales hay hierbas humildes de jugo tónico o anodino y santa virtud curativa: salvia, ruda, abrótano, hinojo, menta, apio silvestre, agrimonia y betónica; ni las rosas exsangües insinúan su blanca y virginal pudicia. Es más bien un parque pagano, afrodisíaco, poblado de rosas carnales, pinos eréctiles y olorosos laureles, cuya regalada sombra es propicia a la égloga. Los árboles indolentes rozan entre sí las ramas con suave temblor de voluptuosidad bucólica. La hierba, crecida, se rinde blandamente al halago de un viento indolente, cargado con aromas prolíficos, enervantes.

Junto al tronco rugoso de un pino, que brinda ondulante palio con la expansión de su copa, en el suelo mullido un fraile dormita. Sostiene con la diestra mano, caída sobre el césped, un infolio pergaminoso y mugriento, y apoya la siniestra en el vientre rotundo, que sube y baja a compás. El monje parece pequeño de alzada; es rechoncho, rostro cocido al sol, chata nariz carminosa, henchidos labios sensuales. Muestra, bajo el desorden del hábito talar, la recia musculatura de una pantorrilla, y el pie, no muy aseado, con tosca sandalia de vacarí. Entre los pliegues de la cogulla cenicienta brilla el cráneo, lustrado por la tonsura monacal.

Oyese un susurro discreto de la parte de un portón ojival abierto en el muro del lado de Oriente. Luego, los pesados batientes de nogal oscuro con hierros de forja, giran en los gonces con estridencia. El monje se incorpora, perezoso y lánguido.

– Buenas tardes nos dé Dios, Padre Francisco.

– Siéntate aquí, a mi vera, dulce Juanita.

La aldeana va a sentarse en el prado, cerca del fraile. Es una moza fresca y copiosa, como manjar de prior. Del lino rudo de su jubón blanco surge firme la garganta, en limpio florecer de carne sana. La sonrisa brota entre sus dientes y va a fundirse en el rosa ambarado de los carrillos, que el sol ha melado como los frutos otoñales.

Oleadas rojas flamean en el rostro del monje, el cual se extiende por tierra y lo frota sobre el frescor de la hierba lozana. Cuando atina a erguirse, algunas hierbas y hojas, entre las guedejas hirsutas del cerquillo, lo coronan como a divino pradial. Su boca se dilata en ancha risa de Término lascivo, y en sus ojillos centellea el mismo fuego que debió de abrasar a los místicos sátiros cuando perseguían en las selvas de Jonia a las ninfas, pulcras, incautas e inocentes como palomas.

– ¿Qué ofrenda has traído, Juanita?

La moza presenta dos aves: un gallo y una gallina, que cacarean, aleteando por soltar la cuerda que los traba de las patas.

– El Prior te hubiera agradecido más un azumbre de vino -dijo el monje, arrastrando con pecaminosa deleitación sus ojos por el cuello resbaladizo de la campesina hasta clavarlos, insistentes y perspicaces, en el latir del seno bajo el jubón de nieve.

– Acabóse ya el vino de la anterior cosecha, y tocante al de hogaño, los feudatarios del Conde, nuestro Señor, no han dado cabo todavía a la vendimia. Mírelos el Padre Francisco.

El monje, con torpe tardanza, como rezagándose, retira la vista de los lugares íntimos en que hallaba contentamiento y fruición, para mirar ahora en el derrotero que la moza le señala con el índice de su mano gordezuela y mantecosa.

Desde el jardín del monasterio de Fonteney (sic) le Comte se atalaya el valle de la Vendée. En el fondo, el río se desliza, augusto, rítmicamente ondulado, como las barbas de las ancianas divinidades clásicas. Hay embarcaciones, temblando en su bruñida superficie. En las márgenes, los prados verdes veronés se alborozan en la viveza de su tono. Montículos y altores, plantados de viñedo y e olivo, caminan hacia el horizonte violáceo. El castillo el Conde de Poitou, construido con piedra bermeja, destaca su mole mazorreal y almenada sobre el cielo, que tiene palidez de seda. En los alrededores menudean manchas rojas, pardas, blancas, azules, entre las matas verdinegras y cobrizas de las cepas sinuosas. Son los viñaderos, siervos de la gleba, adscritos al terruño, que conllevan cantando su esclavitud feudal.

