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Faciendo farina con perro e gallo e gato

Faciendo farina con perro e gallo e gato

 

XXXIV. Otrosi todo home fijodalgo pueda ganar rueda o molino en su heredad o en el egido aforandolo con abonadores fijosdalgo, e faciendo la presa con vidiganza, e pasando el agua al solar de la rueda o molino, e faciendo farina con perro e gallo e gato.

El artículo 34 del Fuero de Ayala concluye con una fórmula que ha hecho correr mucha tinta sin que haya recibido hasta la fecha, que yo sepa, una explicación satisfactoria. No pretendo proporcionar la clave de ese enigma, porque sería pretencioso rivalizar con mis entrañables y admirados colegas de Vitoria, sino solo contribuir modestamente a abrir alguna vía nueva de interpretación.

La fórmula no se lee en ningún otra colección legal de esta clase, ni siquiera en el Fuero de Vizcaya, a pesar de que los datos que componen este artículo son un breve compendio de las leyes I a V del Título XXIV de aquel.

Para entenderla, varios enfoques resultan posibles: 1) interpretación detallada /vs/ de conjunto; 2) interpretación literal /vs/ metafórica, con la posibilidad de cruzar uno con otro.

Si nos atenemos a cada uno de los elementos (perro, gallo, gato) por separado, debemos asegurarnos primero que no designan metafóricamente alguna parte de la maquinaria del molino, ya que bien se sabe que el vocabulario de la industria usa muchos términos que pertenecen a otros campos, en especial al de los animales y, dentro de este, a estos tres en particular. Con todo, la coincidencia de que esos elementos llevaran todos nombres de animales domésticos y no de otras clases merma mucho esa posibilidad.

Dentro de la interpretación literal, se ha intentado situar a cada uno de esos animales en relación con las condiciones de funcionamiento, material o legal, de un molino: el perro libra a supuestos ladrones de ser declarados culpables de una sisa que habrá que achacar al molinero (no se me escapa que la explicación resulta algo retorcida); el gallo canta al amanecer, lo que autoriza la puesta en marcha del molino, que no debe funcionar de noche; el gato ahuyenta a los ratones.

Es innegable que esos animales pueden ofrecer una contribución útil al buen funcionamiento de la molienda, pero su presencia no es un requisito suficiente en sí para facilitarla materialmente. Si bien el gato ha sido y sigue siendo inquilino imprescindible del molino por su instinto raticidio, los otros dos animales no presentan una especificidad tan congruente con esa actividad: el perro protege toda clase de moradas y el gallo, aparte de despertar al personal a horas indebidas (incluso a media noche), desempeña su papel principal dentro del corral a favor de su femenina población.

Por lo tanto, hay que descartar que la fórmula final del artículo del fuero se refiera a un funcionamiento habitual del molino. En cambio, se entiende perfectamente si remite a un acto específico y único. Ha sido Luis María de Uriarte Lebario quien me ha puesto sobre la pista de una posible explicación: “con la extraña condición […] de tener que hacerse por primera vez la harina con perro, gallo e gato”. Ese “por primera vez” se deduce del texto mismo del artículo, ya que prolonga el significado de “ganar rueda o molino”, lo cual no significa cualquier tipo de adquisición sino muy concretamente el derecho a crear ex nihilo un molino. En el fuero, el verbo “ganar” tiene ese significado muy particular, como se echa de ver en el artículo LXI:

Otrosi, todo ombre que ha de ganar exido ha se de abonar con cinco ombres fijosdalgo que lo ovo cerrado con enseas de roble y que estan plantados fasta seis manzanos, e lo tovo año y dia; pero el peon que asi ganare en el exido, es del señor.

Antonio Sáenz de Santa María percibe también el carácter único evocado por el artículo, sin embargo descarta rotundamente esa interpretación sin justificarla:

[…] la fórmula ya no querría decir que hubiese en el molino, y menos la primera vez, un gato, un gallo y un perro, sino que se están disponiendo unas cláusulas de seguridad para los usuarios del mismo.

En vano se buscará en el fuero un artículo que persiga al dueño cuyo molino no quede permanente acompañado por esos tres animales.

Bien es verdad que podría aducirse que esa cláusula establece una forma de obligación de perennidad en el funcionamiento del molino, al exigir su integración dentro de una edificación mayor no limitada al molino sino que suponga una presencia humana permanente con casa y dependencias. Pero sería forzar excesivamente el valor de un texto legal suponer que contiene cláusulas no explicitadas sino solo sugeridas.

Adelantaré, pues, la hipótesis de que la enigmática fórmula remita a un ritual, el que solía acompañar la toma de posesión de un bien mueble o inmueble. Consistiría, en este caso, en poner en movimiento por primera vez la rueda del molino en presencia de esos tres animales, en carne y hueso o representados en efigie. La contribución de estos al acto inaugural se apoya en una características propias que pueden ser las mencionadas más arriba pero consideradas desde un punto de vista simbólico. Así, queda exonerada la ceremonia del excesivo realismo sugerido por la interpretación literal del artículo del fuero. Además, demuestra que, en la época en la que se redacta, queda abierta la posibilidad de incorporar tradiciones propias de la comarca, pertenecientes a un fondo consuetudinario e ignoradas por las fuentes legales vigentes.

 

Anejos

e/o faciendo la prensa

Tanto Uriarte Lebario como Sáenz de Santa María transcriben “o faciendo la presa” en lugar de “e faciendo”. Es error evidente porque la localización del espacio en el que se piensa poner el molino y la edificación del mismo son dos operaciones distintas y sucesivas.

 

rueda o molino

Sin poder zanjar la duda que le asalta, Sáenz de Santa María se pregunta, después de otros autores, si molino y rueda, sistemáticamente asociados por los redactores del fuero, son términos equivalentes o si designan realidades distintas. Obsérvese que no se confunden ya que aparecen siempre unidos por la conjunción “o” (“rueda o molino”), lo que supone sino una oposición radical entre ellos por lo menos una diferencia significativa. Un fenómeno similar se da con molino y aceña. Según Adeline Rucquoi, son dos conceptos distintos. El molino, más antiguo, está dotado de una rueda horizontal y un árbol vertical exclusivamente de madera. La aceña, de creación posterior, consiste en una rueda vertical, con un sistema de engrenage metálico.

No parece descaminado suponer que, en el fuero de Ayala, “rueda o molino” deba interpretarse al igual que “aceña o molino”.

 

con vidiganza

En lo que atañe a la localización del molino, la redacción de este artículo es tan elíptica (e faciendo la presa con vidiganza e pasando el agua al solar de la rueda o molino) que, para entenderla, es imprescindible cotejarla con el texto correspondiente del Fuera de Vizcaya (Título XXIV, ley IV), mucho más detallado:

y algunos echan bidigazas en los rios y arroyos que passan por los tales exidos, y ponen assimesmo abeurreas (que son señal de Casa) para poner en aquel lugar do aquellas señales echan pressa de herrería o molino o rueda o la tal casilla, para edificar ende ferreria, o molino o rueda.

Son dos, pues, las señales colocadas: unas, – las vidigazas -, dentro de la corriente para señalar donde se edificará la prensa; otras, – las abeurreas -, en el lugar donde se piensa levantar la casa. El fuero de Ayala omite las segundas. Mi ignorancia del vascuence no me permite identificar los objetos así designados, y no puedo menos que observar que esa identificación no resulta tampoco fácil para expertos de dicha lengua. Supongo que las abeurreas serán una suerte de estacas para deslindar el solar en el que se pretende edificar en tierra firme, entre río y canal. En cuanto a la vidigaza, no estoy en condiciones de dudar de su identificación con la Clematis vitalba, pero su utilización “para hacer señales” me resulta algo difícil, teniendo en cuenta que debe mantenerse visible durante un tiempo largo dentro del agua “(año y día”). Aún si se trenza, tendrá que beneficiarse de un soporte fijo para que no se la lleve la corriente, lo cual se asemeja mucho a una prensa momentánea, cosa que no permite la ley. Por consiguiente, me quedo con la duda.

 

Bibliografía

– Rucquoi, Aline, “Molinos et aceñas au coeur de la Castille septentrionale (xiexve siècles)”, Les Espagnes médiévales. Aspects économiques et sociaux, Mélanges offerts à Jean Gautier Dalché, Annales de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines, n° 46, Nice, Les Belles Lettres, p. 104-122.

– Sáenz de Santa María, Antonio, “Alrededor del capítulo xxxiv del Fuero de Ayala”, Kultura. Cuadernos de Cultura, n° 9 (1986), p. 57-63.

– Uriarte Lebario, Luis María de El Fuero de Ayala, Diputación foral de Alava, 1974. Tesis de 1911, edición en el VI Centenario del Fuero de Ayala, con Introducción de D. Antonio María de Uriol y Urquijo, Presidente del Consejo de Estado.

– Villacorta Macho, Ma Consuelo de, González Díaz, Emiliano, Dacosta, Arsenio, Díaz de Durana, José Ramón, El Fuero de Ayala. Edición crítica y estudio del texto foral de 1373, el Aumento de 1469 y la Proscripción de 1487, Gijón, ediciones Trea, 2023.

 

Quedar en agua de borrajas

Quedar en agua de borrajas

En castellano se da un fenómeno en apariencia similar al de “Faire flèche de tout bois”, que analizo bajo la pestaña “curiosités langagières et autres” de esta página: la sustitución de una palabra por otra dentro de una locución y el consiguiente abandono de la primera versión en beneficio de la segunda.

La locución primitiva se conserva bajo la forma volverse agua de cerrajas en el Diccionario fraseológico español-francés y francés-español de Antonio Rotondo, 1841, el cual proporciona además el equivalente francés, que sigue siendo vigente hoy: “s’aller en eau de boudin”. La Enciclopedia del idioma de Martín Alonso, s.v. cerrajas, se limita a explicitar la expresión “agua de cerrajas” (“cosa sin importancia”), mientras que María Moliner reproduce la locución entera, s.v. 2 agua: “quedar una cosa en agua de cerrajas”. No resultar nada de ella en definitiva”.

En contraste con esa relativa profusión de referencias bibliográficas relativas a la formulación con cerrajas, la que es de uso corriente hoy, “quedarse en agua de borrajas”, está apenas repertoriada. No aparece en Autoridades, tampoco en en el Diccionario fraseológico, en el Martín Alonso, ni en el María Moliner. El Corominas dedica una entrada a borraja, pero sin citar la locución. Por fin, el Diccionario de la Real Academia recoge las dos formas, remitiendo a agua de borrajas la segunda acepción de agua de cerrajas (“2. f. agua de borrajas”).

Por consiguiente, la locución actual, quedar en agua de borrajas, a pesar de su amplio uso y de la desaparición total de la anterior versión, sigue sufriendo una competencia inaudita por parte de aquella entre los dialectólogos, que equivale a relegar la fuerza del uso a un segundo plano frente a ciertas consideraciones históricas.

La diferencia entre una y otra versión consiste en la sustitución de una sola palabra, “cerrajas” por “borrajas”, procedimiento menos complejo que el del ejemplo fancés citado más arriba, en el que la sustitución de “flèche” por “feu” impacta a todo el sintagma al modificar el valor preciso del verbal “faire” (“faire du feu” no es lo mismo que “faire feu”, menos aún que “faire flèche”).

En este caso interviene también la similitud fonética entre ambos términos, que solo se diferencian por la articulación inicial, (“-bo-“ por “ce-), lo que induce a pensar que el Sonchus oleraceus (cerraja) ha dejado de ser una planta familiar mientras que el Borrago officinalis (borraja) adquirió ese estatuto o lo mantuvo más adelante.

La explicación fonética y botánica debe completarse con otra, semántica, en la medida en que se define esa agua de cocción de las dos plantas mencionadas como de nulo efecto. Esa interpretación negativa contrasta con las virtudes que la farmacopea tradicional les atribuye. Ambas son comestibles, crudas o cocidas, la cerraja contiene vitaminas A, D y E, y la borraja es sudorífica (Villena, Arte cisoria), características todas ellas que no merecen que se les desprecie tanto.

Sin embargo, no cabe la menor duda de que las dos locuciones coinciden en esa apreciación poco halagüeña. Quizás la clave esté en el equivalente francés, “eau de boudin”, es decir el agua dentro de la que las morcillas han cocido y se suele tirar después del uso. Es el más ínfimo producto de la matanza, que tantos deleites ofrece por otra parte. Si bien recuerdo, por haber presenciado a menudo en mi niñez esa ceremonia, el jugo de la cocción de las morcillas ni tiene sabor, ni siquiera color.

¿Qué relación tiene el agua donde se ha hervido la cerraja o la borraja con la de la morcilla? Opino que no es tanto la sustancia como el sabor y el color, lo que es suficiente para denegar cualquier valor a ese derivado de la fiesta cerdil.

 

Coloquio Escritura y ejemplaridad en la literatura española medieval

Quien calla dice mucho. Drama crítico

 

Coloquio Escritura y ejemplaridad en la literatura española medieval

Casa de Velázquez, Madrid, 28 de febrero de 1978

 

Tuve la suerte de poder pasar tres cursos (1976-1979) como becario en la Casa de Velázquez de Madrid. Los aproveché para preparar mi primera edición del Rimado de Palacio y redactar gran parte de la Tesis sobre Pedro López de Ayala, que leería en junio de 1980.

A petición del Director de la Casa de Velázquez, me tocó organizar un acto, entre coloquio y mesa redonda, sobre un tema de mi elección. Después de consultarlo con Madeleine Pardo, opté por el que encabeza este documento, porque era una vía de investigación que compartíamos, ella y yo. Debo confesar que el tema era lo de menos. Importaba más reunir el mejor elenco posible de medievalistas españoles y algunos extranjeros con el fin de lucir la política cultural de la institución. No resultaba nada fácil limitar las intervenciones a cuatro y que la suma de ellas ofreciera una exposición, si bien no exhaustiva, por lo menos bastante completa de la temática elegida. Además, yo carecía de un conocimiento suficiente de las relaciones personales e intelectuales que mantenían las personalidades invitadas para poder ahorrarme algún incidente previsible. Por fin, las circunstancias no me eran del todo favorables, porque esa tarea inesperada me alejaba de otras imprescindibles, entre otras la de reanudar el trabajo de mi Tesis, que había quedado algo arrinconado a consecuencia de la preparación de la edición, que estaba a punto de publicarse en la editorial Gredos. Así y todo, no tuve más remedio que cargar con ese compromiso.

Esa experiencia me dejó un recuerdo mitigado. Entre los buenos, apunto el haber disfrutado de la presencia de excelentes colegas, españoles y extranjeros, y el haber iniciado una amistad con Keith Whinnom, que se concretó con una residencia de un mes en la Universidad de Exeter en febrero de 1981 (allí me pilló el Tejerazo). Hubo momentos más conflictivos, siendo el principal la reacción de Daniel Devoto ante lo que le pareció una falta de respeto hacia él, que se prolongó algún tiempo y dio lugar a un una mise au point de su parte. Lo que pudo transformarse en un conflicto no pasó de un enfado del que nuestras relaciones futuras adolecieron ciertamente, pero sin mayores consecuencias.

Reproduzco aquí los documentos centrándome en los intercambios que tuve con el Profesor Devoto.

Agradezco a mi amigo Juan Miguel Valero la revisión de estos textos y los oportunos comentarios que de ellos ha hecho.

