Mois : décembre 2024

Dos episodios bufonescos en la corte de Fernando I de Aragо́n

DOS EPISODIOS BUFONESCOS EN LA CORTE DE FERNANDO I DE ARAGÓN

El primero se sitúa durante los actos de la coronación de Fernando (1414), el segundo en la entrevista de Perpiñán (1415) a la que acudieron el emperador Sigismundo y el Papa Benedicto.

Mosen Borra

El banquete celebrado el día de la coronación del rey (domingo 11 de febrero de 1414) dio lugar a varios juegos y entremeses. Uno de los más aparatosos utilizó una compleja tramoya montada en la misma sala[1]. El cronista le dedica una descripción detallada y no me resisto a reproducirla aquí, porque es una de las pocas muestras que conozco, en la literatura castellana de la Edad Media, de descripciones de una máquina que no fuera bélica:

E en esta gran sala estauan fechos ençima de la puerta por do entrauan a la dicha sala vn gran cadalso alto como manera de los çielos que heran fechos en esta manera: hera vn andamio alto sobre la puerta e en medio del estauan tres rruedas vna sobre otra, e la de en medio mayor que las otras. E de la vna parte e de la otra de las rruedas avia ocho gradas de cada parte, todas las rruedas enllenadas e enbutidas en las rruedas e todo el andamio e las gradas heran del color del çielo. E ençima de las rruedas, sobre la postrimera avia vn çielo mas alto que los otros en el qual estauan dos niños muy bien guarnidos de paños de oro e estaua el vno al otro poniendo vna corona en la cabeça, en rremenbrança de quando Dios corono a Santa Maria. Las quales tres rruedas estauan llenas de omes vestidos de paños blancos e con alas grandes doradas e con rrostros sobrepuestos blancos a paresçençia de angeles, e tan fermosos que bien paresçian angeles. E estas tres rruedas fazian mouimiento la vna con la otra a manera de çielos quando se mueven cada que querian, e estos angeles e arcangeles tocando estromentos e cantando e faziendo muy estraños sones con farpas e guitarras e laudes e rrabes e horganos de palo e otros estromentos de cuerda, que gran solaz hera de lo oyr e ver. E, maguer las rruedas de los çielos fazian movimiento, el çielo de ençima do los niños estavan todavia estaua quedo que no se movia. E las quatro gradas mas altas, estauan en ellas asentados prinçipes e profetas e apostoles, cada vno su señal en la mano por do hera conosçido.

E en la primera grada de las otras contra ayuso estauan syete omes en semejança de los syete pecados mortales, e deyuso dellos en las tablas a sus pies estauan pintadas siete cabeças de demonios en semejança de los siete pecados mortales. E en la segunda grada estauan siete moços con rrostros sobrepuestos que paresçian diablos que atormentauan a los siete pecados mortales. E en la terçera grada estauan las virtudes. E en la quarta grada los syete angeles.

Cuando Dios Padre movía los cielos aparecía una nube que iba bajando ante la mesa del rey, “alto del suelo como vna lança darmas”. El primero en bajar con ella fue un ángel que, coincidiendo con la presentación del primer manjar, una espada desenvainada en la mano, dirigió al rey dos coplas en catalán (lemosín) en forma de Salve, para luego subir de nuevo al cielo. Después de la intervención de los siete pecados mortales y de las siete virtudes contrarias, otra vez bajó la nube,

en la qual venia la Muerte la qual hera muy fea, llena de calaueras e culebras e galapagos. E venia en esta guisa: vn honbre vestido en baldreses amarillos justos al cuerpo, que paresçia su cuerpo, e su cabeça hera vna calauera e vn cuero de baldres toda descarnada syn narizes e syn ojos, que paresçia muy fea e muy espantosa, e con las manos, faziendo semejanças a todas partes las manos que llamaua a vnos e a otros por la sala.

E, acauado esto de fazer, la nube tornose a los çielos.

El banquete en honor de la reina se celebró dos días después con el mismo protocolo y la misma escenografía, en vista de lo cual el cronista se ahorró un nuevo relato, remitiendo al anterior, señalando solo los cambios más notables que se introdujeron en el protocolo del primer banquete para mayor seguridad de los presentes:

E todas las solenidades e çirimonias que al rrey fizieron, asy en el camino como en casa, le fueron fechas en la sala como el rrey, saluo que ouo mejor hordenança, que no entro ninguno en el palenque do comio saluo los que seruian e dos caualleros, que estauan a los cantos de la mesa con dos hachas de çera blanca açendidas para alunbrar la mesa, maguer que estauan las lxiiii° hachas ardiendo en el çielo de la sala, e las çiento blancas antella deyuso del palenque por do venian los manjares.