El Padre Francisco suspira. Eleva hacia el cielo pálido los ojos nostálgicos; ojos venosos, sobretejidos por una red sanguinolenta. En tanto el fraile habla, la moza le contempla con curiosidad cándida:

– ¿Qué se hicieron las bacantes con su seguimiento de dóciles panteras pintadas? Los viejos Silenos bonancibles, ¿qué se hicieron? Sangre de Dionisos, sangre es, en la nueva ley, del propio Jesús. Mas los siervos de Dios apenas si lo catan. ¡Lejanos tiempos de idilio!

A esta razón, las aves, que han deshecho la traba, corren por el jardín. El gallo intenta rendir a su pareja; cacarea por lo bajo, con golpes espasmódicos y en tono petulante, su concupiscencia; arrastra el ala en torno de la gallina; ejercita el imperio masculino, y después se vanagloria del triunfo, dando al aire un quiquiriquí donjuanesco; finalmente, e sacude y espulga, como quien se asea y acicala, con aire de seductor habitual.

-Glosa, escolio, comento sublimes los de esas aves de corral en esta tarde eglógica- balbuce el monje, y reposa su mirada densa sobre el corpiño combado, que se agita a impulsos de la respiración anhelante de la niña.

El Padre Francisco toma el pergaminoso libro, lo apoya en el regazo como en facistol, y lee:

μαλα τοι το καταπτυχες εμπεροηαμα

τουτο πρετει

Y como la campesina permanece absorta, el buen religioso exclama, irónico y galante:

– Acaso no lo comprendes. Tampoco lo comprendería el Padre Prior, ni Monseñor, el obispo de la diócesis. Buena yunta de asnos garañones. Esto es del hechicero Teócrito: háblase de la celebración de las fiestas de Adonis. Los versos que acabo de leerte significan: Juanita, muy bien te cae esa abotonada vestidura curva. Pero me agradarías más sin el jubón. Esto último no está muy claro en el original de Teócrito.

La moza rompe en risa de cazurra suspicacia.

Juanita y el fraile son buenos camaradas. Se conocieron pocos días después de haber llegado el Padre Francisco al monasterio. Desde aquel punto, la amistad hubo de ir estrechándose, hasta llegar al período improrrogable de la franqueza llana y del cortejo.

No tardaremos gran tiempo en hacer la bestia de dos lomos y cuatro patas. Te le fío, Juanita -asegura el Padre Francisco con expresión cruda y picaresca, que consta en la Erótica Verba Rabelesiana. Narra el monje a la moza sus cuitas. Ella le escucha, siempre embelesada. ¡Ay, sólo en la dadivosidad de Juanita reside el bálsamo que restañe las heridas del atribulado fraile! Sus hermanos de comunidad (los llamados del cordón, y también cordeleros) le envidian y le odian. Le sospechan de hereje, encantador y endiablado. “Hombre que habla nueve hablas, y algunas tan torcidas y revesadas, que del infierno han de provenir, que ningún fiel de cristiandad acierta a entenderlas”, dicen los demás hermanos; róbanle taimadamente preciosos manuscritos helénicos y latinos, los cuales raspan y lavotean, y luego escriben encima monserga frailuna. Han hecho desaparecer así las Catilinarias del más atildado y viril de los retóricos para trazar en su vez las epístolas de Pablo de Tarsis, un bárbaro que apenas sabía latín. Quieren ahora apoderarse de su amado Teócrito para sustituir los idilios con las ordenanzas del venerable Scoto. Al pobre Padre Francisco le acongoja semejante turba de ignorantes, libidinosos y glotones, descendientes fornacinos del Santo de Asís. Pero su ingenio es fecundo en ardides, trazas y burlas con que vengarse.

Un runrún cercano detiene las razones del Padre Francisco, el cual musita misteriosas palabras al oído de su tierna confidente. Por la puerta del claustro asoma un nuevo monje. Es el Prior, frey Domenico Patavino, llamado así por ser nacido y profeso en Padua. Cierra la pesada puerta con golpe rudo y se llega al paraje donde platican sentados la moza y el fraile. Las facciones del Prior se dibujan apenas en la masa informe del rostro, cárdeno y congestionado. Los ojos brillan aviesos bajo la carne inflamada de los párpados. Su respiración es resuello asmático, y le impide hablar. Logra por fin decir, con voz temblona de ira:

– Refocilaos, Padre Francisco: divertid a una moza con charla ladina, que por profano a la Orden os hace aparecer.

El Padre Francisco permanece inmóvil, con sonrisa de ironía vagamente bosquejada. El Prior, entonces, dirígese a la moza:

– ¿Qué diligencia te trae por aquí?