NB. El resumen de las ponencias de P. Heugas-Lacoste, K. Whinnom y la de M. Pardo y mía fueron publicadas en los Mélanges de la Casa de Velázquez, tome 15, 1979, págs. 582-593, 594-601 y 602-604.

 

Primera circular que dirigí a Daniel Devoto, Paul Zumthor y Pierre Heugas-Lacoste, con fecha del 17 de diciembre de 1977

 

Monsieur le Directeur de la Casa de Velázquez m’a proposé d’organiser un colloque sur un sujet de littérature de mon choix. En accord avec mes deux camarades hispanistes de la Casa [Jean-Michel Lasperas y François Etienvre], j’ai choisi le sujet suivant : Écriture et exemplarité. Nous entendons par là, à la fois la fonction exemplaire de la littérature médiévale (ou d’une certaine littérature médiévale) et aussi, et j’oserai dire surtout, les principes et les techniques d’écritures qui débouchent sur cette exemplarité. Nous souhaiterions que cette journée fût l’occasion d’une réflexion théorique et méthodologique sur cet aspect de la littérature médiévale, et nous ferons notre possible pour que les résultats de cette réflexion collective soient publiés afin de servir, même modestement, à l’avancement de la recherche dans ce domaine.

Pour plus d’efficacité, nous avons voulu limiter le nombre d’intervenants : trois ou quatre chercheurs résidant hors d’Espagne seulement, mais dont le prestige et la qualité des travaux puissent contribuer de manière décisive à la réussite de cette journée. C’est pourquoi nous faisons appel à vous, car nous avons été vos élèves ou vos lecteurs passionnés. Nous serions très heureux si vous acceptiez notre invitation. Pour l’instant, nous ne vous demandons qu’un accord de principe.

Le colloque aurait lieu entre le 22 et le 25 février prochains [1978]. Il se tiendra à la Casa de Velázquez où vous serez hébergé. Pour les autres conditions pratiques, l’administration de cet établissement vous les communiquera un peu plus tard, vraisemblablement par mon truchement. Feront l’objet d’une invitation : Paul Zumthor, s’il est en Europe en ce moment-là ; Pierre Heugas-Lacoste ; un collègue britannique non encore désigné [Keith Whinnom] ; enfin de nombreux chercheurs espagnols. Si vous jugez que quelqu’un d’autre doive être invité, n’hésitez pas à nous le signaler : nous vous en serons très reconnaissant.

Bien entendu, vous aurez toute liberté de choisir la nature de votre intervention : exposé théorique, commentaire d’une œuvre précise, ou simplement participation à la table-ronde.

Étant donné la brièveté des délais qui nous sont imposés, je vous serais infiniment reconnaissant de bien vouloir m’adresser une réponse rapide.

En espérant qu’elle sera positive, je vous adresse, au nom de mes camarades et en mon nom propre, nos plus respectueuses salutations,

Michel Garcia.

 

Respuesta de Daniel Devoto:

Ciboure, le 30 décembre 1977

Cher Collègue,

C’est avec grand plaisir que j’accepte votre aimable invitation. Pour le moment, je pense être un écouteur attentif, participant surtout à la table-ronde ; si toutefois vous croyez qu’un commentaire de texte aurait quelque intérêt – je veux dire le commentaire d’un texte précis – dites-le moi, et je tâcherais de m’en charger (le conditionnel ne vise que la distance qui me sépare de la BNP [Bibliothèque Nationale de Paris]).

Dans l’attente de vos nouvelles, recevez mes salutations « cordialissimes »

Daniel Devoto

PS. Votre lettre du 17 n’est arrivée qu’hier. Je vous expédie celle-ci par exprès. Valete.

 

Segunda circular a cada participante

Reproduzco la que dirigí a Daniel Devoto

Le 19 janvier 1978

Mon cher collègue,

Je vous confirme la tenue du colloque, mais la date en a été légèrement retardée pour des raisons pratiques. Le colloque est définitivement fixé au mardi 28 février.

Lors de notre prochaine correspondance (qui sera la dernière), nous vous enverrons la circulaire contenant le programme précis de cette journée. Pour ce qui est des questions pratiques, elles vous seront précisées aussi à ce moment-là. Je peux cependant vous annoncer d’ores et déjà que votre billet vous sera remboursé ici-même (gardez-le bien sur vous) et que vous serez hébergé (logement et repas) pendant votre séjour. Nous vous accueillerons à la gare si vous voulez bien nous indiquer l’heure de votre arrivée.

Étant donné que nous allons « théoriser » le plus possible, pour tirer le profit maximum de cette simple journée de travail, il n’est peut-être pas nécessaire que vous vous déplaciez à la BN de Paris. Nous comptons sur votre grande érudition pour donner corps à la réflexion collective. Je suis d’avis que les interventions en forme d’exposés soient peu nombreuses, afin de laisser du temps à la discussion. Pierre Heugas-Lacoste fera un exposé général sur Berceo. Je souhaiterais qu’un chercheur espagnol intervienne aussi. Enfin, j’essaierai, dans le courant de l’après-midi, d’exposer une « théorie » sur le sujet, en tenant compte de ce qui aura été dit jusque-là.

Outre Heugas et vous, a accepté de venir le professeur de l’Université d’Exeter, Keith Whinnom. P. Zumthor, malheureusement, est bloqué au Canada. Quant aux espagnols, nous aimerions avoir Alberto Blecua et Francisco López Estrada, lesquels se chargeraient, en outre, de battre le rappel de leurs compatriotes médiévistes.

Je posterai la prochaine lettre de France, le 13 ou le 14 février, pour qu’elle vous parvienne au plus vite.

Nous nous faisons une joie de vous avoir parmi nous bientôt. Je profite de l’occasion pour vous présenter mes meilleurs vœux pour 1978 et je vous adresse mes plus cordiales salutations.

Michel Garcia.

PS. Pierre Heugas me fait remarquer que l’indication des dates initialement prévues prêtait à confusion :je vous précise donc que le colloque ne durera qu’une journée, en l’occurrence celle du 28 février.

 

Los colegas españoles que honraron la invitación, algunos de ellos al inicio de una brillante carrera, fueron: Rafael Lapesa, Francisco López Estrada, Diego Catalán, Francisco Rico, José Fradejas Lebrero, Jaime Moll, Isabel Uría, Nicasio Salvador Miguel, Domingo Yndurain, Pedro Cátedra, Alfonso Rey, Amancio Labandeira, Víctor Infantes (José Caso González y Alberto Blecua no pudieron venir).

Teniendo en cuenta las respuestas de cada ponente invitado, el programa de la jornada quedó fijado como sigue:

 

Mañana

Moderador: Daniel Devoto

Pierre Heugas-Lacoste, “Estrofas iniciales y estrofas finales en los Milagros de Nuestra Señora

Michel Garcia: “La investigación francesa sobre el tema”

 

Tarde

Moderador: Francisco López Estrada

Keith Whinnom, “La investigación británica sobre el tema”

Francisco Rico, “Escritura y ejemplaridad del yo medieval”

 

Balance provisional: Apuntes para una teoría de la ejemplaridad en la escritura medieval a cargo de M. Garcia.

 

Por la razón que fuera y que me cuesta trabajo explicar hoy precisamente, más de 40 años después, – cansancio mío y de la asistencia por una sesión de la tarde más larga de lo previsto, derrumbe psicológico de mi parte (me sentí cohibido ante el derroche de erudición que caracterizó varias de las intervenciones en el coloquio) – renuncié a presentar el balance final. Sin duda contaba con la grabación de las intervenciones para publicarlas en los Mélanges, lo que me parecía más útil que resumir malamente lo que se había dicho a los que lo habían oído. No podía sospechar que un fallo técnico tendría como consecuencia que se perdieran las grabaciones. El hecho es que el final fallido deslució bastante el acto, de lo que siempre me arrepentí [algo de ello comento en la carta que dirigí el 11 de marzo a Madeleine Pardo y que reproduzco aquí por ese motivo].

Al que peor le sentó, fue a Daniel Devoto. Se sintió frustrado por el modesto protagonismo que le había correspondido a lo largo del día y quiso compensarlo con un texto titulado “Justificación de un silencio”. Conservo una copia dactilografiada y corregida a mano por D. Devoto, que reproduzco al final de este dossier, precedida de las cartas que intercambiamos él y yo, más una del Director de la Casa. Más allá del tono polémico, incluso agresivo, que usa D. Devoto y que proporciona una idea bastante exacta de su carácter y del alto concepto que se hacía de su misión de crítico, merece la pena no perderse esta muestra de su erudición. Sin embargo, conviene señalar que la parte expositiva de su texto (la segunda) dista mucho de estar inspirada directamente en el coloquio. Se trata, en realidad, de un capítulo de la Tesis que estaba a punto de leer en la Sorbona y que nos ofrece aquí como primicia sin decirlo. Recuerdo que, durante la lectura de la Tesis (a principios del año 1980), citó e incluso cantó el “je chante pour moi-même, je chante pour moi-même” de la Carmen de Bizet que menciona ahí.

 

Carta a Madeleine Pardo

11 mars 1978

Chère Madame,

Je vous adresse ci-joint le support de mon intervention lors du colloque qui s’est tenu à la Casa de Velázquez le 28 février, et qui avait occasionné notre rencontre, lors de mon dernier séjour à Paris.

Le premier schéma correspond à la conversation que nous avions eue. Disons qu’il exprime ce que j’en ai retenu. J’espère ne pas y avoir trop trahi votre pensée, même si je ne doute pas que son caractère excessivement escueto, surtout dans les références aux textes, risque de vous décevoir. C’est pour remédier à ce défaut que je vous l’adresse en vue de sa publication dans les Mélanges. Je tiens à vous préciser qu’il n’y a aucun inconvénient à ce que cette publication soit sensiblement différente de ce que j’ai effectivement dit lors de ce colloque. Une publication, à laquelle, qui plus est, votre nom sera associé, ne doit pas être le reflet exact de ce qu’aura dit votre porte-parole peu inspiré à des interlocuteurs qui, de toute façon, n’auront conservé qu’un vague souvenir de ce qu’ils auront effectivement entendu. N’hésitez donc pas à sabrer et à amplifier à votre guise : ces deux pages de moi ne sont qu’une ébauche, qu’une cire qui attend votre empreinte (voilà que je donne dans le lyrisme !).

Les deux autres pages sont le fruit de ma propre élucubration, en partie, je l’avoue, nourrie par notre discussion. J’aimerais, si cela ne vous ennuie pas, que vous me donniez votre avis et vos conseils pour l’améliorer. Le tout est plutôt décousu, mais j’avais conçu ces notes comme un point de départ pour une discussion. De discussion, il y en eut, mais pas dans le sens que nous espérions. Nos amis espagnols, – et il y avait là pratiquement la plana mayor du médiévisme hispanique -, répugnent à théoriser. Je les soupçonne d’être tellement érudits dans leur discipline qu’ils ont du mal à raisonner autrement que par analogie (comme les auteurs d’exempla) ou par référence à des œuvres antérieures susceptibles d’avoir fourni une source à tel auteur.

Inutile de vous dire quelle dure épreuve j’ai passée devant cet étalage de science, qui me faisait mesurer par contraste et paradoxalement mon incommensurable ignorance. Au point que j’ai rengainé plusieurs interventions, parce qu’elles se référaient à un nombre d’œuvres ridiculement restreint. On a cité ce jour-là plusieurs dizaines de titres de la littérature médiévale : latines, castillanes, françaises… Et moi qui avais en plus des préoccupations de maîtresse de maison (a-t-on prévu assez de déjeuners pour tous ces invités ; comment les asseoir à table pour le dîner ; untel saluera-t-il untel alors qu’ils défendent des conceptions critiques apparemment irréductibles ? ; l’horaire sera-t-il respecté ; penser à réserver une place près du président de séance à telle autorité, à qui, de surcroît, il conviendra de donner la parole de façon à le mettre en évidence, comme l’exige sa grande notoriété, l’épreuve a été rude et j’avais bien raison de m’y être refusé jusque-là.

Enfin, comme ces personnalités ont manifesté le souhait de se retrouver l’an prochain pour renouveler l’expérience, le bilan n’est, tout compte fait, pas été trop négatif.

Je compte sur vous pour m’aider à accomplir le dernier acte de ce colloque, qui consiste en la publication des textes. Je vous en remercie d’avance.

Bien cordialement à vous,

Michel Garcia

 

Correspondencia con Daniel Devoto

 

Ciboure, 3 de abril de 1978

Mi estimado colega,

La impresión de que nuestro coloquio no llegó a conclusión alguna me preocupa y me pesa desde hace bastante tiempo. Si no me equivoco, las ponencias y su discusión aparecerán en Mélanges de la Casa deVelázquez el año próximo. ¿Qué opina Usted de un comentario sobre el desarrollo del coloquio, y sobre las posibles razones del “punto muerto” en que se interrumpió? Si a Usted le parece conveniente, yo podría encargarme de redactarlo (más aún: me parece obligatorio, para mí, el redactarlo; su publicación, como corolario del relato del propio coloquio, o independientemente, podrá discutirse; pero la necesidad, para mí, de aclararlo, me parece obligatoria).

Usted me dirá su opinión sobre esto. Reciba, con mis mejores recuerdos por la cordial recepción, mis amistosos saludos.

Daniel Devoto

 

Madrid, 13 avril 1978

Cher Monsieur,

L’intérêt que vous portez à notre colloque du 28 février et à la publication qui va en résulter me touche profondément.

Je n’ai pas encore eu l’occasion de m’entretenir du contenu exact de ce qui serait publié dans les Mélanges avec les responsables de la publication, c’est-à-dire monsieur le Directeur et monsieur le Secrétaire Général. Je comptais leur proposer la reproduction des exposés, du moins de ceux qui me parviendraient à temps, ainsi que des points les plus intéressants de la discussion.

Je suis prêt, bien entendu, à proposer aussi la publication de votre commentaire, qui ajoutera une dimension critique indispensable au compte rendu d’une réunion de réflexion. Simplement, je crois qu’il serait bon que vous m’envoyiez un résumé de votre texte afin de permettre aux responsables de la publication d’avoir une idée de son étendue.

Je vous renouvelle mes remerciements pour cette manifestation d’intérêt et vous prie d’agréer, cher Monsieur, l’expression de mes sentiments respectueux.

Michel Garcia

 

Ciboure, 8 de mayo de 1978

Mi estimado colega:

Lo que me propongo redactar, a propósito del coloquio del 28 de febrero pasado, es una serie de pequeñas reflexiones, basadas en que la peculiar especialización filológica y literaria de la mayoría de los participantes (a diferencia de los grandes maestros de la filología del siglo pasado, que concedían a la literatura llamada “popular” una diligente atención), que les impide considerar la narrativa medieval con una óptica apropiada. Consideraría en particular la ponencia de Francisco Rico, y daría por último algunos ejemplos de temas narrativos antiquísimos adoptados por la literatura actual, especialmente en Francia (Camus, Jouhandeau, Gide, Cocteau – con una carta inédita -, etc.)

Debo confesarle que mi posición, frente a la discusión de la tarde, es francamente adversa (y de ahí mi silencio: me pareció inútil predicar contra el refrán: “on ne prêche qu’aux convers” [léase “convertís” NdE]. Pero creo también que es útil que mi disensión aparezca junto con los otros textos relativos al coloquio, de modo que no pueda decirse que he sacado fuera de casa lo que debió de lavarse en ella.