Sin embargo, completó esa breve nota con el relato de un suceso no previsto:

E en esa sazon tenia el rrey de Aragon vn albardan que dezian mosen Borra. E este hera muy graçiosso, que no dezia mal de ninguno, saluo que tenia graçia e que le dauan todos los caualleros bien de vestir, e plata e oro e dineros, de tal manera que su fazienda hera llegada en gran rrenta, pero hera ome bien pequeño de cuerpo e buen gramatico. E su rrenta dezian que hera mill e quinientos florines cada año, afuera de muchas rropas e joyas quel tenia. E este aluardan estaua en la sala do comia la señora rreyna quando vino la Muerte en la nube, segund que fizo al rrey, segun que diximos. Mostraua gran espanto en la ver e daua grandes bozes a la Muerte que no veniese.

E, por ende, el duque de Gandia enbio dezir al rrey que estaua en vna ventana mirando el comer de la rreyna que, quando la Muerte desçendiese e el diese bozes, quel que lo lleuaria de yuso e que lo mandase a la Muerte que le hechase vna soga e que lo subiria consigo, e fue fecho asy. E quando la Muerte salio en la nube ante la mesa, començo mosen Borra a dar bozes e el duque lo lleuo alla de yuso e la Muerte hecho la cuerda e ataronla al cuerpo al dicho Borra e la Muerte lo guindo arriba. Aqui veriades maravillas de las cosas que mosen Borra fazia e del llorar e del gran miedo que le tomava. E, subiendo, fizo sus aguas en sus paños, que corrio en las cabeças a los que de yuso heran, que bien tenia que lo lleuauan al ynfierno. E el señor rrey lo miraba e obo gran plazer el e los que vieron. E mosen Borra fue en poder de la Muerte a los çielos.

La relación de la burla cruel – para un lector moderno – que sufre el albardán, introduce una nota sorprendemente frívola en un contexto solemne y desprovisto de cualquier atisbo de comicidad, a juzgar por la descripción detallada que nos ofreció el cronista del banquete primero. ¿Cómo se explica esa inesperada ruptura de la tonalidad del pasaje?

No cabe duda de que el cronista fue testigo de lo que narra. El detallismo de la escena – ientificación del iniciador de la burla; lugar de la sala ocupado por el rey; intervención del duque; preparación de una soga para atar a Borra; meada del albardán – más el uso de la forma verbal épica “veriades”, que es habitual en él ante un hecho espectacular, lo denotan.

El retrato que hace al principio del pasaje de Antoni Tallander, alias Borra, no responde a los mismos criterios. La formulación es confusa y meramente cumulativa: su gracia, su falta de malevolencia, su riqueza, su aspecto físico, su cultura (gramático). Son tópicos y opiniones comunes que circulaban en torno a su persona, dicho de otro modo, información de segunda mano.

No descarto que el cronista, si se trata de Diego Fernández de Valdillo, conociera al albardán antes de aquel momento, porque participó a varias misiones en la Corona de Aragón en las que se familiarizaría con el personal político y con la corte. Sin embargo, del personaje nos propone una visión exterior que parece excluir cierta familiaridad con él.

Entre los presentes al banquete, muchos de ellos eran extranjerosos. Es dudoso que conocieran ya al albardán y  más verosímil que lo descubrieran durante su estancia en Zaragoza. En todo caso, no tardaron los Castellanos que acudieron a las ceremonias de la coronación a familiarizarse con él, como lo demuestra este dezir de Villasandino:

Este dezir fizo el dicho Alfonso Alvarez de Villasandino en loores del noble Infante don Ferrando quando era ya resçebido e se iva a Çaragoça para se coronar, e por quanto por ir con el Condestable viejo a grant priessa se le morio la mula, soplicandole e pidiendole merçet e ayuda para comprar otra.

Compuso el poema, en Zaragoza, donde llegó en el séquito del Condestable de Castilla, Ruy López de Avalos. En la copla 7, y última antes del estribillo final, se lee:

7. Si de aqui non vo librado

yo le juro a mosen Borra

que nunca trote nin corra

mas de quanto he trotado.

Esta invocación burlona de Borra, a modo de santo nacional aragonés, típica del humor de Villasandino, nos informa de que conoce al personaje y de que no ignora la fama que ha adquirido entre los súbditos de la Corona.

Avala esa suposición lo que Lorenzo Valla escribe respecto al personaje. Lo conoció cuando ya era muy mayor y deja de él un retrato que dista mucho de ser ridículo, a pesar de tratarse de un bufón de reyes. La cercanía que mantuvo Borra con el monarca Martín el Humano es patente, ya que estuvo a su lado en sus últimos momentos y vio como se le salía el alma en forma de una sombra que subía poco a poco de su vientre, testimonio que Valla pone en duda, pero sin descartarlo del todo («si de verdad vio esto o simplemente creyó verlo: Id uiderit ne, an uidere uisus sit»), 5). En el comentario de Valla se percibe toda la ambigüedad de la figura del truhán, cuyas palabras entremezclan ficción y realidad, hasta tal extremo que resulta prudente no desechar sus elucubraciones porque pueden tener una parte de verdad. El simple es interlocutor privilegiado de Dios, por lo que no hay que descartar lo que dice, por absurdo que parezca.