La campesina responde, la mirada hacia el suelo y opaca la voz:

-Traigo la ofrenda al Santo, e indica la pareja de aves, que picotea en el jardín.

– Criaturas avariciosas; perseguís vuestra eterna condenación. ¿Juzgáis, por ventura, digna de la santidad de nuestro monasterio tan ruin ofrenda? Rebosa de animales lucios vuestro corral, vuestro granero de trigo y de pingües bastimentos vuestra despensa; y a Dios, al buen Dios, creéis que puede satisfacerle esta miseria… Lleva esos animales al lego marmitón.

La moza balbuce:

– Míseros somos; en pobreza nos consumimos. Otra dicha no gozamos sino aquella que Dios, Padre universal, hasta a las desvalidas animalias concede; los bienes que a todos pertenecen, el calor del sol, el respiro del aire, el recreo de los ojos ante el cielo y la tierra, la dulzura de las aguas del río, o aquella otra de que a nadie, ni aun al más oprimido, se le puede desposeer, los deleites del propio cuerpo -y luego, atenta al mandato del Prior, la moza corre y atrapa a las aves entre los troncos de un laurel, cuyas hojas le hacen en la frente y los pómulos una caricia perfumada.

Piérdense los frailes claustro adentro, y la aldeana, a través del portón ojival.

El sol oblicuo de la mañana (tarde) recorta sobre las losas del claustro grandes ojivas amarillas, que se doblan y suben luego por el muro. Algunas golondrinas, anidadas en los rosetones labrados de la techumbre, trazan al sesgo, piando, largas estrías negras dentro de la luz en haces. Hay un viento otoñal y aromático que unge de bienestar los cráneos relucientes de los monjes, alineados en dos filas: una, a lo largo de las columnas; la otra, al frente, pegada a la pared, bajo las pinturas murales que representan al fresco escenas de la vida del Señor Jesucristo. El Prior ostenta la cruz pectoral de oro y, en el centro de sus monjes, los escruta con pupila despótica, de caballero feudal. Interroga por el Padre Francisco; nadie sabe darle cuenta de él. La ira reverbera en los purpúreos carrillos abaciales. Llega entonces un fraile aniñado, imberbe. Es el favorito del Prior, y en la propia celda prioral tiene su yacija. En la comunidad se murmura que, pese a lo haldudo del hábito y a la obstinada ocultación de la cogulla, calada siempre hasta más debajo de la nariz, este frailecito insinúa maneras y gestos, en el porte y en la voz, que denotan bien a las claras su condición femenina -no es doncel, que es doncella-. El frailecito ha recorrido todo el monasterio sin dar con el perdido Padre Francisco, y pone tan mimosa compunción y tan desolada tristeza en su relato, que la oronda fisonomía prioral traiciona, bajo la ira antecedente, una congoja misericordiosa y amorosa por consolar al apenado novicio. Pero frey Domenico da una orden, y las filas monacales avanzan hasta el templo. Dentro, colócanse unos de la banda de la Epístola y del Evangelio los otros. La plebe labriega, que aguardaba impaciente, tiene un murmurio largo y se remueve compacta, despidiendo vaho. Las altas bóvedas de la iglesia están sumidas en sombra. En el altar mayor, la penumbra extiende densos velos: rodeada de luces inmóviles y mortecinas, como manojitos de azafrán, hay, en el comedio del retablo, una hornacina lóbrega, la de San Francisco; se entrevé, como en profundidad lejana, el bulto borroso y grisáceo del Santo. A entrambos costados de la nave refulgen, como celestes jardines, sendos vendanales de vidrios de colores emplomados, obra de un artífice veneciano: representan escenas de santos rígidos y enjutos, inspiradas en la iconografía hierática de Bizancio. De las efigies manan chorros policromos, que derramándose en algunas testas rústicas, las aureolan de colores litúrgicos.

Ante el órgano, de monumental trompetería, que parece el albogue de Pan, pero exagerado, amplificado hacia el Empíreo, un monje, organista e himnógrafo, aguarda el comienzo de los oficios rituales: un rayo lateral de luz infunde en su hábito, cenizoso y tubular, diafanidades azules. Tiene el rostro enmagrecido y espiritualizado, las manos largas y casi transparentes; diríase una figura de vidriera, un ser vaporoso que ha descendido hasta el órgano por un sendero de luz. El Prior coloca sobre el pecho los brazos, en forma de equis. El monje músico pasea por el pálido marfil de las teclas sus manos de vidrio, y se desata, de entre el espeso y alto boscaje del órgano, la cadencia del Kirie gregoriano, implorante y plañidera melodía gótica. En el altar mayor, ofician y pululan el presbítero, el diácono y el subdiácono, vestidos de gran pontifical, con recias, fastuosas dalmáticas y casulla orientales, tejidas en tisú de oro. El ceroferario ostenta en sus manos rollizas, anilladas de rubíes y amatistas, el robusto cirio lacrimoso. Los monjes, a coro, salmodian el canto llano. El pueblo, abigarrado y estremecido, escucha lleno de recogimiento. El Kirie va agonizando, con desolación nazarena.