Reciba Usted, con esta declaración enteramente franca, el muy cordial saludo de

Daniel Devoto

 

Madrid, le 31 mai 1978

Cher Monsieur,

Monsieur le Directeur de la Casa de Velázquez m’a donné son plein accord pour la publication de votre texte dans les Mélanges, en même temps que les autres exposés du colloque de Littérature médiévale. Il m’a chargé de vous dire seulement qu’il conviendrait que vous limitiez votre contribution à 15 pages dactylographiées à double interligne : les Mélanges devront, en effet, publier un colloque d’Histoire dans le même numéro.

Je vous serais reconnaissant de bien vouloir me faire parvenir votre texte au-début du premier trimestre de la prochaine année universitaire et, de toute façon, avant le mois de décembre.

J’ai hâte de lire votre communication.

Je vous prie d’agréer, cher Monsieur, l’expression de mes sentiments respectueux.

Michel Garcia

 

Madrid, le 13 décembre 1978

Cher Monsieur,

Nous avons bien reçu votre participation au colloque « Écriture et exemplarité dans la littérature espagnole médiévale », et nous vous en remercions.

Cependant, nous ne pouvons la publier telle quelle dans les Mélanges de la Casa de Velázquez. Et ce, pour plusieurs raisons.

Tout d’abord nous publions en français, aussi nous vous serions reconnaissants de nous remettre une version française. Par ailleurs, pour des raisons matérielles, nous ne publierons pas la discussion du colloque (d’une part l’enregistrement de l’après-midi est inaudible, d’autre part nous devons, faute de crédits suffisants, réduire le plus possible les Mélanges). Ne publiant aucune des interventions, nous ne pouvons par courtoisie envers les autres participants, publier l’intervention différée de quelqu’un qui s’est tu.

Aussi, nous vous proposons de faire apparaître votre contribution sous la forme d’une communication, en y donnant un titre à caractère scientifique et en réduisant largement le début – en gros les quatre premières pages – qui a un ton très polémique, étranger à notre publication. En tant que responsable de la rédaction, nous ne pouvons entrer dans un débat qui n’a pas eu lieu sur place et que nous ne pouvons lancer en raison du délai annuel qui sépare deux numéros de notre revue. En revanche, nous souhaitons que, sur le plan scientifique, chacun puisse exprimer son point de vue et ainsi avoir l’honneur de vous compter parmi nos collaborateurs.

En espérant que vous voudrez bien revoir votre texte et nous retourner la version définitive le plus rapidement possible, je vous prie d’agréer, cher Monsieur, l’assurance de mes sentiments cordialement dévoués.

Bernard Vincent [Secrétaire général de la Casa de Velázquez]

 

Ciboure, le 18 janvier 1979

J’ai trouvé, à mon retour d’Espagne, votre aimable lettre du 13 décembre dernier. Je comprends parfaitement votre attitude en face d’un texte foncièrement incommode, ainsi que le refus de le publier « tel quel ». Je vous prie en revanche de comprendre que je ne veuille guère payer avec le sacrifice de la vérité le plaisir d’être publié par vous. Car en fin de comptes (sic), Monsieur le Secrétaire Général, vous « demandez à quelqu’un qui s’est tu », en toute simplicité, de se taire encore.

Et c’est à propos de cette formule de votre lettre que je me permettrai de vous signaler quelques faits que peut-être vous ignorez (je ne vous ferai pas l’outrage de vous renvoyer à mes travaux, qui montrent que je n’ai pas l’habitude de me taire lorsqu’il s’agit de questions touchant notre discipline scientifique). Mais je ne sais pas si vous savez qu’avant votre arrivée à la Casa de Velázquez, lorsque Monsieur Garcia m’invita à participer à la table ronde qui nous occupe, je lui demandai de me fixer un sujet de son choix pour ma ponencia, sachant – permettez-moi cette suffisance – que j’aurais quelque chose à dire sur n’importe quel aspect du sujet imposé. Monsieur Garcia me suggéra de « me taire » en refusant ma participation personnelle et en me confiant (ou en me confinant dans ?) le rôle neutre de moderador. En outre, entre la liste d’orateurs qu’on me communiqua et la composition définitive de la table ronde, postérieure à l’acceptation, il y avait de sensibles différences, en noms comme en qualités. « Todo esto, dicho en la reunión, etc. » J’avais, non seulement des raisons personnelles pour ne pas intervenir dans la séance de l’après-midi, mais encore des raisons scientifiques de me taire pour ne pas changer le cours d’un entretien que je voulais juger objectivement, et dont la valeur a été universellement reconnue comme nulle, même par ceux qui ont le devoir de le défendre.

Je vous prie d’agréer, Monsieur le Secrétaire Général et cher Monsieur, l’assurance de mes sentiments cordialement dévoués.

Daniel Devoto

 

Justificación de un silencio

El título adoptado para la mesa redonda del 28 de febrero de 1978 en la Casa de Velázquez era lo suficiente claro – Escritura y ejemplaridad en la literatura española medieval – y a un tiempo lo bastante elíptico como para permitir una cómoda movilidad a los expositores, y aun tal vez una generosa comodidad en la elección de éstos: latitudes ambas que no quedaron sin aprovechar. La sesión de la mañana ofreció un excelente ejemplo positivo con la contribución de Pierre Heugas sobre los Milagros de Berceo, sin duda lo más sustancial de todo el coloquio. La sesión de la tarde, en cambio – salvando la comunicación relativa a “La investigación británica sobre el tema”, presentada por el profesor Keith Whinnom – no ilustró particularmente ninguno de los problemas explícitos o implícitos en el título de la reunión. La pieza oratoria principal – a juzgar por el tiempo que se le concedía: más del doble de lo otorgado al profesor Whinnom – corría a cargo del profesor Francisco Rico; cerraba el acto un “Balance provisional: apuntes para una teoría de la ejemplaridad en la escritura medieval”, seguido como todas las demás comunicaciones, de una “discusión”, pertinente o im-.

Fuerza fue confesar que ningún balance ni conclusión, siquiera provisionales, pudieron establecerse. Las razones para ello eran múltiples: quizás la más aparente fuera la falta de un cuadro cabal de trabajo, como consecuencia de la latitud (o laxitud) del título general. Nadie definió lo que se entendía por “ejemplaridad” – voz todavía más controvertible que su compañera “escritura” – y más de una exposición o acotación permitió sospechar que estos términos cobraban valores semánticos diferentes según los varios interlocutores. Una razón hay empero que se me parece como más terminante todavía, aunque parezca solamente la exasperada amplificación de la que precede: y es la total, o la casi total falta de especialización de no pocos participantes a la reunión, sin excluir a los más notorios. Entendámonos bien: la mesa redonda acogió una junta de distinguidos filólogos, en su mayoría profesores de literatura, y cabalmente informados de todos los problemas literarios y filológicos concernientes a la “literatura española medieval” y “su escritura”. Lo que no resultaba evidente eran sus competencias en lo tocante a la “ejemplaridad”, que no fue ni es un hecho de pura y simple “escritura” literaria, y que ni siquiera es un fenómeno simple y puramente medieval. La claridad con que esta situación se me presentaba decidió mi voluntaria abstención en la sesión de la tarde, cumplidos ya los gratos deberes que la distinción que se me otorgó y la cortesía de la recepción exigían. Pero me parecería indigno e la confianza que en mí depositaron los organizadores el renunciar al examen de las razones que motivaron el funcionamiento adverso de la reunión, y a exponer algunos ejemplos que considero aclaradores.

Volviendo al planteo precedente – necesidad de una particular competencia en materia de literaturas no escritas –, es indudable que los grandes maestros de la Filología Románica que ilustraron el siglo pasado tenían de la literatura medieval y sus problemas una visión mucho más amplia y rica que la nuestra. Basta recorrer los índices de sus revistas (Romania, Zeischrift für romanische Philologie, o sus homólogas italianas) para apreciar, junto a la descripción de manuscritos, los problemas etimológicos y los variados estudios sobre diferentes problemas literarios, la importancia concedida a la tradición oral contemporánea, y la riqueza de hipertonos que esta actitud agregaba a sus trabajos sobre la narrativa medieval. Mientras que hoy, por ejemplo, la Revista de Filología Española delega o relega a la Revista de dialectología y tradiciones populares casi todo lo concerniente al campo folklórico, Gaston Paris trataba con idéntico escrúpulo tanto a la vieja historia poética de Carlomagno como la reciente historia poética de Pulgarcito, porque las dos participaban, para él, de ambos terrenos, literario y folclórico. Milá y Fontanals mantenía, al ocuparse del romancero tradicional catalán o del canto de la Sibila, la misma categoría de cuidadoso precursor que luce en sus trabajos sobre la pura ‘escritura medieval”. No todo lo que en esta materia nos dejaron esos maestros es hoy entera y totalmente válido (que así sucede con toda labor humana), pero lo que interesa reconocer es que, cuando se escribieron, sus trabajos estaban al tanto de cuanto más adelantado se hacía en los dos campos tratados, ya en materia de literatura medieval, ya en lo referente al estudio de la tradición. Desdichadamente, los que vinieron después no conservaron idéntico dominio sobre ambos campos; y los que reconocen (y son los menos) el interés de la materia tradicional para los estudios literarios, van perdiendo paulatinamente contacto con los especialistas del folklore, y mantienen todo lo más – en lo relativo a esta disciplina – conceptos y formas de trabajo heredadas de sus maestros en literatura y filología, desentendiéndose de la inmensa labor realizada a ambos lados del Atlántico sobre el campo de la tradición oral.

Tomemos como ejemplo el caso del indiscutido maestro de la filología española, Don Ramón Menéndez Pidal: ni en su discurso sobre El Condenado por Desconfiado, ni en las sucesivas y reiteradas adiciones que lo prolongan, va más allá de Paul Meyer ni atiende del todo los trabajos de Köhler, Simrock, Gaster, Gerould y sus sucesores (y nombro solamente a los que él nombra): con los auxilios que él desatiende, ha sido posible ofrecer un cuadro algo más completo que el suyo de ese preciso tema narrativo tradicional. Y lo que vale para el maestro vale también para sus continuadores: Diego Catalán, al tratar de romances tradicionales, tiene que explicar, para hacerse entender, su nomenclatura familiar (véase en el Bulletin Hispanique, 61 (1959), pág. 150, la nota 3 de una veintena de líneas), reconociendo además que su terminología está lejos de ser terminante: “Naturalmente es imposible establecer una división tajante entre motivos y variaciones”; naturalmente que ello es imposible, si damos a estas voces el sentido que les da él, pero está lejos de serlo si seguimos las denominaciones universalmente aceptadas; y no se censura el hecho de presentar una risueña originalidad, sino el de ignorar (o postergar, que sería peor) un vocabulario técnico establecido, porque con ese vocabulario se eclipsa también el saber que lo ha codificado. ¿Qué pensaríamos de un médico o de un ingeniero que tuviera que traducir a sus colegas sus personales términos de anatomía o de matemáticas? Los ejemplos de esta impermeabilidad frente al hecho tradicional podrían multiplicarse: hace algunos años Bruce Wardropper se interrogaba sobre la canción “Las puentes se han caído”, utilizada por Ledesma, sin vincularla – siquiera en recuerdo del “London Bridge is falling down” – con la larga teoría de sacrificios propiciatorios de la construcción que perpetúan los juegos y las canciones populares, ya más que satisfactoriamente estudiados. El mismo descuido por el ámbito tradicional lleva a estudios tan poco “ejemplares” como el infortunado de Georges Cirot sobre “L’Hirondelle et les petits oiseaux dans El Conde Lucanor” (BHi, 33 (1931), 140-143) o el desdichadísimo de Armand Llinarès sobre “Deux versions médiévales espagnoles de La laitière et le pot au lait (RLC, 33 (1959), 230-234); y hasta un cervantista diplomado como Avalle-Arce ignora, en su más asediado como en la novela pastoril, la contribución de una superstición difundidísima. Pero tan peligrosa como la ignorancia de la materia tradicional es una aproximación insuficiente: en esta misma publicación (t. VIII,

[las diez líneas finales de la página no han sido captadas por la fotocopiadora]

[Itinéraire du conte mé]diéval de Rameline Marsan, “que comenzando por una introducción histórica y cultural, pasa al estudio de las obras y de los autores, y después, en forma muy útil, de los temas”. El libro de la Srta. Marsan es un solo disparate de setecientas páginas de largo, que sobre ignorar todo lo referente al estudio de la narrativa, ignora cuanto puede ignorarse de la literatura española y universal: para atenernos a algo de lo “histórico y cultural”, Berceo va bajando en él del siglo XIII para preceder, en el XI, al Poema del Cid (págs.138 n. 11, 156, 323, 669 y 681: dataciones todas diferentes); como la autora no sabe muy bien quién fue el profeta Daniel, lo coloca por dos veces “dans la fournaise” donde nunca estuvo, y, naturalmente, su conocida actuación en el “caso” de la casta Susana se convierte para ella en un relato árabe “aux origines certaines (!!!), bien hispanisé, en accord avec la réglementation fixée par le Fuero de Jaca “y no por el Deuteronomio (págs. 315, 546 y 562). Baste ahora con estos exempla, aunque me han sido necesarios media docena de páginas del BHi para ventilar tan sólo lo más gordo. Si este es uno de los dos “estudios fundamentales” sobre la narrativa medieval aparecidos últimamente, y si trata “en forma muy útil de los temas”, debe agradecerse al profesor López Estrada el caritativo silencio que guarda sobre el otro “estudio fundamental”; pero su juicio sobre éste permite abrigar cierta inquietud sobre su capacidad para dirigir una discusión centrada en la materia narrativa.

El expositor vespertino, designado por el propio Profesor López Estrada, parecería prometer una promisorísima ponencia, bautizada “Escritura y ejemplaridad del yo medieval”. Debo confesar (y mi situación es también la de muchos otros presentes) que me es imposible resumir la extensa improvisación del profesor Rico: sólo recuerdo que tras manifestar que sólo aportaba unas cuantas notas aisladas “que quizás no escribiría”, trató en seguida de Petrarca (cuyo yo medieval confieso no apreciar suficientemente) para seguir luego con los trovadores (cuya “ejemplaridad” literaria, para mí misteriosa, no se me aclaro en exceso por lo aportado); puedo asegurar además que el orador no explicó ni lo que entendía por “ejemplaridad” y por “yo medieval”, ni en que ese yo medieval se diferenciaba del yo a secas. En realidad, no cabía esperar del ponente ninguna orientación relacionada con el Folklore, disciplina ésta que le es enteramente ajena, como puede verificarlo quien recorra por su contribución al homenaje a Rodríguez Moñino, exposición que debería rondar – y no ronda – por esas regiones del saber. En su totalidad, la disertación del profesor Rico apareció como una fulgurante rapsodia (empleo a sabiendas la voz “fulgurante” en la acepción mitológica que le dan Jung y Kerényi, porque esta condición constituye su única contribución de índole tradicional a la asamblea), rapsodia que ratifica la envidiable versatilidad con que el joven erudito puede consagrarse a “todas las cosas y muchas otras más”, estén o no todas ellas incluidas entre la temática ofrecida al auditor.