El doble testimonio del cronista y del trobador sugiere que mosen Borra fue protagonista de más de un episodio en aquellas fiestas y que desempeñó un papel relativamente sobresaliente. Como familiar del rey participaba, aunque fuera irónicamente, de su autoridad. De allí que se le ocurriera a Villasandino remitir a él para afianzar su juramento, dentro del tono festivo de la recuesta.

Por su parte, Francesc Massip matiza la versión del cronista:

Si el pavor, el llanto y los meados del instruído Antoni Tallander [Borra] fue real como relata la crónica, sería la constatación de la gran eficacia que tenía el aparato aéreo de la nube en la creación de verosimilitud y del enorme poder de hechizo que disfrutaba la ficción escénica en la sociedad medieval. Aunque quizás se trataba de una histrionada más del famoso Borra y que hubiera sido él el parlanchín que engatusara a cronista y espectadores, haciendo honor a su mester[2].

Si se tratara de una “histrionada” concebida por el propio Borra, habría que suponer que llevara una bolsa de agua, más o menos perfumada, para rociar, cuando subía en la nube, a las personas que se encontraban debajo de él, incluidos el duque de Gandía y la misma reina. Me parece que Massip le presta una excesiva, a la par que condenable, perversidad.

Estas observaciones no agotan la interpretación del pasaje de la crónica. Sigue pendiente la ruptura narrativa que señalo más arriba. Un lector moderno juzgará como una falta de gusto una irrupción tan procaz dentro de un espectáculo que pretende ensalzar la figura del nuevo monarca y de su esposa y proporcionar una lección a la vez política y religiosa a sus súbditos. O, si la admite como posible, no tendrá más remedio que admitir que nuestros criterios de valor no concuerdan con los que estaban en uso en aquella época.

El historiador de hoy está enfrentado a un conflicto insoluble y condenado a confesar su ignorancia. Bien es verdad que podría sugerir que el episodio de la burla interviene durante un acto dedicado a la reina y suponer que no hubiera sido posible en el banquete celebrado para el rey; pero se expone a ser criticado por abordar con ideas preconcebidas el tema de las relaciones de género, aunque se tratara de un pareja de reyes.

El rey de Turquía

El 19 de septiembre de 1415, el emperador Sigismundo hizo su entrada solemne a Perpiñán para reunirse con el papa Benedicto XIII y el rey Fernando sobre la cuestión del Cisma. Venía acompañado de un numeroso séquito y precedido por un personaje desconocido del cronista:

E delante del enperador yva vno que dezian que fue antes alçado rrey de Turquia, el qual el enperador lo prendiera en batalla, el qual le lleuaua el espada del enperador[3].

Ese personaje ni era turco ni fue preso en batalla por Sigismundo. Lo conocemos mejor desde los trabajos publicados por la Profesora Sieglinde Hartmann[4]. Oswaldo von Wolkenstein (1376/77-1445), noble tiroliana, se dio a conocer por su vida aventurera que le llevó a numeros países, al servicio de altos nobles del imperio. También es el autor de una obra poética cuantiosa y de calidad que le permitió figurar entre los más celebrados minnesinger. Durante el Concilio de Constancia, lo tomó a su servicio el emperador Sigismundo, con fecha del 16 de febrero de 1415. Entre aquel momento y la entrada solemne a Perpiñáñ (septiembre), Oswaldo había cumplido varias misiones diplomáticas. Entre otras, estuvo presente en la toma de Ceuta por el rey de Portugal Juan I, el 21 de agosto.

El cronista ignoraba la identidad exacta de ese personaje y, para definirlo, se limitaba a reproducir rumores que corrían sobre él. El causante de esa ignorancia era el mismo Wolkenstein, que se dedicó a manipular a los más altos personajes de la corte para difundir una noticia de su persona totalmente errónea. Uno de los medios que usó para engañar a sus interlocutores fue su aspecto físico, ya de por sí impresionante: era corpulento, tuerto y llebaba unas barbas muy pobladas. El emperador, cómplice de la superchería acentuó aún ese aspecto inquietante regalándole un vestido supuestamenent moro o turco.

Confiesa con cierto descaro cómo engañó a todos, incluida la reina Margarita de Prades, viuda de Martín el Humano, en su poema autobiográfico:

Ningún reproche merece / la bella Margarita por horadarme / las orejas con una aguja / según costumbre de su reino. / Aquella noble reina / colocó en ellas dos anillos de oro / más uno en la barba. / Con este arreo tuve que lucirme.

Se me confirió un título de nobleza / vizconde de Turquía. / Muchos pensaban que yo había sido / algún noble pagano. / Un preciosos vestido moro, de oro rojizo / me ofreció Sigismundo. Llevándolo, conseguí lucirme / cantar y bailar a lo pagano[5].

El pasaje citado de la crónica se redactó después de que el caballero hubiera recibido su título por obra de la reina viuda.