El Prior, vuelto hacia la turba de labriegos, inicia una plática de amonestación. Al principio, su voz es untuosa. Luego, la ira le impele y prorrumpe en vociferaciones, que repercutan en la bóveda acremente. Díceles que han perdido caridad y fe; que las ofrendas, por lo mezquinas, más que tales semejan limosnas; que la cólera de Dios está pronta a verterse; que el Santo, desde el Cielo, ha de enviar ejemplares castigos, y otras muchas amenazas temerosas. Los campesinos vuelven los ojos angustiados hacia la imagen de San Francisco. Un terror pánico se apodera de ellos. El Santo, en su hornacina, está moviéndose. Óyense gritos de espanto. La voz del Prior se ahoga en la garganta. La veneranda efigie, animada sin duda por voluntad divina, rota la catalepsia escultórica del leño esculpido, se ha llevado entrambas manos al vientre y estalla en carcajadas sonoras, que ruedan por el templo con ímpetu jovial. No es San Francisco: es el Padre Francisco, que, por chanza, se ha colocado allí, sustituyendo a la imagen del Santo. Le ha traicionado su risa de Término, aquella risa que ha conmovido tantas veces con su ulular profano el refectorio monacal. Y el Padre Francisco habla a gritos desde el altar:

– Fetiche por fetiche, tanto vale este mísero costal de miserias, pecados y altos pensamientos, que es el pobre Père Francisco, como aquel vaso de pureza y santidad que fue el pobrecito de Asís, el seráfico Francisco. No adoréis ídolos humanos. Seguid lo que de natural y de sobrenatural haya en los hombres más hombres: la inteligencia magistral, el corazón ardoroso, el instinto fuerte. Hermana paloma, sí; y hermano lobo. Y también, hermano macho cabrío. Alegría, alegría. Aleluya, aleluya. Buscad y sorbed el sustantífico meollo. Haceos libres, amigos, dejando libre vuestra humanidad aherrojada, edte aner philou (sed hombres, Amigos).

A una señal del Prior, cuatro frailes se encaraman en el retablo y aprehenden al diabólico hermano, que, con sacrilegio y blasfemia, ha interrumpido los sagrados ritos. Lo arrastran hasta el claustro. La comunidad, rugiendo, se encarniza sobre él; unos le patean, otros le desgarran la vestidura, éstos le escupen, aquéllos le magullan, y todos, a la postre, le azotan con sus cordones, ensañándose. Luego de partirse los frailes, algunos campesinos acuden a socorrer a la víctima: entre ellos viene Juanita, la buena moza, amada del Padre Francisco. Cuando el monje la siente cerca de sí, abre los ojos, llenos de inteligencia, sensualidad y malicia; dilátanse sus labios en ancho gesto pecaminoso y afable, y con el cuerpo desnudo, amoratada, sangriento a trechos, parece un sátiro después de la vendimia, embadurnado con el hollejo de las uvas negras: un sátiro ebrio que sabe amar siempre.

Este es un episodio -no sabemos si apó-

crifo o fabuloso- de la vida de Fran-

cisco Rabelais: fue padre de la

risa francesa y enseñó huma-

nidad a los hombres.

1902.


 

 

L’autre Père François. Conte drolatique

 

Le jardin du monastère sourit, plongé dans la pénombre tiède de la soirée automnale. Ce n’est pas un jardin austère et mystique, à la manière de celui que Walhafrid Strabo (le Bigleux) décrit dans son Ortulus. Il n’y pousse pas de plantes claustrales au pieux symbolisme, parmi lesquelles on trouve des herbes modestes dont le suc tonique ou anodin est doué d’une sainte vertu curative : sauge, rue, armoise, fenouil, menthe, céleri sauvage, aigremoine et bétoine ; des roses exsangues n’y insinuent pas leur blanche et virginale pudeur. C’est plutôt un parc païen, aphrodisiaque, peuplé de roses incarnat, de pins érectiles et de lauriers odorants, dont l’ombre délicieuse est propice à l’églogue. Les arbres frottent mutuellement leurs branches avec un léger tremblement de volupté bucolique. L’herbe haute s’incline doucement sous la caresse d’un vent indolent, chargé d’arômes prolifiques, énervants.