Todo esto, dicho en la reunión, hubiera sido improcedente por muchas razones (la primera, mi deuda de cortesía con las autoridades de la Casa de Velázquez), y hubiera cobrado muy probablemente un desagradable matiz personal que no entra en mis intenciones críticas. Escrito ahora, reposadamente, es solo la opinión de un investigador sobre la labor de otros investigadores, y se la expone afrontando el riesgo de que sea invalidada por opiniones contrarias, también debidamente fundamentadas. Dicho eso, pasemos a lo que podría ser la contribución de mi experiencia a un debate sobre esta temática.

Con alguna intención cerré mi actuación de la mañana emparejando un recuerdo de infancia (el de un relato hecho por una prima de mi padre) con la lectura reciente de un relato ejemplar idéntico: “Pouilloux”, de Marcel Jouhandeau. La historia es conocidísima (baste citar el artículo de E. von Richthofen sobre los cuentecillos intercalados en el Corbacho de Alfonso Martínez de Toledo, aparecido en el Zeischrift für romanische Philologie, 61 (1941), 417-537; las páginas 18-21 y 423 de Les fabliaux de Bédier; el estudio de Giulio Bertoni “Il fabliau detto du pré tondu, en ZRPh 34 (1912), 488-489; el vocabulario de Correas, etc.). En mis dos versiones (una oral, de procedencia italiana; la otra francesa, y más que literaria), ambas idénticas entre sí, y diferenciadas de las versiones españolas más difundidas (véase ahora los textos reunidos por Maxime Chevalier, Cuentecillos tradicionales en la España del Siglo de Oro, págs. 195-198, y Folklore y Literatura: el cuento oral en el Siglo de Oro, pág. 135), el rasgo sobresaliente era la intervención del narrador – directa en el caso oral, en esguince en la versión escrita –: mi pariente la daba como algo sucedido en su tierra natal, cerca de Génova, y Jouhandeau la introduce en Chaminadour II, donde se acusa de haberse contentado con “noter le sujet des fabliaux qu’un autre écrira” (¡nada menos!) entre “la foule des petits faits” que dan realidad literaria a su aldea nativa. Los dos narradores se acogen, en grado diverso, a esa “ley de egocentrismo” folklórica, codificada hace cerca de un siglo, válida para el “yo medieval” (aunque se lo ignore) y para el yo del siglo XX, por la cual el que cuenta se presenta a sí mismo como el héroe o por lo menos como el testigo del hecho tradicional que refiere, y que opera no solo en los exempla medievales, sino en todas las épocas de la historia literaria. Tenemos un ejemplo excelente y reciente: el estudio, por mi maestro Marcel Bataillon, de la actividad de “Erasmo, cuentista”. En su Convivium fabulosum, se narran diversas historietas, “todas las cuales se refieren a la experiencia inmediata, reciente”: la del ladrón de Amberes, la del nabo ofrecido a Luis XI. Pertenecen todas al tipo de narración que “Diderot llamará históricas” por su “forma autobiográfica”, por su “historización”. En una de las menos conocidas, Luis XI recompensa con cuarenta ducados a un servidor que le quita un piojo y castiga al ambicioso que finge repetir el gesto con una pulga, parásito de perros y no de personas. La anotación registra la traducción alemana de esta historieta por Christian Egelnoff – el título de su colección Scherz mit der Wahrheyt (1550) es todo un programa – y busca en los refraneros españoles la explicación de un “aire típicamente folklórico”. Tan típico y tan folklórico es, y tan del “yo contemporáneo”, que la oí, allá por los años treinta, en Buenos Aires y de boca de una criada, Beatriz Videla, y también allí no como “cuento” sino como “sucedido”, localizado en la provincia de la narradora, San Juan, en un campo de institución militar para jóvenes conscriptos; el relato era idéntico, variando solamente lo que certificaba la autenticidad del “yo narrador”: en lugar de Luis XI, “mi teniente”; en vez de “cuarenta ducados”, “tomó cinco pesos”. Todo lo demás, invariado: invariado el relato, invariado el “yo narrador”, aunque allá renacentista y aquí de este siglo cuyano.

La interferencia de la narrativa tradicional con la creación literaria no se limita, pues, a la “escritura” medieval: puedo dar otro testimonio personal de ello. En el primer libro de ficciones de Alonso Zamora Vicente, Smith y Ramírez, figura una versión del relato que podría llamarse “el baile con la muerta”: en una reunión, el héroe se interesa por una de las asistentes, baila con ella repetidamente y la acompaña luego hasta donde ésta le permite hacerlo; al ir a buscarla, al siguiente día, se entera de que su pareja ha fallecido hace tiempo. Dentro de una elaboración muy diferente, el hecho de volver a vivir en y para el baile constituye también la osatura de “Las puertas del cielo” de Julio Cortázar; pero un relato casi idéntico al de Zamora Vicente se recoge entre los recuerdos profesorales de Jouhandeau, y cualquier profesor de literatura, castellana o comparada, podría caer en la tentación de establecer una filiación estrictamente literaria entre el escritor francés y el autor español: yo mismo hubiera podido pensarlo, de no haber estado presente cuando otro colega, el profesor Bruzzi Costas, relató la historia a Zamora Vicente como un hecho que corría entonces por Buenos Aires (para mí, algo mayor que el narrador, que volvía a correr) y que se localizaba exactamente en los alrededores del viejo cementerio de La Recoleta: una vez más el relato, “ejemplar” o no, se presentaba como suceso real y actual, y accedía, por vía oral, al ámbito de lo escrito.

La prescindencia de la dimensión tradicional puede llevar a establecer comparaciones – y aun filiaciones – literariamente irreprochables (a primera vista) pero por lo menos insuficientes, como que soslayan lo más importante: esto es, la naturaleza recurrente del relato, dada por ese “algo” específico que lo fija en la memoria colectiva. Unos pocos ejemplos servirán para ilustrar mejor lo afirmado, es decir, la necesidad de completar el estudio de la narrativa “escrita” o “literaria” por el de la “oral” o “tradicional”, y la utilidad que resulta de esta complementariedad. En su pulidísima y utilísima edición de los Miracles de la Verge Maria (Colección catalana del siglo XIV), Don Pedro Bohigas presenta y anota (Milagro XI) el caso de la mujer más bella de Picardía, que osó comparar su hermosura con la de Nuestra Señora (y eso después de un interrogatorio tradicional similar a la de la madrastra de Blanca Nieves ante su espejo): “Encontinent vench un bufó espaventable, e assigué’s en la cara d’aquela dona, e posà-li la coa en la boca a lo cap el front, e manjà-li tot lo front, e la cara podía-li tant rège[a]ment que nuyl hom no s’hi podía acostar”. ¿Es acaso el valor actual de “bufó” en catalán (“rata que va per l’aygua y fa olor d’almesch. Almizclera, ratón acuátil o de agua”. Pere Labernia y Esteller, Diccionari de la lengua catalana) lo que ha descarriado al Glosario? Lo cierto es que éste da bufo “especie d’animal”. Se trata, sin embargo, de un latinismo indudable, bufo-onis, “sapo”; y tanto es así que el castigo de la dama sin mesura es una pena que procede – como las fórmulas de su hybris – de la narrativa tradicional: el “Undutiful son punished by total clinging to face” es un motivo conocido que lleva el número Q.551.1 en el Motif-Index de Stith Thompson.

Si el recurrir a la tradición folklórica puede iluminar uno o varios rasgos de un relato que conocemos por su “escritura” (aun “medieval”), idéntico auxilio proporciona la tradición para que entendamos mejor ese relato en su totalidad: tenemos un caso reciente y literariamente bien iluminado, el de Le malentendu de Camus. Contamos con varios buenos planteos literarios de esta pieza de Camus y sus análogos, incluyendo – naturalmente – su prefiguración à L’étranger (el tema había sido estudiado, por lo menos, desde la edición ampliada – por Wilson que utilizó las notas de Liebrecht – de la History of prose fiction de Dunlop. Francisco Ayala lo utiliza para centrar en él su estudio sobre “Experiencia viva y creación literaria. Le malentendu”, publicado en Sur a comienzos de 1959 e incluido después en su libro Experiencia e invención. Centrándose también sobre Camus, Reino Virtamen (“Camus, Le malentendu and some analogues”, en Comparative Literature, 10 (1958), 233-240) compara el tratamiento literario de esta obra teatral con las piezas de George Lillo Fatal curiosity (1736), Der vierundzwangzigste Februar de Zacharias Werner (1820, señalando al pasar la referencia a esta obra en De l’Allemagne de Mme. de Staêl) y las News from Perrin in Cornwall (1618), fuente para él de Lillo; se refiere también à la “Ballad of Billie Potts” de Robert Penn Warren (publicada en 1944) que sitúa el hecho en la frontera de Kentucky. En la misma revista (Ibid., págs. 376-377), Maria Kosko, que anuncia su trabajo bajo el tema, critica el de Virtanen en varios detalles, y proporciona – sin mayores precisiones –, numerosas recurrencias del tema y los nombres de algunos estudiosos que se han ocupado de él (Köhler, Bolte, Wesselski, Brahm, Minor).

No he encontrado en la crítica francesa – con la excepción de la escueta alusión de Maria Kosko, “un livret d’opéra français” – mención alguna de la pieza análoga de Jean Cocteau, Le pauvre matelot, a pesar de su doble ámbito de difusión, la esfera puramente literaria y la musical. Como en la obra de Cocteau se hace también mención de los periódicos ((“Sait-on jamais! On raconte / les choses les plus incroyables. / Il s’en trouve chaque matin sur le journal”), quise saber qué sabía Cocteau de sus fuentes, y gracias a la intervención de mi inolvidable maestra Jane Bathori, – primera reveladora del “Groupe des Six” apadrinado luego por Cocteau – obtuve de él la siguiente respuesta:

 

2-9-1959 [fecha del matasellos]

Cher Monsieur,

Le Pauvre matelot est une complainte célèbre (anglaise et américaine) dont je me suis inspiré, comme Camus.

J’ai, du reste, conservé le style de reprise des phrases et l’allure de ces histoires redites de bouche à bouche et rechantées.

Vôtre,

Jean Cocteau

[En el margen] J’ai écrit cette complainte pour un spectacle que nous devions donner avec les Six. Ce spectacle n’a pas eu lieu et Darius [Milhaud] a conservé mes textes.

[Arriba, completando la indicación de la “complainte”:] à l’origine un poème de Longfellow.

 

Sin irlo a buscar al extranjero, donde quizás no esté exactamente, el tema de Cocteau-Camus es conocidísimo en Francia. A fines del siglo XVIII cae bajo la pluma del “Philosophe inconnu”, Louis-Claude de Saint-Martin, en Mon portrait historique et philosophique (1789-1803, publicado por Robert Amadou en 1961), lo transcribe así:

Dans le mois de juillet 1796, un jeune soldat logeant à Tours par billet sans se nommer chez ses parents qui ne le reconnaissaient point pour leur fils, bien qu’il les reconnût bien pour ses père et mère, confia le soir en dépôt à sa mère jusqu’au lendemain une somme d’argent assez considérable. La nuit elle persuada à son mari d’aller tuer le jeune homme; le mari se laisse gagner, le tue et le vole. Le matin, l’oncle qui avait vu le jeune homme la veille et qui savait qu’il logeait là, vient pour le voir. Les parents nient qu’il y soit. L’oncle monte à la chambre, trouve le cadavre; il déclare aux assassins que c’est leur fils; il les dénonce et les fait arrêter.

Auguste Viatte, que reseña el libro de Saint-Martin y transcribe el párrafo citado (Revue d’histoire littéraire de la France, 63 (1963), 321-322), lo comenta con estas palabras:

Dans ce fait divers, on reconnait la trame du Malentendu, d’Albert Camus, que j’avais déjà eu la surprise de trouver chez le conteur canadien Pamphile Le May, source improbable; en aurions-nous ici l’origine première? Il serait intéressant d’en suivre le cheminement, tout comme il l’est de noter la réaction de Saint-Martin: “Si j’eusse été plus jeune, j’aurais fait de ce sujet un drame”.

Para continuar con el tema en Francia, Georges Delarue publica en 1967, según una colección de impresos de finales del Primer Imperio y del reinado de Luis XVIII, pertenecientes al eminente folklorista Patrice Coirault, la “Complainte d’un Père et une Mère qui ont assassiné leur fils revenant de l’armée” (Bulletin folklorique d’Île-de-France, 3e serie, 37, págs. 1132-1133); varios años antes, Jean-Pierre Seguin reseñaba otras tres versiones populares de la misma historia: una de 1881, localizada en la frontera con España, otra de 1848 (reimpresa en 1870 y 1876) que sitúa la acción en la Côte-d’Or, y un impreso parisiense de 1618, que da el hecho como sucedido en Nîmes en octubre de ese año (Nouvelles à sensation. Canards du XXe siècle. Paris, A. Colin, [1959]). J.-P. Seguin agrega en nota unas palabras de Camus, en carta particular, que coincide con la carta más explícita (30 de octubre de 1958) dirigida por Camus à Francisco Ayala: el dramaturgo leyó el relato veinte años atrás, en un periódico francés publicado en África del Norte, durante el verano, período de eclosión de las “serpientes de la mar”. Y es Francisco Ayala el que aporta, antes que nadie, un texto importantísimo a este debate: un pasaje de los Viajes por Europa, África i América de Domingo F. Sarmiento:

En fin, otro llegó de afuera asustado, aterrado. ¿Saben Uds. lo que ha ocurrido en Moral ahora mismo? ¡Cosa horrible! Hai una familia compuesta de la madre i dos hijas; la una casada vive en un paraje no distante, i un hermano que salió niño para América volvía con una buena fortuna en doblones. Llega a casa de la hermana casada, se hace reconocer, i le da cuenta de la buena nueva, anunciándole que va a casa de su madre de quien no se hará reconocer por darle un chasco. Al día siguiente la hermana va a la casa paterna, i signo alguno exterior le indica la presencia de su hermano. ¿I el viajero? pregunta. -¿Qué viajero? le contestan la madre e hija despavoridas. -El viajero que vino a alojarse. -No ha venido nadie, contesta la madre pálida. -Se fue esta mañana, contesta al mismo tiempo la hija. -Pero, madre, era Antonio que venía de América, rico. -¡Antonio! ¡mi hijo! ¡mi hermano! esclaman mezándose [sic] los cabellos, ¡i el corazón no me había dicho nada!… ¡Madre i hermana lo habían asesinado en la noche, por apoderarse del saco de onzas!!!

La compañía que se encontraba en torno del brasero se quedó pasmada; yo veía parárseles a todos de horror los cabellos, excepto a mí, que dije, con tono autoritario, “falso, señores, eso es un cuento”. Todos se volvieron hacia mí, mirándome de hito en hito por la extrañeza de la afirmación, pues sabían que yo no conocía los lugares ni las personas. Ese cuento lo he oído en América hace doce años; la escena tenía lugar en la campaña de Córdova, el mozo volvía de Buenos Aires, y lo mataron como aquí madre i hermana con el ojo del hacha, de donde deduzco que ni entonces ni ahora ha ocurrido tal cosa. Son ciertos cuentos antiguos que corren entre los pueblos. Ya he sorprendido unas cincuenta anécdotas ocurridas en España, en Chile, en Francia, en Buenos Aires, i contando algunas de ellas, logré distraer los ánimos, porque la verdad sea dicha, ya nos moríamos de miedo (Obras, t. V París, Belin hnos., 1909, pág. 189).