Oswaldo no reservó sus bufonadas a los Aragoneses, sino que hubo otras víctimas en la propia delegación del Concilio, como lo reconoce en su poema, donde menciona al duque de Lignitz y Brieg, y al señor de Ötting. Ese papel, que asumía plenamente entre los suyos, al parecer no pareció tal al rey Fernando ni a sus familiares. Al contrario, estos, y entre ellos el cronista, interpretaron sus extravagancias como un rasgo de su personalidad exótica.

Estos dos episodios presentan, pues, notables diferencias entre sí. En el primero, Borra cumple públicamente con su papel oficial de albardán de la corte, mientras que, en el segundo, el truhán es el que se burla de los demás. Verdad es que lo hace con la complicidad de su señor, el emperador Sigismundo, que de ese modo, – poco valiente hay que confesarlo -, expresa el profundo desprecio que sentía hacia sus huéspedes y hacia el papa. A este, Oswaldo lo califica, en el poema de “Pedrito, gato astuto / mozo malhumorado y lunático / cuya vieja calvicie ha caído”.

Por su parte, Benedicto no ocultó el desprecio que le inspiraba Sigismundo, pero lo hacía con mucha más finura, hasta tal punto que sospecho que el rey de Roma no lo percibió claramente. Dudo que el papa se dejara engañar por la superchería del rey de Turquía como les sucedió a los Aragoneses.

Noviembre de 2024

Bibliografía somera

Crónica del rey don Juan de Castilla. Minoría y primeros años de reinado (1406-1420). Edición y estudio de Michel Garcia, vol. Segundo.

– Cap. 328, pág. 716 [episodio de Borra]

– Cap. 369, pág. 782 [episodio del rey de Turquía]

[Episodio de Borra]

Massip, Francesc, “El personaje del loco en el espectáculo medieval y en las cortes principescas del Renacimiento”, Babel. Liitératures plurielles, 25 (2012), p. 71-96.

Valla, Lorenzo,

Historiarum Ferdinandi regis Aragonae (1445-1446), Lib. II, VI, 5.

Historia de Fernando de Aragón, edición de Santiago López Moreda, Madrid, ediciones Akal, 2002, pág. 148.

[Episodio del rey de Turquía]

Galíndez de Carvajal, Crónica de Juan II, Logroño, 1517, cap° CCXXXI, fol. xlix r.

Hartmann, Sieglinde,

– Sigismunds Ankunft in Perpignan und Oswalds Rolle als wisskunte von Türkei. In: Festschrift für A. Schwob. Graz 1997, pp. 133-139.

– “Oswald von Wolkenstein à Perpignan: Le chanteur courtois et son seigneur le roi Sigismond”.

Klein, Karl Kurt (ed.), Die Lieder Oswalds von Wolkenstein, 3e éd. Tübingen: M. Niemeyer Verlag, 1987 (= ATB 55 – édition critique).

 



[1] Los banquetes se dieron en el patio de la Aljafería. Se le puso un techo provisional. Este mucho más alto que el de cualquier habitación del palacio, lo que favoreció movimientos verticales amplios de los elementos, en este caso la nube.

[2] Massip 2012, p. 71-96.

[3] Galíndez de Carvajal, cap° CCXXXI, fol. Xlix r , presenta una redacción distinta del pasaje: “e assi llego a san Francisco donde auia de posar: leuandole delante del vn cauallero la espada la punta arriba esto porque entraua en tierra a el no subjecta y este que la lleuaua dezian que auia seydo rey de Turquia: e que el emperador lo auia prendido en batalla”.

[4] Hartmann, Sieglinde, «Sigismunds Ankunft in Perpignan und Oswalds Rolle als wisskunte von Türkei», in Durch aubenteuer müss man wagen vil. Festschrift für A. Schwob, eds. Wernfried Hofmeister & Bernd Steinbauer, Innsbruck, 1997, págs. 133-139.

[5] Klein 1987.

Une certaine idée de l’Université

Une certaine idée de l’Université

Dans ma page web (Profil), j’ai indiqué brièvement les raisons pour lesquelles j’ai pris ma retraite de l’Université[1] dès que cela m’a été possible.

Outre ces circonstances de vie et de travail peu favorables, la réforme, que je juge personnellement néfaste, des Universités à la suite du Processus de Bologne finit par faire de moi un étranger dans ma propre institution. J’en tirai la conséquence que je devais prendre au plus tôt une retraite à laquelle me donnaient droit mes plus de quarante années de bons et loyaux services, dans le but de reprendre une vie de chercheur à part entière. C’est ce que je fis en 2001.

Je ne jugeai pas utile alors d’énumérer dans le détail les raisons qui m’avaient conduit à prendre cette décision, mais elles étaient réelles et ma décision, réfléchie. Je ne le ferai pas non plus maintenant parce qu’un autre universitaire l’a fait infiniment mieux que je ne saurais le faire.