Près du tronc rugueux d’un pin, dont les longues branches lui offrent un dais ondulant, sur le sol moelleux, un Frère somnole. Il tient dans sa main droite, qui repose sur le gazon, un in folio crasseux couvert de parchemin, et appuie sa main gauche sur son ventre rebondi, qui se soulève et s’abaisse régulièrement. Le moine semble de petite taille ; il est rondouillard, son visage est recuit par le soleil, son nez camus couleur carmin, ses lèvres sont pleines et sensuelles. Il laisse apercevoir, sous le désordre de sa bure, la forte musculature de son mollet, et un pied peu soigné dans sa sandale de cuir. Au milieu des plis de la cagoule cendrée, brille son crâne, lustré par la tonsure monacale.

On entend un susurrement discret du côté du portail ogival découpé dans le mur du côté du levant. Puis, les lourds battants de noyer foncé et leurs fers forgés tournent sur leurs gonds avec un bruit strident. Le moine se redresse, paresseux et languissant.

– Que Dieu vous ménage, Père François.

– Assieds-toi ici, tout près de moi, ma douce Jeanneton.

La villageoise s’assoit sur l’herbe près du Frère. C’est une jeune fille fraîche et rondelette, mets digne de la table d’un Prieur. Du rude lin de son corselet dépasse une gorge ferme, comme un beau bouquet de chair pleine. Son sourire se glisse entre ses dents et finir par se fondre avec le rose d’ambre de ses joues, que le soleil a miellé comme un fruit d’automne.

De rouges bouffées flamboient sur le visage du moine, qui s’étend sur le sol pour le frotter sur la fraîcheur de l’herbe drue. Lorsqu’il parvient à se redresser, quelques brins d’herbe et quelques feuilles, au milieu des mèches hirsutes, le couronnent à la manière d’une divinité des prairies. Sa bouche s’élargit en un large rire de dieu Terme lascif et, dans ses yeux, scintille le même feu qui dut embraser les mystiques satyres lorsqu’ils poursuivaient dans les forêts ioniennes les nymphes, délicates, imprudentes et naïves comme des colombes.

– Quelle offrande apportes-tu, Jeanneton ?

La jeune fille présente deux volailles, un coq et une poule, qui caquètent, battant des ailes pour défaire la corde qui entrave leurs pattes.

– Le Prieur aurait mieux aimé une bombonne de vin -dit le moine, en promenant avec une délectation coupable ses yeux le long du cou lisse de la paysanne pour les clouer, insistants et perspicaces, sur le battement du sein sous le corselet de neige.

– Nous avons fini le vin de la précédente récolte et, pour ce qui est d’aujourd’hui, les métayers du comte, notre seigneur, n’ont pas encore fini la vendange. Regardez-les, Père François.

Le moine, d’un mouvement lent, finit par retirer, comme à regret, les yeux des lieux intimes dans lesquels il trouvait contentement et jouissance, pour regarder dans la direction que la jeune fille lui signale, de l’index de sa main dodue et grassouillette.

Depuis le jardin du monastère de Fontenay-le-Comte, on domine la vallée de la Vendée, au fond de laquelle la rivière se glisse, impériale, rythmiquement ondulée, comme la barbe des vieilles divinités classiques. Il y a des embarcations, qui tremblent sur la surface de l’eau brunie. Sur les rives, les prairies d’un vert Véronèse s’agitent sous l’effet de leur vive couleur. Des collines et des coteaux, plantés de vigne et d’oliviers, gagnent un horizon violacé. Le château du comte de Poitou, construit en pierre vermeille, détache sa masse rude et crénelée sur le ciel, qui a une pâleur de soie. Aux environs, se multiplient des taches rouges, brunes, blanches, bleues au milieu des buissons vert sombre et cuivrés des ceps tortueux. Ce sont les vignerons, serfs de la glèbe, assujettis à la terre, qui supportent en chantant leur esclavage féodal.

Le Père François soupire. Il lève vers le ciel pâle ses yeux nostalgiques ; des yeux veineux, zébrés d’un filet sanguinolent. Tandis que le Frère parle, la jeune fille le contemple avec une curiosité candide :

– Que sont devenues les bacchantes et leur cortège de panthères peintes ? Les vieux Silènes bienveillants, que sont-ils devenus ? Le sang de Dionysos, dans la Loi nouvelle, c’est le sang de Jésus. Mais les serviteurs du Seigneur ne s’en soucient guère. Qu’il est loin le temps de l’idylle !