El texto de Sarmiento es, repito, importantísimo, por varias razones. En primer lugar, por su fecha: la primera edición de sus Viajes apareció en Santiago de Chile en 1849 (Julio Garcés, Revista de historia de América, n° 46, pág. 595), y a esta fecha límite hay que restar todavía los doce años a que alude el narrador: tenemos aquí la más antigua mención americana de un relato tradicional que lleva el n° 939.A en los Types of the folk-tale de Stith Thompson. Y mientras Cocteau y Camus se refieren a fuentes escritas (un periódico, Longfellow (?): lo mismo – con un cierto margen – de error hace Virtanen; y hasta Viatte, aunque la crea “improbable”, postula una fuente literaria y “originaria” para Saint-Martin), Sarmiento insiste, por primera vez, en su carácter oral – cuento y no sucedido – de la historia. Y, por añadidura, nos pinta el impacto de lo narrado sobre el auditorio. Durante – por lo menos – tres siglos largos, la misma fábula ha suscitado la credulidad (o, por lo menos, la credibilidad) por todos los ámbitos del Occidente (las vagas localizaciones de Maria Kosko incluyen la China y otros rincones del orbe). Y dejando aparte su “realidad” escénica – ya en 1736 un jesuita polaco la escenifica en Varsovia, según la misma Maria Kosko – cada vez que se la narra, con localización espacial y temporal precisas, el yo (¿“medieval”?) del narrador oral o tipográfico (periódicos veraniegos inclusive) se erige en garantía de su realidad vivida. Un hecho no puede relegarse al estudio de la simple relación entre unos cuantos textos literarios, como efecto de la directa influencia de unos autores sobre otros: por el contrario, en cada uno de los casos de penetración del relato en el ámbito literario, se impone une óptica literario-tradicional que condicione diferentemente su estudio. Y más importante que la simple consideración de detalles aislados (papeles respectivos de la madre y del padre, o ausencia de éste; actuación o descarte de una hermana cómplice junto a la madre asesina; papel de la hermana o el tío que descubren el hecho, etc.) aparece el problema de por qué este (y no otro) relato preciso se ha impuesto al narrador (tradicional o literario, lo mismo da, porque las razones para ello deben ser, en un plano fundamental, las mismas). Reino Virtanen ha puesto el dedo en la llaga, sin llegar sin embargo a practicar la primera cura, pero indicando adónde debe apuntar la lanceta del físico:

For Camus this fait divers appears to have had a certain archetypal significance. Its power of suggestion is due partly to its strange resemblance and contrast with two much more famous tales, the parable of the Prodigal Son and the myth of Œdipus. It is, so to speak, the reverse of the Œdipus legend and the polar opposite of the parable (op. cit., p. 232).

Si aparece acertado atribuir al relato, para Camus (y con mayor razón para la totalidad de sus relatores), “a certain archetypal significance”, parece difícil (dejando aparte lo no muy ajustada vinculación con Edipo y con el Hijo Pródigo) admitir que una narración deba su pervivencia a sus parecidos y contrastes con otras. Deben buscarse en la textura misma del relato las causas de su perduración, reconociendo que, como en los icebergs, lo oculto supera en mucho a lo aprehendible (en cuanto al sentido) y que, en cuanto a la difusión, cada fijación literaria supone innumerables repeticiones orales efímeras. Este relato comienza por desarrollar una situación basada en un resorte sicológico profundamente humano: la codicia, la desmedida codicia de los bienes ajenos, y lo presenta en un cuadro que ofrece, al parecer, todas las posibilidades de buen éxito y que es casi tan viejo como la pasión que lo habita: ya en Ovidio leemos que

Es la rapiña ya la común arte

de adquirir el sustento en toda parte;

con que no está seguro el peregrino

del huésped que le acoge en el camino.

(Ovidio, descripción de la edad de hierro, según Juan de Robles en el Culto sevillano, pág. 13)

Y este planteo recibe, en el relato popular, su castigo: su múltiple castigo. Sobre la punición recaída en la sangre de su sangre, que él derrama, el criminal comprueba la inutilidad de su crimen: un respeto mayor de las relaciones humanas, un mejor dominio de sí, hasta simplemente un poco más de paciencia le daban, por añadidura y sin culpa, lo que su culpa le ha hecho perder. Poco importa que la justicia humana aporte su castigo suplementario: el héroe (negativo), y con él los narradores y espectadores – lo hace palpar Sarmiento – experimenta dentro de sí las consecuencias de haber infringido la ley.

¿Puede hablarse siempre de difusión en el caso de esos relatos que ruedan por el ancho mundo? Otro ejemplo nos planteará ese preciso problema. Mi llegada a Francia coincidió con el impacto del film japonés Rashomon. Aunque en el comité que lo apadrinaba figuraba en lugar muy preeminente el director de Romania, Mario Roques, máxima autoridad en materia de literatura medieval francesa, nadie señaló la inquietante semejanza del cuento de Akutagawa Ryûnosuke que sirve de base a la película con la vieja novela francesa La fille du comte de Ponthieu. En ambos relatos, la primera reacción de una mujer violada ante su marido atado a un árbol no es de tratar de cortar sus ligaduras, sino de darle muerte. El tratamiento novedosamente polifónico del escritor japonés difiere notablemente de las dos versiones medievales francesas que corren, por diferentes cauces, a un sensible happy end, pero el meollo del sucedido es uno y el mismo: presenciamos una misma situación y un mismo comportamiento en la heroína. Sin embargo, no cabe pensar en una transmisión directa de un texto a otro, y carecemos de eslabones intermediarios que los liguen – ni la versión modernizada del texto francés ni el estudio en ruso pueden invocarse –; Akutagawa procede directamente de una colección japonesa tan vieja como las versiones francesas antiguas, y entre ella y estas no cabe la posibilidad de transmisión ni de contacto. Precisamente porque la hipótesis de una poligénesis narrativa se impone, debemos buscar qué es lo que la justifica: y vemos que es la posición del yo narrador ante la conducta del protagonista, que es la misma toda vez que una catástrofe similar lo arrasa: esa mujer no encuentra que el mundo sea bastante ancho para contener a dos hombres que la hayan poseído y lo sepan. Tal es la historia de la mujer de Candaules de Heródoto a Gide; tal es el resorte trágico que en los Nibelungos provoca la muerte de Sigfrido; y cuando se quiere olvidar y aceptar la incurable humillación recibida, la historia acaba, como en la Luz de domingo de Pérez de Ayala, no con la muerte de uno, sino con la muerte de la destruida pareja.

La consideración de estos varios casos no es ociosa, ni surge del deseo de complicar un debate ya extinto ni de querer mostrar más sutileza que tal o cual colega. En la vasta problemática de la narrativa, uno de los escollos principales lo constituye la diferente función del mismo relato, mito allá, cuento aquí, acullá leyenda (sumadas además todas las posibles complicaciones literarias: un chistecillo recogido por Galtier-Boissière reaparece, poco años después, transfigurado en cuento serio en un volumen de narraciones terroríficas). En el caso preciso de la literatura ejemplar, que acoge relatos de variadísimo calibre, el examen de las dos fuerzas opuestas que sobre ella operan puede ayudarnos a precisar y delimitar su carácter, a aprehender mejor qué es un exemplum y cuál es su papel en la “escritura medieval”. Por un lado tenemos la despersonalización que los estructuralistas han puesto, con tanta (excesiva) claridad, de relieve: los personajes cuentan por su situación y sus acciones y no por su persona, así como el cuento nos presenta “un rey”, “la madrastra”, “la hija mejor” o “el hijo menor” de tres hermanos o hermanas, sin nombres las más de las veces. Y esta fuerza abstrayente la hemos visto funcionar todos cuantos hemos contado u oído contar “cintas de biógrafo”: “el muchacho”, “la chica” (o “la muchacha”), “el traidor” o “el malo” – a veces “el villano” – bastan para caracterizar la fábula, y cada uno de ellos obraba como lo que era: ser y actuar eran (y son) sinónimos (los padres de Le malentendu y sus análogos dejan de obrar como padres, es decir dejan de serlo, y reciben, entonces y por ello, su castigo; el marido que deja de obrar como marido provoca la catástrofe). Frente a esta despersonalización funcional actúa la fuerza contraria, que es la que proporciona la funcionalización complementaria del relato mediante su actualización, su “desabstractización” o su “repersonalización”: el yo – siempre un yo actual, así sea en los siglos pasados – y la localización de es yo testigo o protagonista arrastra consigo, dan vigencia de ejemplo al relato, y mediante su veracidad y su realidad “verdadera” (condición sine qua non del género) hacen de lo contado un relato ejemplar.

Sirva lo dicho para establecer, de manera incontrovertible, la influencia de la materia narrativa oral en la literatura novelesca escrita. Si la tradición interviene activamente en el siglo XX, no hay razón para rechazarla a priori en los tiempos medios, dotando al “yo medieval” de dos buenos ojos para aprenderse colecciones enteras de exempla (que sí los tenía y empleaba) y tapiándole ambos oídos para que no escuchara lo que una literatura tradicional – tan fuerte, por lo menos, como la de hoy – le gritaba a voz en cuello: como que era la fuente principal de los repertorios escritos de exempla y de las colecciones de cuentos, cuyas semejanzas entre sí y con los repertorios de las otras culturas no pueden explicarse por la simple transmisión escrita. Sobre esta base innegable, pueden postularse dos conclusiones, todo lo provisorias que se quiera y todo lo perogrullesca que no quisiera yo reconocer que son. Una es que solo perviven, reapareciendo recurrentemente (o aún reengendrándose) relatos que interesan profundamente a quienes los narran y a quienes los escuchan, sujeto activo y sujetos pacientes que pueden ser como la Carmen de Meilhac y Halévy, una sola persona: “Je chante pour moi-même”. Solo corren relatos – sean estos tragedia o chascarrillo – que interesan profundamente: el doble sentir de “interesar” y las resonancias de “profundamente” me satisfacen más, siendo lo mismo, que reputarlos provistos de “a certain archetypal sgignificance”. La otra conclusión está bien asentada: y es que frente al relato recurrente, y a su posible (y aun necesaria) esquematización, el yo del narrador (medieval o futurista, protagonista o espectador) proporciona el imprescindible elemento de veracidad, de contemporaneidad, de “tangibilidad”, de “hecho probado” (en una palabra, de actualización, de cosa próxima, viva, o por lo menos vivida: los tiempos de Luis XI para Erasmo) que hace del relato – anécdota, cuento, novella, chascarrillo – una cosa real y por lo tanto ejemplar; que le imparte carácter, posibilidad y funcionalidad de exemplum.

Daniel Devoto, C.N.R.S., París

 

Daniel Devoto redactó este texto con cierta premura, a juzgar por algunos deslices formales, como cruces de formas francesas y castellanas (argentinas, mejor dicho), y una redacción algo atropellada. De hecho, es un anticipo de la defensa de la Tesis que presentó en la Sorbona (si bien recuerdo, en febrero de 1980) y a la que asistí, incluso en varias formulaciones. Los dos últimos párrafos procuran volver a centrar el propósito en la temática de la jornada de la Casa de Velázquez, pero solo lo consiguen en parte, porque el desarrollo principal va por otros rumbos. También Devoto se muestra contrario a algunos participantes en la jornada, principalmente Francisco Rico al que deparó no pocos ataques durante la cena final (por desgracia, compartieron la misma mesa, presidida por la señora Chevalier, esposa del Director de la Casa, que se las vio moradas para conseguir que la cena terminara sin que corriera la sangre, gracias, hay que decirlo, a que Paco se mostrara conciliador). La agresividad que manifiesta hacia la Tesis de Rameline Marsan no sorprenderá, porque era habitual en él cuando se enfrentaba con una obra que consideraba mala, sin percibir que el tono que solía adoptar deslucía su crítica, a pesar de que no se pueda negar que fuera generalmente justificada. Actuaba del mismo modo en público, como en agosto de 1980, en la sesión final del congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas en Venecia, donde pronunció una dura crítica contra quienes pretendían publicar unos textos sin tener el bagaje suficiente para hacerlo. Como no citó a ninguno en particular, su diatriba cayó en el vacío, no sin que algunos de los oyentes, y yo entre ellos, se sintieran vagamente concernidos.

 

Acertijo aritmético

 

No se me ha olvidado el acertijo aritmético que nuestro padre nos planteaba a menudo:

Pan, pan y pan, pan, pan y medio, cuatro medios panes, tres panes y medio, ¿cuántos panes son?

La respuesta era “once panes”. Pronto di con la clave, la cual consistía en reservar el primer “medio” para sumarlo al último, de modo que dieran juntos la cantidad de 1 pan:

“Pan, pan y pan” son 3 panes; “pan, pan”, 2 panes, lo que suma 5; cuatro medios panes son 2 panes, lo que suma 7 panes; más tres panes, son 10; más los dos “medios”, son 11.

Si la memoricé es, sin duda, porque tenía cierto talento para el cálculo mental, facultad que nuestros maestros no perdían la oportunidad de mantener viva con ejercicios que, en el último año del colegio de niños, alcanzaban un nivel de dificultad muy por encima de las capacidades de los niños de hoy, incapaces de prescindir de sus ordenadores portátiles.

Preocupado por saber de dónde sacara mi padre ese juego, tuve la sorpresa de encontrarlo repertoriado en internet, bajo el título de « adivinanza 6 », como si perteneciera a una serie identificada. Desgraciadamente, la página se limita a proporcionar el resultado del acertijo sin indagar en los orígenes, fallo habitual en la Tela.

Existe otra versión bastante más difícil al no terminar en una cifra redonda:

Pan y pan y medio, dos panes y medio, cinco medios panes. ¿Cuántos panes son? Siete panes y medio.

Desconozco cо́mo mi padre aprendió ese acertijo, sabiendo que no ha sido escolarizado en España ni en Francia (donde llegó a los 15 años); muy probablemente, de la misma manera que aprendió a contar con los dedos.

El que el objeto del acertijo fuera una cosa tan familiar como el pan dice a las claras su origen popular y posiblemente rústico, dada la importancia concedido a ese alimento en la economía campesina. También el monosílabo, al ahorrar la indicación de candidades (“pan” vale tanto como “un pan”), favorecía una enunciación rítmica y finalmente desembocaba en una copla de fácil memorización:

Pan, pan y pan,

pan, pan y medio,

cuatro medios panes,

tres panes y medio.

CONTROVERSIA LITERARIA FRANCO-ESPAÑOLA

JEAN CASSOU Y EDUARDO GÓMEZ BAQUERO

(1925-1927)

 

En el curso del año 1924 o quizás a principios del 1925, Jean Cassou pronunció en París una conferencia titulada “L’Espagne, valeur spirituelle, en el Colegio de Francia y, luego, en el Théâtre du Vieux-Colombier. El texto de la conferencia fue publicado en la Revue de Paris [32e Année, N° 9 (1er mai 1925), p. 651-661]. La lectura del artículo inspiró a Eduardo Gómez Baquero una respuesta, “La España de M. Jean Cassou”, a la que contestó el francés, por medio de una “Carta a Andrenio en el n° 40 de la Revista de Occidente. Gómez Baquero dio fin a la controversia con una segunda respuesta, “España como valor espiritual. Más sobre la España de M. Jean Cassou”. No conozco a ciencia cierta dónde el crítico español publicó inicialmente sus respuestas, aunque es fácil suponer que fuera en unas de sus colaboraciones a distintos periódicos españoles. Las dos respuestas han sido recogidas en el volumen de ese autor, Pirandello y compañía [Madrid, ed. Mundo latino, 1928]; de allí las transcribo.