Lors de sa nomination comme Docteur honoris causa de l’Université de Louvain, Simon Leys a prononcé en 2004 un discours percutant que j’aurais volontiers repris à mon compte sans en retirer un mot, si l’occasion m’avait été donnée d’en prononcer un à l’occasion de mon propre départ à la retraite en 2001. Tout au plus me permettrai-je d’y ajouter quelques commentaires inspirés de mon expérience personnelle. Le discours s’intitule « Une idée de l’université » et a été publié dans le recueil de cet auteur intitulé Le studio de l’inutilité (Paris, éd. Flammarion, 2012, p. 285-291).

Une communauté de savants

La « communauté des savants » est, selon S. Leys, le premier des quatre « facteurs » qui interviennent dans son fonctionnement. Le terme « Université » est d’origine ecclésiastique, ce qui se comprend puisque l’Université est une institution qui fut créée par la papauté à la fin du XIIe siècle. Dans son testament, un chevalier andalou du XVe siècle ordonne dans ces termes les cérémonies de sa sépulture : « J’ordonne que, le jour de mon enterrement, les clercs de l’université de cette cité [Andújar] ainsi que le ministre et les frères del l’ordre de la Sainte Trinité me reçoivent […] ». Le terme « université » désigne donc l’ensemble des clercs séculiers des paroisses de la ville ; par conséquent, une communauté disposant d’une autorité qui lui est propre.

On a, semble-t-il, perdu la signification de ce terme, ce qui est d’autant plus grave qu’il sert à désigner toute l’institution. À ce propos, S. Leys relate une anecdote très instructive :

Il y a quelques années, en Angleterre, un brillant et fringant jeune ministre de l’Éducation était venu visiter une grande et ancienne université ; il prononça un discours adressé à l’ensemble du corps professoral, pour leur exposer de nouvelles mesures gouvernementales en matière d’éducation, et commença par ces mots : ‘Messieurs, comme vous êtes tous ici des employés de l’université…’, mais un universitaire l’interrompit aussitôt : « Excusez-moi, Monsieur le Ministre, nous ne sommes pas les employés de l’université, nous sommes l’université’. On ne saurait mieux dire.

J’ai moi-même été témoin de scènes analogues. Ainsi, le président de mon Université, contraint d’abandonner une réunion convoquée pour traiter d’une énième réforme concoctée par le ministère, à son départ confia la présidence de la séance au Secrétaire Général, c’est-à-dire à un administrateur, certes professionnel, mais engagé par l’Université pour la servir, alors qu’il avait à ses côtés le Vice-Président chargé de l’application de la réforme. Cela me scandalisa et je le fis savoir publiquement puis, en privé, au collègue Vice-Président, sans aucun effet sinon celui de me faire passer pour un mauvais coucheur. On me reprocha, en outre, de ne pas ménager la susceptibilité de monsieur le Secrétaire Général.

Une bibliothèque

Le deuxième élément constitutif de l’Université, selon S. Leys, est « une bonne bibliothèque » et d’ajouter : « Cette évidence se passe de commentaire ». Je crois, au contraire, qu’il convient de la commenter, ne serait-ce que parce que le concept-même de bibliothèque a subi, depuis, des bouleversements majeurs. La matérialité du livre n’étant plus sa caractéristique pemière, sa consultation n’exige plus un lieu spécifique de conservation.

Je le regrette amèrement, tant j’ai éprouvé de plaisir et tiré de parti à fréquenter certaines bibliothèques. Celle de la Casa de Velazquez reste, pour moi, en tant que médiéviste, un espace idéal, où il était permis de se déplacer, de consulter sur place pour finalement choisir le ou les volumes désirés. Je conserve aussi un souvenir ému de mes pérégrinations dans les entrailles de la Sorbonne. Il était possible alors de s’y aventurer sans cicerone ; et l’on comptait sur la rencontre avec quelque employé de la bibliothèque chargé de replacer des ouvrages ou d’en retirer pour les lecteurs de la salle, pour éviter de s’y égarer. J’ai même rêvé de m’y laisser enfermer un soir, après la fermeture, tel Washington Irving dans l’enceinte de l’Alcazar ou dans les jardins du Generalife à Grenade.

Aujourd’hui, du fait de la numérisation accélérée des collections, il suffit de s’asseoir devant son ordinateur pour accéder aux sources livresques. Je ne m’en plaindrai pas, surtout en ce qui concerne les manuscrits. J’ai trop souvent déploré que l’on ne me laissât consulter que des microfilms pour ne pas me réjouir de pouvoir aujourd’hui charger dans la mémoire de ma machine d’excellentes photos de manuscrits qui m’avaient mobilisé des semaines entières à la BN de Paris ou à celle de Madrid. Il m’est toujours interdit de les manipuler, condition indispensable à une bonne connaissance codicologique, mais la reproduction est si exate que je m’en accommode.