Sur ces mots, les volailles, qui ont défait leurs liens, courent dans le jardin. Le coq tente de soumettre sa femelle ; il caquète doucement sa concupiscence, avec des secousses spasmodiques et un air pétulant ; il enveloppe la poule de son aile ; il exerce l’empire du mâle puis se vante de son triomphe, lançant un cocorico donjuanesque ; finalement, il se secoue et s’épuce, comme pour se toiletter et se faire beau, avec les airs d’un séducteur sûr de lui.

– Glose, scholie, commentum sublimes nous offrent ces volailles en cette soirée d’églogue, balbutie le moine et il pose à nouveau son regard aigu sur le corsage gonflé, qui s’agite sous l’effet du halètement de la respiration de la jeune fille

Le Père François prend le volume au parchemin, le pose sur ses cuisses comme sur un lutrin et lit :

μαλα τοι το καταπτυχες εμπεροηαμα

τουτο πρετει

Comme la paysanne reste interdite, le bon religieux s’exclame, ironique et galant :

– Peut-être ne comprends-tu pas. Le Père Prieur et Monseigneur, l’évêque du diocèse, ne le comprendraient pas non plus. Jolie paire d’ânes bâtés que ces deux-là ! C’est de l’ensorceleur Théocrite : il y parle de la célébration des fêtes d’Adonis. Les vers que je viens de te lire signifient : « Jeanneton, il te va très bien ce vêtement boutonné et moulé. Mais tu me plairais plus encore sans le corselet ». Ce dernier point n’est pas très clair dans l’original de Théocrite.

La jeune fille éclate d’un rire plein de sous-entendus coquins.

Jeanneton et le Frère sont bons camarades. Ils ont fait connaissance peu après l’arrivée du Père François au monastère. Dès cet instant, leur amitié alla se resserrant, avant d’atteindre l’impérieux moment de la franchise sans apprêts et de la séduction.

– Nous ne tarderons guère à faire la bête à deux dos et à quatre pattes ; je te le dis tout net, Jeanneton, assure le Père François, reprenant l’expression crue et picaresque qui figure dans l’Erotica Verba Rabelesiana.

C’est à la jeune fille que le moine confie ses peines. Elle l’écoute, captivée. Hélas, seule, la générosité de Jeanneton contient le baume capable de soigner les blessures du Frère persécuté ! Les Frères de la communauté (on les appelle Frères du cordon et aussi Cordeliers) l’envient et le haïssent. On le soupçonne d’être un hérétique, un sorcier et un suppôt du diable : « Un homme qui parle neuf langues, certaines si tordues et compliquées qu’elles ne peuvent émaner que de l’enfer, car nul chrétien ne parvient à les entendre », disent les autres Frères. On lui vole sournoisement de précieux manuscrits grecs et latins, on les râpe et on les délave, puis on écrit par-dessus un galimatias monacal. Ils ont fait disparaître les Catilinaires du plus brillant et viril des rhéteurs pour copier à leur place les épîtres de Paul de Tarse, un barbare qui savait à peine parler latin. Ils veulent maintenant s’emparer de son cher Théocrite pour remplacer les Idylles par l’Ordinatio du vénérable Duns Scot. Le pauvre Père François est angoissé face à une pareille tourbe d’ignorants, de libidineux et de gloutons, fils adultérins du saint d’Assise. Mais son génie est fécond en ruses, astuces et mauvais tours pour se venger.

Un ronronnement proche interrompt les propos du Père François, qui susurre de mystérieuses paroles à l’oreille de sa tendre confidente. À la porte du cloître se montre un nouveau moine. C’est le Prieur, Frère Dominique Patavinus, ainsi nommé parce qu’il est né et a fait profession à Padoue. Il ferme la lourde porte d’un geste rude et il s’approche du lieu où, assis, conversent la jeune fille et le Frère. Les traits du Prieur se dessinent à peine dans la masse informe de son visage, rouge et congestionné. Ses yeux, retors, brillent sous la chair enflammée de ses paupières. Sa respiration est un souffle d’asthmatique, qui l’empêche de parler. Il parvient enfin à dire, d’une voix tremblante de colère :

– Réjouissez-vous, Père François : divertir une jeune fille par des propos impies font de vous un profane à l’Ordre.