NB. Publico los cuatro textos en su lengua original, francés para el primero, castellano para los otros tres, con el fin de reproducir las condiciones de ese intercambio. Cuando las notas son de los autores, lo señalo entre corchetes; las demás son mías. Las divisiones de los textos (asteriscos) y títulos intermedios son originales, también la puntuación.

Las notas liminares y el comentario final son míos.

 

CONFERENCIA DE JEAN CASSOU

 

En 1925, Jean Cassou (1897-1986) ya se ha dado a conocer en el mundo literario parisino. En marzo de 1917, sale el n°1 de la revista Le Scarabée, Cahier des Lettres et des Arts, de la que es director junto con Étienne Marie. En ella publica poemas, relatos fantásticos y ensayos y se encarga de rúbricas regulares bajo el seudónimo de Juan Rafael. La revista alcanzará 27 números y dejará de parecer en noviembre del 20. Paralelamente, colabora a las Lettres Parisiennes, dirigidas por Georges Pillement (n°1, 1 de junio de 1918-n° 9, 1 de abril de 1920). En colaboración con ese mismo G. Pillement, escribe una fábula en tres actos, Le soleil enchaîné ou la Dame de Champignon, que fue creada en el Vieux-Colombier, el verano del 1919. Su primera novela, Éloge de la folie, Edmond Jaloux la publica en 1925, en la colección que dirige en las Ediciones Émile-Paul Frères.

Los orígenes familiares explican el interés de Jean Cassou por la cultura hispánica. Su padre, Léopold, de padre francés y de madre mejicana, nació en Méjico. Su madre es gaditana. Aunque se crió en Francia (Saint-Quentin en Picardía y París), el idioma que practica en casa es el español. En la Sorbona, prepara una licenciatura en esa asignatura. Poco tiempo después, ingresa en la revista Le Mercure de France en la que se le confía una crónica sobre las Letras españolas.

 

Bibliografía

– Martín Gijón, Mario, “La vida desdoblada de Jean Cassou”, Cuadernos Hispanoamericanos, n° 747 (2012), p. 101-118).

– Basch, Sophie, Edmond Jaloux et Jean Cassou, dioscures du cosmopolitisme [en ligne], Bruxelles, Académie royale de langue et de littérature françaises de Belgique, 2016.

 

L’Espagne, valeur spirituelle[1]

L’Espagne est une doctrine secrète, un système clos, irréductible, auquel après tant de siècles, nos illusoires interprétations n’ont su arracher que des codes de chevalerie, des guides de tourisme et des leçons de guitare. Cependant, de récents événements, un frémissement intellectuel né du désastre de 1898 et qu’il nous faut bien percevoir ont axé l’attention sur l’affirmation de l’Espagne, son existence, l’explication du monde qu’elle paraît apporter et la nécessité qu’elle constitue pour lui.

L’Espagne à travers les voyageurs romantiques, Gautier et Borrow, peut nous demeurer un vaste atelier, un magasin de bric-à-brac, le souvenir d’un arsenal où des esprits faciles auront pu inlassablement puiser des couleurs, des motifs, des intrigues, bref tout ce dont notre sensibilité se donne aujourd’hui le fier mérite de ne plus se servir. Barrès, le premier, découvrit, à la suite de certains Espagnols de la génération de 98, le sens de la Castille et l’émotion qui pouvait jaillir directement d’un vaste paysage désert. Aux thèmes pittoresques de l’Andalousie, tout un programme spirituel s’ajoutait ou s’opposait. En réalité, il s’agissait d’une tradition retrouvée, accrue, prolongée, et qui s’épanouit à présent en cette doctrine dont nous est offerte la clef.

Un jeune écrivain, Jorge Guillén, a parlé un jour de « cette fatalité d’être Espagnol »[2]. Être Espagnol, en effet, comme être Juif et être Russe, rattache celui qui se trouve dans ce cas à un passé lointain et inéluctable, lui imprime une marque si particulière qu’elle efface ces traits d’humanité par lesquels il pourrait, à certains âges de sa vie ou à certains moments de son histoire, se confondre dans les mouvements des autres peuples. Les écrivains espagnols, même si, comme les nôtres, ils se livrent à un art pur ou à la plus libre fantaisie de leur démon, semblent toujours relever d’une préoccupation tacite qui leur est commune, ou bien ils ne peuvent s’empêcher d’y revenir par quelque allusion plus ou moins détournée. De même les hispanisants, et tous ceux qui ont la connaissance de l’Espagne, – c’est-à-dire qui en subissent la conquête -, se rencontrent sur un même terrain et se trouvent amenés à reconstruire, avec des citations d’Unamuno, de Ganivet ou d’Ortega, un objet dont il leur paraît que les profanes ne peuvent se faire la moindre conception : même tel texte ancien, les Coplas de Jorge Manrique, une tirade de la Célestine, l’épître de l’anonyme Sévillan[3], où d’aucuns verraient la paraphrase d’un thème moral de l’antiquité[4], ils y entendent une résonance particulière.

Que l’Espagnol, comme le Juif et le Russe, soit porteur d’une mission, cela n’est pas douteux. Il est choisi ; il répond à une terre indiscutablement significative et à des souvenirs dont lui seul peut soutenir la charge et comprendre la volonté. De là ce désaccord et ce malentendu entre nos lieux communs sur une race dont nous prétendons ne rien ignorer et l’étonnement ou la déception dans laquelle nous plongent les approximations plus serrées qu’il nous arrive d’en faire. L’idée de l’Espagne est dense comme les métaux les plus denses, compacte, résistante et profonde.

La renaissance de 1898 a été un retour de conscience, une redécouverte de cette nature définie et spéciale de l’être espagnol. Miguel de Unamuno, avec son En torno al casticismo[5], Angel Ganivet avec son Idearium Espanol peuvent être considérés comme les hérauts de ce réveil. Et autour d’eux, Ramiro de Maeztu, le poète Antonio Machado avec ses chants profonds, Azorín avec ses interrogations de l’esprit et du paysage populaire, Pío Baroja avec ses romans de la vie aventureuse reforment le visage authentique de l’Espagne.

À leur suite, Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, plus jeunes, mais non moins ardents et curieux; Eugenio d’Ors, avec son affirmation de cette nuance méditerranéenne du problème espagnol que représente la culture catalane; Ramón Gómez de la Serna avec son courageux et joyeux essai d’une somme physique et morale de son temps, d’autres encore ont retrouvé le fil qui, à travers leur labyrinthe personnel, les renouait à une tradition irrécusable et ont souffert de ce mal délicieux qui les faisait si solitaires.

Car de même que la dépendance où ils sont d’un passé absolument singulier a pu les éloigner de l’Europe, les circonstances où se trouve placée l’Espagne en ce moment les sépare de leur propre public espagnol. Depuis les temps où le romantique Larra s’écriait désespérément : « Écrire à Madrid, c’est pleurer ! », il n’y a pas eu dans l’évolution de la nation la moindre culture continue et progressive. L’ignorance de la classe moyenne, l’inexistence de la vie mondaine, une étrange atonie générale, une indifférence totale à toute aspiration intellectuelle et civile, diverses conditions sociales que ce n’est pas le lieu de déterminer ici, font que l’écrivain continue de vivre en dehors de la race qu’il sait si bien interpréter et ne peut guère se sentir d’accord qu’avec les morts et cette vague entité qui s’appelle l’âme populaire.

On a souvent parlé de l’individualisme espagnol. On a vu, dans l’impuissance où se trouve ce peuple à organiser une action collective, les raisons de son désordre politique, de son infériorité économique et militaire ; aussi ses entreprises intellectuelles, dont on ne saisissait pas la cohérence et les intentions, ont-elles été reléguées parmi celles des nations secondaires. Cet individualisme expliquerait aussi que l’intellectuel espagnol s’efforçât au milieu d’un tel désert et d’une insouciance aussi générale. Mais il faut compléter cette notion de l’individualisme espagnol par celle du phénomène qu’on a appelé l’adamisme espagnol, c’est-à-dire que chaque créateur espagnol se trouve dans la position d’Adam, le premier homme. Aucun enseignement pratique ne lui a été transmis, aucune école, aucune expérience ne le soutient. Il surgit brusquement, librement, et doit, seul, tout recommencer et réinventer. Goya apparaît au milieu d’un siècle totalement vide et ne laisse après lui que son œuvre. Il faut arriver à nos jours pour que la peinture espagnole ressuscite. Cependant un lieu unit les grandes individualités nées dans une telle absence de circonstances : le sentiment qu’elles ont de leur race et de ses aspirations les plus singulières.

Mais rien ne les satisfait ni ne répond à leur appel. L’Espagne est, de tous les pays, celui qui peut le plus produire des individualités originales, puissantes, libres, prêtes à se développer jusqu’à leurs points extrêmes ; mais elle les abandonne aussitôt à leur solitude. Ces créateurs, s’il leur faut une matière humaine où s’exercer, ne la trouveront pas. « Tu me demandes, mon bon ami, écrit Miguel de Unamuno, dans la préface de sa Vie de Don Quichotte et de Sancho, si je connais le moyen de déchaîner un délire, un vertige, une folie quelconque sur ces pauvres multitudes ordonnées et tranquilles qui naissent, mangent, dorment, se reproduisent et meurent… ».

Ainsi une sorte d’angoisse pèse sur l’agitation intellectuelle de l’élite. Faut-il croire qu’au-delà du vide immédiat où elle se meut, une fin existe à laquelle sont destinées ses affirmations, et que, si la nation espagnole ne l’entend plus, L’Europe accueillera cet appel de la pensée espagnole et les principes esthétiques et moraux qui l’animent ?

Il existe en ce moment à Madrid un des penseurs les plus personnels et les plus vivants qui soient, José Ortega y Gasset. Il a écrit de nombreux essais sur le problème national. Il a fondé et il dirige une des plus importantes grandes revues européennes, La Revista de Occidente, où rien de la pensée actuelle allemande, anglaise, italienne, française ne laisse d’être examiné. Mais il faut que cet esprit, perpétuellement découragé par l’indifférence qui l’accueille immédiatement, se console en imaginant des « minorités sélectionnées » que composent quelques grands Européens et qui, par leur propre nature, sont impuissantes à agir sur le désordre de la culture et de la société de leurs temps. Nous ne sommes plus dans un siècle, comme le XIXe, que dominaient la politique et la technique, c’est-à-dire l’application des principes inventés par les minorités, et où une communication évidente reliait celle-ci à la masse. Aujourd’hui le penseur doit retrouver le sens de l’humilité : « L’orgueil, c’était cette ancienne prétention de diriger les foules et de rendre heureuse l’humanité[6] ». Le penseur ne peut plus agir à l’intérieur de ce cosmopolitisme intellectuel, plus fécond, il faut l’espérer, que l’internationalisme politique et la tentative de la Société des Nations ; il doit sentir « sa dignité et sa misère, sa vertu et sa limitation ».

Plus qu’un intellectuel d’aucun pays, on comprend qu’un Espagnol tienne ce langage.

Ce silence du public espagnol autour des ouvrages de ses plus hauts représentants, faut-il l’imputer au particularisme de la race, à des raisons sociales, à ce que l’on pourrait considérer comme des retards par rapport à ce qui semble être le progrès chez les nations voisines ? Mais la race ne risque-t-elle pas, en s’uniformisant, de perdre quelques-unes de ses plus précieuses qualités ? Miguel de Unamuno a posé la question de savoir s’il fallait européaniser l’Espagne ou l’africaniser. Et il s’est répondu par un fier paradoxe qui est bien dans sa manière : il ne faut ni européaniser ni africaniser l’Espagne. Il faut espagnoliser l’Europe.

Et quoi ! Celle-ci a bien assez souvent accepté de se franciser ou de s’angliciser pour ne pas refuser la solution unamunienne. La voilà à présent qui rêve de s’orientaliser. Mais le jour où les divers éléments qui la composent seront parvenus à leur plus vive intensité de rendement, le jour où elle sera et très française et très anglaise, très latine et très germanique – et très espagnole -, ce jour-là, l’Europe se sera ressaisie.

Nous assistons près de nous, à un mouvement puissant : des individualités très originales, des efforts héroïques se groupent autour de quelque chose qui échappe à nos tentatives et tendent à exprimer un angoissant secret commun. La race dont ces peintres, musiciens, écrivains, penseurs portent gravée en eux la tragédie, il nous faut la confesser et lui arracher des vertus qui pourraient nous servir d’exemple. Sur le marché des valeurs européennes il en est une qui réclame sa place et de laquelle nous n’avons eu jusqu’ici qu’une idée confuse : c’est la valeur Espagne. Ces hommes qui débattent dans leur trouble intérieur et dans le trouble de leur politique, s’ils ne viennent à nous qu’avec peine, parce que nous ne nous sommes pas entendus avec eux sur les principes, il nous faut aller à eux et démêler ces principes dont ils relèvent : ils sont avec eux dans une si étroite communion que nous n’arrivons à saisir leurs intentions que si nous avons analysé les traits moraux et physiques du climat, de la tradition, de la religion, de toute cette philosophia hispanica qu’ils portent toujours dans leur sang.

Il serait étrange de dire du peuple qui a produit les plus grands peintres de l’histoire que c’est un peuple pour qui le monde extérieur n’existe pas. Mais on pourrait l’oser s’il n’était plus véritable d’affirmer que rien n’existe pour lui. Rien, nada, le mot le plus espagnol de la langue espagnole.

L’Espagnol, naissant dans la solitude, que nul préjugé ni nulle épreuve n’ont instruit, et qui, s’il se sent le désir de s’exprimer, le fera sans règle, sans direction et sans ordre, est l’être le plus libre et le plus absolu. Aucune discipline ne l’attache, aucun vœu, aucune aspiration plus forte que la sienne. Une fureur intérieure et brûlante semble le premier trait de cette race, et qui lui vient peut-être du mépris qu’elle a pu acquérir pour le sol trop nu et trop amer qui lui a été départi. Toujours prête à se dépendre de toute chose, elle juge que toute chose peut être jouée, risquée, défiée. L’Espagnol joue l’or de ses Amériques et le salut éternel de son âme. Le monde des volontés humaines paraît à Iñigo de Loyola un objet aussi digne de sa conquête qu’une belle femme ou qu’une place-forte. Les religieux ont inventé mille sortes de manuels et de recettes pour gagner le paradis, et les dramaturges ont imaginé des comédies où celui-ci s’acquiert et se perd avec une magnifique désinvolture. Don Juan joue toutes les filles de la terre et s’en dégoûte une fois la partie gagnée, jusqu’à l’injure à une ombre et l’audace suprême de cette main tendue à une main de marbre. Le Sigismond de Calderón finit par accepter avec la même sereine indifférence de vivre un rêve ou de rêver sa vie. Góngora et Gracián, ayant dépouillé les mots de leurs usages quotidiens, en compliquent l’exercice jusqu’à l’obscurité la plus pure, à la façon de ces autels de l’architecture baroque chargés d’inventions, de contradictions et d’extravagances. Et l’on devine les développements que fourniraient les exemples trop faciles de sainte Thérèse et de Don Quichotte pour qui seule une idée méritait à peine d’être vécue. Encore Don Quichotte n’y croyait-il guère, et il faudrait s’entendre sur ce que pouvait bien signifier pour sainte Thérèse la foi religieuse.