Bien d’autres lieux mériteraient d’être mentionnés : la Bibliothèque de l’Escurial, où il était possible de se dégourdir les jambes en admirant les sublimes codex arabes présentés dans les vitrines de salles d’exposition désertes ; des collecions privées (Lázaro Galdiano et autres) ; le fonds des Académies madrilènes ; les différentes archives ; etc. Cette énumération suffit, me semble-t-il, à concevoir que le livre est un élément indispensable à l’existence de l’instution universitaire.

Étudiants et moyens

Les deux derniers facteurs avancés sont les étudiants et les ressources matérielles. S. Leys les juge importants mais pas indispensables.

Pour le second, il cite le cas de l’Université de Pékin qui, pendant la République de Chine, à partir de 1912, bien que dans le dénuement le plus complet, joua un rôle de premier plan dans la vie intellectuelle du pays. Quant à moi, je suis persuadé que les vrais savants ne sont pas attirés par l’appât du gain et ne désirent que disposer de moyens même modestes pour pouvoir accomplir leur tâche. Je considère, en outre, que c’est un devoir de l’État d’y subvenir. J’ai eu à souffrir de devoir travailler dans des locaux souvent vétustes et étroits, sans que cela compromette gravement mon engagement. Si je déplorais cet état de fait, ce n’était pas tant pour des raisons pratiques que parce qu’il témoignait du peu d’intérêt de nos gouvernements à l’égard de la culture en général et de l’Université en particulier.

La question des étudiants est d’une autre nature. Il m’est souvent arrivé de dire, sous forme de boutade, qu’une Université ne pourrait se passer de professeurs ni de livres, mais qu’elle pourrait fort bien se passer d’étudiants. Je ne savais pas que cet avis était partagé par un collègue aussi éminent que S. Leys. Entendons-nous bien, je ne m’oppose pas à ce que le savant puisse, ou même doive, communiquer ce qu’il sait à un auditoire. La loi Savary de 1984, en instituant le corps des enseignants-chercheurs, a heureusement tranché sur ce point en ne dissociant pas ces deux fonctions et en supprimant toute hiérarchie entre elles. Ce qui est contraire au principe universitaire, c’est de faire passer la recherche au second plan.

Personnellement, il m’a fallu attendre les dernières années de ma carrière pour pouvoir commenter des textes médiévaux devant des étudiants. La transmission des fruits de ma recherche, je la réservais à mon séminaire. Il s’agissait d’une initiative personnelle, non comptabilisée dans mon horaire d’enseignement. Le séminaire se tenait tous les quinze jours dans un lieu extérieur à la Faculté, au Collège d’Espagne de la Cité Universitaire, où la directrice de l’époque, Carmina Virgini, elle-même universitaire, m’hébergeait gratuitement dans un cadre superbe.

La nature du rapport imposé par les réglements universitaires récents entre l’enseignant et l’étudiant n’est qu’une caricature de ce qu’il devrait être. L’étudiant est exclusivement motivé par l’obtention d’un diplôme auquel « il a droit » et pour laquelle il est tenu à un minimum d’efforts. Un intérêt pour la matière enseignée et, accessoirement, pour les travaux du professeur n’est pas jugé nécessaire. S. Leys a vécu en Australie des situations plus extrêmes. Les ressources des Universités de ce pays dépendant principalement des frais d’inscriptions, particulièrement élevés pour les étrangers, la conséquence allait de soi :

Un recteur d’université nous a engagés un jour à considérer nos étudiants non comme des étudiants, mais bien comme des clients. J’ai compris ce jour-là qu’il était temps de s’en aller.

Chez nous, ce n’est pas l’argent de l’étudiant ou de sa famille qui motive cette dérive, mais celui de l’État, dont il est convenu qu’il n’a pas à entretenir une danseuse. D’autres facteurs interviennent aussi, qu’il serait trop long d’énumérer. J’en retiendrai deux : l’organisation de l’enseignement et la question des débouchés.

Jusqu’à la dernière réforme, l’État n’intervenait que pour fixer les limites chronologiques qui s’appliquaient à tous les ordres d’enseignement, du Primaire au Supérieur, encore que ce dernier ne fût pas tenu de strictement s’y conformer. L’unité de temps était l’année, la division en trimestres n’intéressant pas l’Université. Désormais, on a imposé la division en semestres, qui sont en fait des quadrimestres, et deux sessions d’examens, l’une en janvier-février, l’autre en juin-juillet, en lieu et place de la session de juin et de celle d’octobre.

Les effets de ces mesures, outre qu’elles innovent dangereusement en privant les autorités universitaires de prérogatives qui leur étaient jusque-là reconnues, est d’appauvrir considérablement l’enseignement dispensé. Que peut-on enseigner en quatre mois ? Dans les matières littéraires, je ne vois que des nouvelles, quelques pièces de théâtre ou de brefs recueils de poèmes. Exit les œuvres majeures, la Chanson de Roland ou Don Quichotte de la Manche. En outre, comme il faut éviter un trop grand pourcentage d’échecs, l’enseignement consiste en une préparation à l’examen, de façon que le candidat ne soit pas désorienté par les questions qu’on lui posera. Une bonne proportion des heures d’enseignement consiste donc à entraîner les étudiants à éviter les écueils de l’épreuve finale.