Le Père François reste immobile, avec un sourire ironique vaguement ébauché. Le Prieur s’adresse alors à la jeune fille :

– Qu’est-ce qui t’amène ici ?

La paysanne répond, les yeux baissés, d’une voix sans timbre :

– J’apporte l’offrande au saint, et elle désigne la paire de volailles qui picore dans le jardin.

– Créatures avaricieuses ; vous persévérez dans la voie de votre damnation éternelle. Jugeriez-vous, par hasard, digne de la sainteté de notre monastère une offrande aussi misérable ? Votre basse-cour déborde d’animaux gras, votre grenier, de blé, et votre dépense, de provisions abondantes. Or, Dieu, le Bon Dieu, vous croyez le satisfaire avec ces misères… Emporte ces animaux au Frère lai marmiton.

La jeune fille balbutie :

– Misérables nous sommes ; nous nous consumons dans la pauvreté. Nous ne jouissons que de ce que Dieu, le Père Universel, accorde aux animaux les plus déshérités : les biens qui appartiennent à tous, la chaleur du soleil, l’air qu’on respire, le plaisir des yeux devant le spectacle du ciel et de la terre, la douceur de l’eau de la rivière ; enfin le plaisir qu’à nulle créature, même la plus opprimée, on ne peut retirer, celui que l’on tire de son propre corps.

Puis, obéissant à l’ordre du Prieur, la jeune fille part en courant et attrape les volailles au pied des troncs d’un laurier, dont les feuilles lui font sur le front et sur les pommettes une caresse parfumée.

Les Frères disparaissent à l’intérieur du cloître et la villageoise au-delà du porche ogival.

Le soleil oblique du matin découpe sur les dalles du cloître de grandes ogives jaunes, qui se plient ensuite le long du mur qu’elles escaladent. Quelques hirondelles, qui ont fait leur nid dans les rosaces sculptées de la voûte, tracent en biais, en piaillant, de longues stries noires à l’intérieur des gerbes de lumière. Il souffle une brise automnale et parfumée qui ouvre d’une onction apaisante les crânes luisants des moines, alignés sur deux rangées : l’une, le long des colonnes, l’autre de l’autre côté, le long du mur, sous les peintures murales qui représentent à fresque des scènes de la vie du Christ, notre Seigneur. Le Prieur exhibe la croix pectorale d’or et, placé au centre de ses moines, les scrute d’une pupille despotique, tel un chevalier féodal. Il demande où est le Père François ; nul ne le sait. La colère se réverbère dans les abbatiales pommettes pourprées. Survient un Frère imberbe, presque un enfant. C’est le favori du Prieur ; il a sa couche dans la cellule priorale. Dans la communauté, on murmure que sous le long habit et la cagoule obstinément abaissée plus bas que le nez, ce jeune Frère laisse percer des attitudes et des gestes, dans le port et dans la voix, qui révèlent clairement sa nature féminine, de jouvencelle et non de jouvenceau. Le jeune Frère a parcouru tout le monastère sans rencontrer Père François, l’égaré, et il met tant de componction maniérée et de tristesse désolée dans son récit, que la ronde physionomie du Prieur trahit, sous la colère précédente, une angoisse miséricordieuse et amoureuse dans le but de consoler le malheureux novice.

Mais Frère Dominique donne un ordre et les moines, en deux files, s’avancent vers le temple. Ils s’y rangent, les uns, du côté de l’Épître ; du côté de l’Évangile, les autres. La plèbe des laboureurs, qui attendait impatiente, fait entendre un long murmure et agite sa masse compacte, exhalant une vapeur. Les hautes voûtes de l’église sont plongées dans l’ombre. Sur le grand autel, la pénombre étend ses voiles épais : entourée de lumières immobiles et pâles, comme des bottes de safran, au milieu du retable, une niche lugubre, celle de saint François ; on entrevoit, comme dans une lointaine perspective, la statue confuse et grisâtre du saint. Des deux côtés de la nef resplendissent, tels des jardins célestes, deux fenêtres aux vitres colorées et plombées, qui sont l’œuvre d’un artiste vénitien : elles représentent des scènes de la vie de saints, raides et décharnés, inspirés de l’iconographie hiératique de Byzance. De ces effigies sourdent des coulées polychromes qui, en se répandant sur certaines têtes rustiques, les auréolent de teintes liturgiques.