Ce détachement du monde extérieur paraîtrait même chez les grands réalistes. Les romanciers picaresques ne peignent la réalité qu’en la déformant en de brutales et superbes caricatures : ils racontent une traversée de la vie qui ne démontre rien et n’aboutit à rien, au contraire de la sagesse et de l’expérience que nous pouvons recueillir des comédies de Molière, des fables de la Fontaine et des romans de Le Sage. Les peintres qui sembleraient au premier abord devoir appuyer une théorie de l’Espagne peuple réaliste, aiment souvent, tels le Greco de l’Enterrement d’Orgaz, compléter et justifier leur vision de la terre par l’opposition de la gloire et des sphères supérieures. D’autres par l’évocation de la mort. Des nuages, chez Murillo, nous enlèvent à la grossièreté du sol domestique. Les légendes de Goya signifient un vide insondable et le dédain du néant lui-même : N’ouvre pas les yeuxNe t’afflige pasRien. Si l’on va jusqu’au plus absolu des imitateurs de la réalité, Diego de Velásquez, il ne faut reconnaître chez lui aucune volupté de vivre, aucune divine splendeur, aucun lyrisme ; comme chez les Vénitiens et les Flamands ne viennent rehausser la reproduction des choses. Et je veux imaginer que cet homme, par une coquetterie dernière de la race qui le produisait, n’a peint d’une main si hautaine le temps et l’espace, les princesses, les ivrognes, les rois avec leurs chiens et les idiots avec leurs ombres, que pour nous dire : « N’est-ce que cela ? »

On a parlé du nihilisme slave : l’espagnol est plus extrême. Le premier s’arrête devant le sentiment schopenhauérien de la pitié. Mais ici nous sommes pressés jusqu’à une constatation qui heurtera peut-être bien des idées convenues : les Espagnols ne connaissent pas la foi.

Certes leur mépris de la réalité, leur goût du jeu et de l’aventure les ont amenés à cette entreprise, opposée et semblable tout ensemble à celle des peintres, des romanciers et des dramaturges, qui est celle des grands mystiques et qui nous enseigne la limite de ce que peut l’esprit en face de la matière : souffler plus fort et passer. Ces étrangers poètes ont osé exprimer l’extrême de l’intelligible, au point dernier de l’existence, avant la défaillance et l’évanouissement. Une combustion finale dissout les sens, les arrache à ce monde si familièrement triste, un délire soulève l’âme, une musique toute nue et pure la ravit, comme le rythme de la Danse du feu de Manuel de Falla. Toute cette ascèse où disparaissent les dissociations de notre expérience vitale, de notre langage et de notre humanité terrestre, c’est une façon plus rapide et plus sûre d’approcher de la mort, objet suprême du culte espagnol. Mais la foi ?

Notre foi, tout emportée qu’elle puisse être par les faveurs miraculeuses de la grâce, se soutient sur des principes et des dogmes. Il nous faut une vérité valable pour tous, une satisfaction universelle que, d’ailleurs, lorsque que notre raison ne pouvait plus la retrouver dans les enseignements de l’Église romaine, nous avons cherchées dans les abstractions révolutionnaires. Mais lorsqu’un Miguel de Unamuno proclame sa haine de l’idéocratie, c’est un sentiment bien espagnol qu’il exprime. Les Espagnols n’ont que faire d’idées. Ils n’ont laissé à la civilisation aucun traité, aucune somme, aucun code, ni Discours de la Méthode, ni Critique de la raison pure, ni Fondement de la morale, ni Discours sur l’Esprit positif, ni même Apologie de la Religion chrétienne[7]. Ils ont entassé dans leurs cathédrales trop d’éclatantes idoles pour que l’on puisse confondre leurs affirmations religieuses avec les nôtres. Et leur religiosité n’aura besoin, pour revivre, de la balance d’aucun XVIIIe siècle, d’aucune réaction critique. Car rien, en elle, n’est à critiquer. Elle n’est qu’un ensemble d’images parlantes qui n’ont rien à faire avec une adhésion quelconque de l’esprit. Un ensemble, une construction plastique, une esthétique. Ce peuple, que dégoûte la vision de la réalité extérieure et qui, par un effort d’aigle, s’est élevé aux limites du délire, s’il se complaît à ces mouvements de l’âme, à ces prodigieux tumultes du sentiment, ceux-ci ne sauraient le fixer. Dieu, la mort, l’amour et nos diverses affections ne peuvent lui apparaître sous forme de problèmes à résoudre. Mais il se sent poussé à les exprimer en gestes, en ces lignes stellaires, ces jets des chansons et des danses populaires et ces assemblages significatifs de fleurs, de sang et de couleurs qui donnent aux fêtes espagnoles un accent si profondément irrésistible.

La merveille c’est que ce sentiment de la mort s’exprime d’une façon si violente, si luxueuse. Ici paraît une des contradictions du caractère espagnol. Celui-ci, nous le voyons incroyant, nihiliste, dédaigneux de la réalité du travail, des principes qui permettent et soutiennent l’action. L’ironie espagnole est d’une férocité et d’une profondeur inimaginables. Avec quelle joie elle se complaît à voir le monde lui échapper à travers les déformations de perspective et les caricatures où elle se joue ! Un ami m’a raconté avoir entendu, en chemin de fer, un paysan andalou qui venait de monter dans le même wagon que lui, soupirer en s’étendant sur la banquette : « Qué lejo, étà to’o ! » « Comme tout est loin ! » Il y a dans ce mot, prononcé avec toute la nonchalance de l’accent andalou, une lassitude, faite d’humour et de désespoir, au-delà de laquelle la pensée doit s’arrêter.

Et cependant il existe un point où ce nihilisme et cette ironie se concilient avec de la passion, de l’art, de la joie, ce goût invincible du risque et de l’aventure dont j’ai parlé, bref l’amour de la vie. Ces grands paresseux, lorsqu’ils se réalisent, manifestent une fécondité monstrueuse, un incoercible besoin de se dépenser. On sait les proportions gigantesques de l’œuvre d’un Lope, d’un Calderón et, de nos jours, d’un Gómez de la Serna. Il ne faut pas s’imaginer que l’œuvre de Góngora qui, par tant de côtés, ressemble à celle de Mallarmé, ait été, comme celle-ci, conçue et exécutée avec un effort lent, patient, difficile, dont les interruptions ont autant de densité que les moments d’expression : c’est une œuvre riche, nombreuse et où, à certains traits, on voit paraître un homme vif, nerveux et méchant. Que d’ardeur comportent la vie aventureuse, l’œuvre enthousiaste d’un Blasco Ibañez, ce grand vivant ! La parole de cet homme, sa présence, ses entreprises forment un foyer d’énergie perpétuellement en action. Il y a, dans la nature foncière de cet écrivain dont les romans se traduisent si aisément en toutes les langues, beaucoup plus d’espagnolisme qu’on ne veut en voir. D’ailleurs l’Espagne est une inépuisable source de types originaux. Et la vie des Espagnols illustres offrirait mille autres exemples étonnants d’indépendance et de puissance personnelles. L’existence d’un Quevedo est la chose la plus noble, la plus rapide, la plus inasservissable. Le caprice, la révolte, la violence, la fierté caractérisent ces hommes, un besoin d’affirmer immédiatement une opposition, d’incarner une contradiction et un refus. « Y a mi qué ? » est le mot que les Espagnols ont le plus souvent à la bouche, c’est-à-dire : « Et à moi, que voulez-vous que cela me fasse ? Qu’on ne vienne pas me raconter des histoires ! Je les dédaigne, elles ne me touchent ni ne m’engagent. Rien ne saurait m’atteindre. Je suis au-dessus de tout. » L’idée d’une dépendance quelconque est insupportable à un Espagnol. Il s’enorgueillit de l’intégrité de son tempérament et imagine que c’est lui qui crée les choses et en dispose à son gré. L’œuvre perpétuellement – et si tranquillement ! – protéenne du malaguène Pablo Picasso peut servir d’illustration à cette indomptable fantaisie.

Nul n’est plus dégagé de superstitions que l’Espagnol. Partout il emporte sa liberté. Il ne s’embarrasse ni ne s’étonne de rien ; au contraire, ce détachement lui permet de jouir de tous les spectacles, de tous les changements et de toutes les découvertes qu’il fait parmi les objets et les hommes. Ici c’est l’œuvre de Ramón Gómez de la Serna que nous prendrons pour marque de cette disposition. Il est quelque chose que les Espagnols peuvent nous apprendre : c’est à respirer.

Mais ce point auquel un Espagnol concilie son exubérance avec le mépris de toute chose et l’idée de la mort, comment le déterminer ? Cette conciliation du scepticisme et de la passion paraît un étrange mystère et un problème insoluble. Peut-être faut-il, pour le comprendre, l’élargir, et imaginer que la puissance spirituelle de notre race humaine est telle que l’idée même du néant comporte son énergie et que nous ne sommes jamais autant désireux de vivre et de nous manifester qu’une fois parvenus au terme du désespoir et du renoncement.

Évidemment il nous faut conclure que, dans cette position extrême, l’énergie espagnole ne peut se dépenser que par une activité absolument désintéressée et en vue de la fin la moins prévisible. La grande création de l’Espagnol, c’est l’absurde. Pour l’absurde il est né, dans l’absurde il se meut. Inapte à la guerre, incapable de réflexion et de logique, l’Espagnol n’est pas courageux, mais il peut être un héros ; c’est ce qui explique tant de défaites militaires et d’entreprises insensées ; c’est ce qui explique aussi qu’il nous arrive de voir parfois, au cours du livre de Cervantes, Don Quichotte trembler. Mais c’est aussi ce goût de l’absurde qui empêche l’âme espagnole de sombrer dans le sommeil.

Le phénomène espagnol nous conduit à mesurer dans toute son immensité le néant qui nous constitue ; mais un bord de cette effrayante considération, un effort soudain, et le plus puissant qui soit, nous ressaisit et nous rejette au milieu d’une flambée de vie libre et aventureuse. Toute une tradition de force vive nous apparaît, sous un aspect de contradictions, de négociations, de tentatives discontinues, de vides et d’abîmes, qui peut nous rendre son abord difficile, sinon impraticable. Mais une fois certaines exigences admises, l’emprise du pays espagnol est si forte que ceux qui l’acceptent oublient toute autre retenue ; elle a pu s’exercer sur trois fameux étrangers : Christophe Colomb, le Gréco, Philippe II. Ceux-ci ont imaginé, chacun, une Espagne qui se dépassait elle-même et s’exaltait jusqu’à un état si monstrueux qu’il en était insoutenable. L’Espagne saisit par cet attrait vertigineux qu’offre la liberté suprême d’un néant accepté, reconnu et adoré, ce délice que peut laisser à un esprit le dépouillement de tout ce qui n’est pas une image de la mort. Mais l’esprit, ainsi allégé, remonte à des hauteurs et connaît des espaces insoupçonnés : il trouve même à ce brusque changement d’altitude un plaisir que d’autres mondes ne sauraient procurer. Pour nous, si certaines formes de culture nous fournissent des exemples d’autorité ou d’harmonie, nous devons être reconnaissants à l’Espagne d’avoir assumé, par les déséquilibres qui la composent et la déchirent, le visage tragique de l’humanité.

 

JEAN CASSOU

COMENTARIO

Es habitual que un conferenciante exponga en sus primeras palabras lo arduo de la tarea que emprende y afirme al mismo tiempo que sabrá vencer la dificultad. Algunas formulaciones arriesgadas o enigmáticas sirven además para despertar la curiosidad de los oyentes. Para el comentarista, el asunto es bastante más difícil. Para aclarar el contenido del mensaje, necesita descubrir una forma de continuidad en la argumentación del conferenciante para poder asentar su análisis en una base medianamente sólida.

La demostración de Cassou se basa en unos conceptos que el título de la conferencia no traduce exactamente. Para empezar, proclama una especifidad española que los viajeros extranjeros de los siglos XIX han percibido y traducido solo superficialmente. Esta especificidad es herencia de un pasado multisecular que impidió a esa nación fundirse en el molde común. La pérdida del imperio colonial en 1898 ha extirpado violentamente a los españoles de aquella historia inmemorial, pero la toma de conciencia no concierne sino a un grupo reducido de artistas e intelectuales, cuyas obras encuentran un eco débil en su propio país.

Ante tan desolador panorama, el crítico extranjero debe procurar deshacer la maraña de esas contradicciones y analizar sus causas. Indiferencia colectiva ante el futuro, desprecio del mundo, actitud nihilista, soledad del creador se conjugan para explicar una familiaridad con la muerte, desprovista de cualquier dimensión trágica. Paradójicamente, esa acumulación de renuncias no obstaculiza un ímpetu vital, que se traduce por una afición inmoderada por la independencia personal y una forma de ironía que roza con lo absurdo. Esta contradicción aparente obliga a revisar los tópicos acumulados, hasta el extremo de considerar que la nada deja libre un espacio para una forma suprema de libertad.

Las referencias históricas, los numerosos intelectuales citados, algunas anécdotas esclarecedoras componen un discurso de iniciación más que una exposición ex cathedra. El uso de datos eruditos no pretende impresionar sino ofrecer materia a algunas afirmaciones contundentes y a paralelos inesperados.

Al pronunciar su conferencia en dos lugares tan distintos como el Collège de France y el Théâtre du Vieux-Colombier, Cassou manifiesta la voluntad de dirigirse a dos públicos también distintos, ambos franceses y parisinos. Ante aquél, principalmente universitario, quizás haya querido combatir la opinión de cierta intelectualidad francesa hacia una cultura a la que juzgaba inferior. En cuanto al público del Vieux-Colombier, se trataba más bien de deshacer los prejuicios acumulados en un contacto superficial con España, que el turismo naciente y un folklore sin autenticidad contribuyeron a crear.

Con todo, sería más justo buscar la motivación principal de Jean Cassou en la exigencia que le imponía la deuda contraída con una cultura que le era familiar, en todos los sentidos de la palabra. Es una reacción natural en el exiliado y sus descendientes inmediatos cuando persiste un malentendido entre el país de acogida y el de los orígenes: desde la situación privilegiada de que goza, es decir “desde dentro”, siente el deber de intervenir, con la esperanza de que su voz será oída mejor que una de Tras el Pirineo.

Si esa fue la ambición de Jean Cassou, habrá sido colmada más allá de sus esperanzas, ya que, al publicar el texto de su conferencia en la Revue de Paris, lo sometía directamente al juicio de un lectorado, los críticos españoles, mucho más exigente que el público parisino.

 

PRIMERA RESPUESTA DE EDUARDO GÓMEZ BAQUERO

 

Eduardo Gómez Baquero, alias Andrenio, (1866-1929°, además de jurista (doctor en derecho), fue un periodista y crítico que colaboró activamente a diarios nacionales así como a revistas literarias. Publicó tardíamente algunas novelas y cuentos.

Su talento crítico ha sido unánimemente celebrado y le valió ocupar en 1901, en El Imparcial, el puesto que quedó vacante al morir Leopoldo Alas Clarín. Cuando interviene este intercambio con Jean Cassou, colabora, entre otros, con El Sol, prestigioso diario madrileño. Su gran cultura, el rigor de sus análisis, la firmeza de sus principios, la moderación de su estilo, la calidad de su prosa, siguen siendo notables para un lector de hoy. Acababa de ingresar (1924) a la Real Academia Española.