Au terme de ses études, un étudiant dispose, par conséquent, d’un bagage minime, d’autant qu’il n’est pas question de lui imposer des lectures annexes ; si c’est le cas, elles ne seront pas sanctionnées.

C’est d’autant plus absurde que l’on exige désormais de l’Université de préparer les étudiants à la vie professionnelle. Pour détourner cet obstacle, les politiques ont imaginé de favoriser la création de nouvelles filières conçues pour répondre à cette exigence : moins de théorie, ou pas du tout, et plus de pratiques, ce qui se traduit, dans le domaine des langues, par la création de la filière des Langues appliquées. Cette merveilleuse invention implique que la connaissance d’une langue ne se suffit pas à elle-même, mais encore qu’il faut savoir l’appliquer et que cela s’apprend à l’Université. Ainsi, même si vous possédez l’espagnol au point de pouvoir lire Benito Pérez Galdós et Lope de Vega, vous devrez vous soumettre à un enseignement spécifique pour être en mesure de lire la prose d’un juriste, d’un scientifique ou même d’un journaliste. On pourrait se contenter d’acquérir un vocabulaire particulier mais il existe apparemment aussi une syntaxe et une morphologie propres à ce champ d’application.

Objet de l’Université

Par contraste, S. Leys énumère les finalités de l’Université :

L’université a pour objet la recherche désintéressée de la vérité, quelles qu’en puissent être les conséquences et l’extension, et la communication du savoir pour lui-même, sans aucune considération utilitaire[2].

Cette définition, à laquelle j’adhère sans réserve, ouvre un champ d’application très large, pour ne pas dire infini. Elle s’expose néanmoins à certaines critiques au nom de principes opposés et tout aussi respectables. Ainsi, à l’intérieur d’une société donnée, nulle institution ne saurait se dispenser de devoir rendre des comptes. En outre, la revendication du droit à s’adonner à une activité qui ne recherche pas à se rendre utile peut également choquer.

Le principal reproche qu’on pourrait lui faire est de promouvoir un élitisme qui entre en contradiction avec les règles de fonctionnement d’une société démocratique.

Tout en s’affirmant partisan du principe d’égalité entre tous les membres d’une société, S. Leys fait valoir que sa stricte application dans le domaine de la pensée entraîne de dangereuses dérives.

La démocratie est le seul système politique acceptable, mais précisément elle n’a d’application qu’en politique. Hors de son domaine propre, elle est synonyme de mort : car la vérité n’est pas démocratique, ni l’intelligence, ni la beauté, ni l’amour – ni la grâce de Dieu.

Laissons-là beauté, amour et grâce de Dieu : les intégrer à cette réflexion me paraît excessif et contribue à créer un phénomène d’exclusion qui, pour le coup, équivaut à une forme d’ostracisme que je ne partage pas. Tenons-nous-en à « la vérité ». Dans le domaine du savoir, elle ne peut être approchée que par des recherches approfondies, nuancées, dépourvues de toute manipulation, justifiées par une documentation vérifiable et un raisonnement honnête. Rien de bien démocratique, en effet, dans cette démarche. La conclusion qu’en tire S. Leys est radicale :

Une éducation vraiment démocratique est une éducation qui forme des hommes capables de défendre et de maintenir la démocratie politique ; mais, dans son ordre à elle, qui est celui de la culture, elle est implacablement aristocratique et élitiste.

Cette déclaration sonne comme un provocation à une époque où il n’est pas d’objet qui ne puisse être soumis à l’épreuve de la popularité ; où chacun se croit autorisé à juger de tout sans avoir à se justifier (et souvent sous le couvert de l’anonymat) ; où toute opinion vaut vérité si elle est soutenue par un nombre conséquent de suiveurs. Je ne sais si S. Leys avait déjà en tête cette dérive, qui n’a cessé de prendre de l’ampleur depuis 2004, ou s’il en avait eu la prémonition. En fin de compte, comment ne pas lui donner raison ? Il découle de ces affirmations qu’en restant fidèle à ses principes, même s’ils encourent l’accusation d’élitisme, l’Université remplit un devoir essentiel et parfaitement respectable en ne cédant pas à la tentation de reconnaître à quiconque une compétence innée.

L’absence de considération utilitaire du savoir qu’elle dispense est l’autre caractéristique de l’Université, selon S. Leys. Cela ne signifie pas qu’elle vise à l’inutile, comme on a tendance à le croire et à le dire, surtout dans le domaine des Sciences Humaines. On affirme ainsi, au contraire, qu’il ne faut pas enfermer la pensée dans un cadre préalablement défini mais lui laisser libre cours sans préjuger du résultat auquel elle pourra nous mener. Penser par soi-même n’est jamais inutile et l’enseigner est une obligation. C’est ainsi que se forment des esprits capables de se gouverner eux-mêmes, quel que soit le domaine d’activité auquel ils s’appliqueront. Tel est le but d’un enseignement universitaire et toute sa noblesse.