Face à l’orgue, à la monumentale tuyauterie, qui évoque une flûte de Pan aux proportions exagérées, comme si elle cherchait à atteindre l’empyrée, un moine, organiste et hymnographe, attend que commencent les offices rituels : un rayon de soleil infuse dans son habit, cendreux et tubulaire, des diaphanéités azuréennes. Il a un visage maigre et illuminé, des mains longues presque transparentes ; on dirait un personnage de vitrail, un être vaporeux qui est descendu vers l’orgue par un sentier de lumière. Le Prieur croise les bras sur sa poitrine en forme d’X. Le moine musicien promène sur le pâle ivoire des touches ses mains de verre ; alors s’élève de l’épais et haut bocage de l’instrument la cadence du Kirie grégorien, implorante et plaintive mélodie gothique. Au maître-autel, officient et s’agitent le prêtre, le diacre et le sous-diacre ; ils ont revêtu, comme pour une messe pontificale, de raides et fastueuses dalmatiques et une chasuble de style oriental, tissées de fils d’or. Le céroféraire supporte dans ses mains rondes, ornées d’anneaux de rubis et d’améthystes, le robuste cierge et ses larmes de cire. Les moines, en chœur, psalmodient le plain-chant. Le peuple, bigarré et tremblant, écoute dans un grand recueillement. Le Kirie agonise lentement, dans une désolation nazaréenne.

Le Prieur, tourné vers la masse des culs-terreux, entame un sermon d’admonestation. Au début, sa voix est onctueuse. Puis, la colère le gagne et il éclate en vociférations qui se répercutent durement sur la voûte. Il leur dit qu’ils ont perdu la charité et la foi ; que les offrandes, tant elles sont misérables, ressemblent plutôt à des aumônes ; que la colère de Dieu est sur le point de se répandre ; que le saint, depuis le Ciel, va envoyer des châtiments exemplaires ; et beaucoup d’autres redoutables menaces. Les paysans tournent leurs yeux angoissés vers la statue de saint François. Une terreur panique s’empare d’eux. Le saint, dans sa niche, s’est mis à bouger. On entend des cris d’effroi. La voix du Prieur s’étrangle dans sa gorge. L’effigie vénérable, animée sans nul doute par la volonté divine, ayant rompu la catalepsie sculpturale du bois taillé, a porté ses deux mains à son ventre et explose en sonores éclats de rire, qui roulent dans le temple avec une impétuosité joviale. Ce n’est pas saint François, c’est le Père François qui, par plaisanterie, s’est placé là, en lieu et place de la statue du saint. Il a été trahi par son rire de dieu Terme, ce rire qui a troublé si souvent de son ululement profane le réfectoire monacal.

Le Père François s’écrie du haut de l’autel :

– Fétiche pour fétiche, ce misérable sac de misères, de péchés et de pensées élevées, qu’est le Père François vaut bien ce vase de pureté et de sainteté que fut le pauvre d’Assise, le séraphique François. N’adorez pas d’humaines idoles. Suivez ce qu’il y a de naturel et de surnaturel dans les hommes les plus humains : l’intelligence magistrale, le cœur ardent, le fort instinct. Sœur colombe, oui ; et frère loup. Mais aussi frère bouc. Allégresse, allégresse. Alléluia, alléluia. Recherchez et sucez la substantifique moelle. Rendez-vous libres, mes amis, en libérant votre humanité enchaînée, εςτε άνηρ φιλου (soignez de hommes, mes amis).

Sur un signe du Prieur, quatre Frères escaladent le retable et se saisissent du diabolique Frère, qui, par son sacrilège et son blasphème, a interrompu les rites sacrés. Ils le traînent jusqu’au cloître. La communauté, rugissante, s’acharne sur lui ; les uns le piétinent, les autres déchirent son vêtement, les autres lui crachent dessus, ceux-là le meurtrissent, et tous, en fin de compte, le fouettent de leur cordon, pleins de rage. Une fois les Frères partis, quelques paysans viennent au secours de la victime, parmi lesquels Jeanneton, la bonne fille, aimée du Père François. Lorsque le moine la sent près de lui, il ouvre les yeux, pleins d’intelligence, de sensualité et de malice, ses lèvres se dilatent dans une large moue complice et affable. Avec son corps dénudé, couvert de bleus, sanglant par endroits, il ressemble à un satyre après la vendange, barbouillé par la peau des raisins noirs : un satyre ivre qui sait aimer toujours.

Ceci est un épisode – nous ne savons s’il est apo-

cryphe ou fabuleux -, de la vie de François

Rabelais : il fut le père du rire

français et enseigna l’huma-

nité aux hommes.

1902