L’accusation d’inutilité est à mes yeux un contresens complet. Je l’ai pratiquement entendu depuis l’instant désormais lointain où j’ai commencé à enseigner. Je pourrais même aller au-delà. Je n’ai pas oublié la remarque que me fit mon ami instituteur Jacques Leblond, lorsque, fraîchement reçu à l’Agrégation d’Espagnol, je lui annonçai que je comptais me consacrer à des études de médiévistique. « Comment peut-on s’intéresser au Moyen Âge ? » me rétorqua-t-il, ou à peu près. C’est une question que je me suis souvent posée depuis et qui, en fin de compte, se ramène à ceci : comment, lorsqu’on procède de la classe ouvrière ou paysanne, peut-on se détourner d’une formation pratique, de technicien ou d’ingénieur, dans le meilleur des cas, qui est pourtant une voie toute indiquée, compte tenu de nos antécédents ?

C’est faire peu de cas des éléments extérieurs qui peuvent déterminer le choix d’une carrière. Je pense, bien évidemment à l’attrait pour les Lettres, pour l’Histoire ou toute autre discipline « littéraire ». Mais je n’écarte pas non plus le désir, plus ou moins conscient et réfléchi, d’une rupture avec des antécédents familiaux qui, dans mon cas, se perdent dans la nuit des temps. Choisir un champ des Sciences Humaines, quel qu’il fût, était un moyen efficace d’y parvenir. Or, une fois la vanne ouverte, pourquoi ne pas s’engager plus loin encore en refusant de choisir un domaine lié à l’actualité ou à un passé récent ? L’acte gratuit prend tout son sens si on le pousse à son paroxysme. Les circonstances m’ayant obligé à renoncer aux Lettres classiques ou, pour être plus exact, à l’étude de la Grèce antique, le Moyen Âge me servirait de lot de consolation. Tant qu’à être inutile, autant choisir le lieu où il était permis de l’être vraiment, et d’éviter toute compromision avec une actualité qui, à mes yeux, relevait plus du journalisme que d’une approche universitaire.

Novembre 2024



[1] Je mets systématiquement une majuscule, contrairement à S. Leys.

[2] J’ai pris la liberté de modifier quelque peu la ponctuation de l’édition pour éviter toute ambigüité. La ponctuation primitive est la suivante : « […] quelles qu’en puissent être les conséquences, l’extension et la communication du savoir […] »

Mansanilla … Maravilla

Mansanilla … Maravilla

Sanluca tiene enfrente ar mar y ar lao ar Gudarquiví. Sin embargo, la mansanilla se hase de la uva solamente.

La inventó Noé cansao de las agua der Diluvio y to fue cosé y cantá hasta la creasion de sus enemigos naturales, la guardia y er tabernero.

Tiene er mismo agridurse de la vida. Se sube a la cabesa y cada uno se cree er mejó der mundo. Despué nos tira de los pié y ar ponerno en sentío horizontá nos iguala a tó.

Un bonito sueño y una amarga realidá. ¡Er pago de la cuenta!

                                                                Oselito

Manuel Barbadillo, El vino de la alegría,

Sanlúcar de Barrameda, 1951, p. 483

Texto copiado en la terraza de la casa de Carmen Laffón, frente a la desembocadura del Guadalquivir. La terraza domina la playa, que se encuentra bajo el agua por ser marea alta, cuando las aguas del río retroceden ante las del océano.

Sanlúcar, 14-11-2009 / noviembre 2024

Sanlúcar de Barrameda

Sanlúcar de Barrameda

Palacio de los Orléans-Montpensier.

Nos abre el palacio, ocupado hoy por las oficinas del ayuntamiento, una señora que acompaña a un grupo de visitantes al que nos unimos. Nos explica que forma parte de una asociación cultural que se dedica a hacer visitar el palacio, que es benévola, que no cobra, pero que acepta propinas; que, sin ella, no se podría visitar el palacio porque está cerrado, etc. ¿Entendido?

Un señor del grupo:

“Hubiera podido decirlo más fuerte, pero no más claro.”

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Palacio de Medinasidonia

A la entrada del palacio de Medinasidonia, está sentada tras una mesa una señora. Entablo la conversación. Hablo del archivo. Me dice que es la archivera. Se llama Caridad.

Hablo, sin nombrarla, de una colega mía que visitó varias veces el archivo y se hizo tan amiga de la duquesa que esta le invitó a compartir unos huevos fritos, de cena. [Me lo contó Araceli Guillaume].

Por fin, me dice que la duquesa se llevaba bien con algunos de sus visitantes, y me cita a Araceli Guillaume.

Noviembre de 2009 / noviembre de 2024