La confrontación entre el crítico experimentado y el escritor francés en ciernes nos ofrece una visión contrastada de la cultura española en sus manifestaciones más recientes, en ese primer cuarto del siglo XX.

Jean Cassou no podía quejarse por contar con un lector tan avezado, cuyo juicio crítico podía resultar utilísimo en la perspectiva de trabajos futuros, con tal de que supiera aprovecharlo.

 

La España de M. Jean Cassou

I

M. Jean Cassou no es ciertamente un indocumentado respecto a la literatura española. En el Mercurio de Francia sigue asiduamente el movimiento literario de España. Mas la literatura contemporánea es la más difícil de apreciar por un extranjero, que guiándose por algunos escritores de moda o de su predilección puede sacar fácilmente conclusiones generales fantásticas o establecer valoraciones que no sean las vigentes en el país de origen, ni las que razonablemente tienen promesa de porvenir.

A la dificultad que ofrece, aun para el más próximo espectador, la justa estimación de lo actual, porque está haciéndose y falta la lejanía necesaria para la perspectiva, se une en el caso del extranjero, el menor conocimiento del medio, de la psicología de los autores, de la actitud del público, de todo lo que forma el ambiente literario y también de la trasescena de las letras. Por eso se observa que mientras los autores y los asuntos clásicos, todo lo que es ya historia literaria, es tratado con suma competencia por los estudiosos extranjeros— como se ve en el caso de España en los trabajos de los hispanófilos —, rara vez adquieren el mismo nivel los estudios sobre la literatura moderna. Todavía más inseguras y falibles son las interpretaciones psicológicas sobre el carácter de un pueblo, sacadas de su literatura. La psicología de los pueblos, más que verdadera ciencia constituida, es un nombre, un rótulo científico. Sus conjeturas a veces son cómicas, aunque se formulen con la mayor seriedad, o bien vuelan por espacios imaginarios, en alas de la inventiva literaria de los autores.

* * *

Viene lo anterior a cuento de un estudio de M. Jean Cassou: L’Espagne, valeur spirituelle, que he visto en la Revue de Paris y que es el texto de una conferencia leída en el Colegio de Francia y después en el teatro del Vieux Colombier.

Conviene hacer la salvedad de que el estudio de M. Cassou no está inspirado en sentimientos de hostilidad a España. Todo lo contrario; el autor no pretende deprimirnos, sino enaltecernos, pero llevado de una psicología romántica más peligrosa que el colorismo romántico, hace de España una especie de esfinge, un pueblo aparte, que no tiene analogía con los demás, una figura singular en la historia, casi un monstruo.

“España— dice —es una doctrina secreta, un sistema cerrado irreductible, al cual después de tantos siglos no hemos sabido arrancar más que códigos de caballería, guías de turismo y lecciones de guitarra.” Esta frase se completa con la final: “Si ciertas formas de cultura nos ofrecen ejemplos de autoridad y de armonía, debemos agradecer a España que por los desequilibrios que la componen y la desgarran, asuma la máscara trágica de la humanidad.” Ambas expresiones dan una idea sucinta, pero exacta, del carácter de este ensayo, de agradable forma, pero desprovisto de la precisión y exactitud necesarias cuando se pretende hacer el retrato histórico y moral de un pueblo.

No es, a la verdad, achaque o error particular de M. Cassou. Su escrito es un espejo de la dolencia que aqueja al ensayo moderno y que no es otra que el exceso de subjetivismo y de lirismo. Sin duda, el ensayo es una visión personal y literaria de un tema, pero cuando versa sobre cosas reales, no debe olvidar el contenido objetivo. Su subjetivismo, para ser legítimo, ha de estar en la manera y el estilo. Inventar una realidad, embriagándose con el lenguaje figurado, tomar las imágenes que se le ocurran al ensayista, como explicaciones fundadas, sin contrastarlas, no puede conducir más que a escribir lírica en prosa, tal vez menos respetuosa con la realidad que la auténtica lírica.

* * *

Gautier y Borrow, dice M. Cassou, sólo vieron en España un almacén de colorismo. Mauricio Barrès descubrió el sentido de Castilla. Pero aunque Barrès sea más afín a nuestra sensibilidad literaria moderna, hay en aquellos otros autores, a pesar del colorismo indiscutible de Gautier y del relativo de don Jorgito, el inglés[8], una suma de observación realista y de pormenores objetivos trasladados exactamente que no ha sido superada en modo alguno por Barrès, en sus elegantes interpretaciones del alma hispana.

Cassou se representa al pueblo español como un pueblo excepcional, ligado — dice —“a un pasado lejano e ineluctable”, de donde se desprende una fatalidad como la del judío o el ruso, que le imprime el sello de un carácter y un destino singulares y borra los comunes rasgos de humanidad que hacen semejantes a los pueblos. En suma, M. Cassou en el curso de su conferencia reproduce la especie no ciertamente nueva, que presenta a España como un pueblo místico, penetrado del sentimiento de la muerte, indiferente al espectáculo del mundo exterior, desdeñoso de lo sensible, poseído de un individualismo y de una obsesión de eternidad, que haciéndole apto para producir personalidades de una potente originalidad, las condena a la soledad y a la indiferencia, por la predisposición de cada sujeto a encerrarse en sí mismo. Algo de barresiano hay en esta concepción, y también se muestra influido el señor Cassou por la idea del adamismo español expuesta por el señor Ortega y Gasset, según la cual falta entre nosotros el espíritu de continuidad y cada español notable es, en su esfera, como un Adam que empieza la historia humana.

* * *

Nunca me ha convencido esta imagen de la condición española. La creo desmentida por el testimonio fehaciente de la historia. Los hechos nos dicen que España se romanizó profundamente; que en el curso de su historia ha estado abierta a muchas influencias y ha sido capaz de asimilárselas, de digerirlas incorporando a su propia manera de ser castiza las aportaciones extrañas; que a pesar del relativo, nunca absoluto, aislamiento en que su posición geográfica y los accidentes históricos la confinaron en ciertas épocas, no dejó de participar en mayor o menor medida y a veces muy intensamente de los afanes e inquietudes europeas. Jamás España ha sido un Thibet ni podía serlo, aunque efectivamente hubiera sido un pueblo dominado por la fiebre mística, suposición refutada por el intenso realismo de sus artes y de su literatura y no menos que por el documento estético, por los testimonios abundantísimos tocantes a las costumbres, y por los espléndidos brotes de acción expansiva que llenan y decoran su historia, entre los cuales la conquista, población y españolización de América, basta y sobra para refutar esa philosophia hispanica, que cree el señor Cassou que llevamos en la masa de la sangre y que fundamentalmente consiste en la negación del mundo exterior.

 

II

Si los españoles fuésemos como M. Cassou nos pinta en su conferencia del Colegio de Francia se nos podría aplicar la frase: “cada inglés es una isla”. Cada español sería también una isla, rodeada de un mar sin límites. “Sería extraño decir del pueblo que ha producido los más grandes pintores de la historia — escribe el señor Cassou —, que es un pueblo para el cual no existe el mundo exterior. Mas se podría osar afirmarlo si no fuese más exacto sostener que nada existe para él. Nada es la palabra más española del idioma español.”

Nada no es nada, en cualquiera de los idiomas. Para demostrar ese nihilismo español, el señor Cassou, en un párrafo brillante, quiere acreditar con algunos ejemplos y algunas generalizaciones literarias, que el español, pronto a desprenderse de todo, estima que no hay cosa que no deba jugarse, arriesgarse o desafiarse. “El español juega el oro de sus Indias y la salvación del alma.” Don Juan aparece como testigo. Mas ¿fue concebido don Juan, desde Tirso, como un sujeto normal, como el espejo del carácter nacional? Otro testigo es el Segismundo de Calderón. Vivir un sueño o soñar la vida le parece indiferente, según el exégeta moderno. Indiferente, no, dudoso, y llega a la conclusión moral de que aunque soñemos, hay que proceder como si viviéramos.

No desconoce el señor Cassou nuestra literatura ni nuestras artes, y por no desconocerlas, le sale al paso la objeción del realismo. Trata de sortearla suponiendo que el desasimiento del mundo exterior aparece hasta en los más grandes realistas. “Los novelistas picarescos — dice — no pintan la realidad más que deformándola en brutales y soberbias caricaturas. Cuentan una travesía por la vida, que no demuestra nada ni conduce a nada, al revés de la prudencia y la experiencia que podemos recoger en las comedias de Moliere, en las fábulas de La Fontaine y en las novelas de Le Sage.” El ejemplo está mal escogido y llega a la temeridad en la cita de Le Sage. El autor del Gil Blas, muy empapado de la literatura picaresca española, lo que hace, en su obra más famosa, es un pastiche de aquella novela característica de España, reproducción tan exacta de tipos, de situaciones, de procedimientos y de espíritu, que se ha podido sostener, aunque la explicación carezca de fundamento histórico y haya sido desechada por una crítica más atenta, que era la traducción de un ignorado manuscrito español.

El realismo de la novela picaresca ni es una excepción en una literatura, marcada desde sus orígenes medioevales con un sello de robusto y sano realismo, ni tiene la deformación ni la intención caricatural que le atribuye el crítico francés. Una cosa es lo cómico y otra la caricatura. El pícaro no es una caricatura, sino una figura novelesca formada con elementos reales. No inventaron estos sujetos los autores literarios, sino que los tomaron de la sociedad en que vivían, de lo cual hay abundantes testimonios en la historia de las costumbres. Y no era el pícaro, en modo alguno, un sujeto que jugase con la vida por frenesí de indiferencia, sino que procuraba gozar de sus dulzuras y oportunidades, eludiendo trabajos y peligros. Espíritu aventurero, pero práctico, despliega toda la suma de esfuerzos que se necesita para vivir sin trabajar, rodea las dificultades, huye de los peligros y no hay personaje de Molière ni animal parlante de La Fontaine, que le aventaje en arte de prudencia y ciencia práctica del vivir, una vez admitida la hipótesis de su existencia irregular.

***

La interpretación de los grandes pintores no es menos arbitraria en la conferencia de M. Cassou. A Goya le presenta anegado en un vacío insondable, por las leyendas de sus dibujos. Al presentar la gloria en el Entierro del conde de Orgaz, del Greco, como una rectificación o una justificación del realismo de las figuras terrestres de los caballeros y los clérigos agrupados alrededor del cadáver, no tiene en cuenta el carácter del cuadro. Todavía es más extraña su manera de entender a Velazquez: “No hay en él voluptuosidad alguna de vivir. Ningún divino esplendor, ningún lirismo, como en los venecianos y en los flamencos, viene a realzar la reproducción de las cosas. Quiero imaginar que este hombre por una coquetería última de la raza que le produjo, no pintó con tan altiva mano el tiempo y el espacio, las princesas, los borrachos, los reyes con sus perros y los idiotas con sus sombras, más que para decirnos: ¿no es más que esto?

Se le deslizó al crítico el verbo imaginar. En ese plano caben todos los fantasmas y todas las fantasías. Pero ¿es posible desconocer, dejándose de imaginaciones, la alegría báquica, el júbilo dionisíaco de Los borrachos, o ver en las altivas figuras del cuadro de las lanzas o en los retratos de Felipe IV y de Olivares, un pincel desdeñoso?

También es harto sumaria la manera que tiene M. Cassou de despachar el antiguo pleito de la ciencia española. Le falta poco para colocarse al nivel de M. Masson de Morvilliers[9]. Punto es éste que ha sido detenidamente tratado desde el siglo XVIII y en que han peleado frecuentemente dos opuestas exageraciones. Sin producir un Discurso del método, ni una Crítica de la razón pura, los españoles han producido otras cosas que no carecen de importancia. Doctos en el Derecho y la Teología, curiosos de todas las ciencias, los españoles no han podido sobresalir igualmente en todas las manifestaciones del saber y el ingenio, pues no se ha dado el caso del pueblo del milagro, que en todo se elevase a las cimas. La inevitable variedad de aptitudes y de oportunidades históricas para desarrollarlas, no autoriza conclusiones tan absolutas como la de horror a la ideocracia que aplicando una cita de Unamuno, sienta el señor Cassou. La misma observación que hace acerca del estilo conceptista de Quevedo y de Gracián, ¿no está mostrando el amor al juego de las ideas?

* * *

Es que no se puede edificar una psicología colectiva sobre los textos de un corto número de escritores contemporáneos. El carácter de un pueblo se revela en hechos generales, no en excepciones. El magnífico y penetrante estudio de Unamuno sobre El sentimiento trágico de la Vida es, por ejemplo, un breviario personal, no el breviario de un pueblo, y no autoriza para pensar que España es un pueblo obsesionado por la contemplación de la muerte. El mismo Unamuno, ¿no tiene en su vasta y compleja enciclopedia de ideas y emociones, partes vitales y activas? Él mismo, partidario de la tragedia desnuda y de la novela esquemática, ¿no ha ofrecido en Paz en la guerra, intuiciones tan bellas y plásticas del mundo exterior?

Entregado a sus exageradas generalizaciones de1 pensamiento y la sensibilidad de un corto número de escritores contemporáneos, M. Cassou llega a perder el sentido de la proporción. “Sabidas son las proporciones gigantescas de la obra de un Lope, de un Calderón, y en nuestros días de un Gómez de la Serna”, escribe. Alude a la fecundidad. Mas Gómez de la Serna, que es hombre de buen juicio, no le agradecerá que le coloque en la posición embarazosa que supone el verse alineado de repente nada menos que a Lope y a Calderón.

 

COMENTARIO

Se supone que Gómez Baquero no conocía de Cassou apenas más de lo que le aportaba la lectura de su rúbrica del Mercure de France. Era suficiente para que lo aceptara como interlocutor e incluso le concediera cierta competencia para escribir sobre la literatura española del pasado. En cambio, se la negaba para la del presente, considerando que un extranjero no está en condiciones de apreciarla a su justo valor, al desconocer el contexto de su creación. Existe, en efecto, el riesgo de que no le llegue más que un eco lejano y deformado de su realidad. La alusión a “algunos escritores de moda o de su predilección” debe interpretarse, sin lugar a dudas, como una reserva hacia la opinión de Jorge Guillén: “esta tremenda y magnífica fatalidad de ser español”.

Aun si cupiera alguna duda sobre lo que motivó que E. Gómez Baquero dirigiera una respuesta a un texto que no le venía personalmente destinado, esta discreta alusión bastaría para disiparla. Queda claro que el crítico español quiere discrepar públicamente de algunas opiniones de J. Cassou.

El reproche principal concierne “las interpretaciones psicológicas sobre el carácter de un pueblo, sacadas de su literatura”.

No sin alguna malicia, reproduce juntándolas las palabras iniciales y las finales, que resumen, según él, el texto y, al mismo tiempo, revelan sus defectos mayores: “un exceso de subjetivismo y de lirismo”, así como una tendencia a ceder al formulismo en lugar de proponer explicaciones argumentadas.

Luego condensa en una sola frase las ideas principales expuestas por Cassou, no sin calificarlas de trasnochadas (“la especie no ciertamente nueva”), desde “el pueblo místico” hasta “la predisposición de cada sujeto a encerrarse sobre sí mismo”, pasando por un sentimiento exacerbado de la muerte, la indiferencia al mundo exterior, el desdén por lo sensible, el individualismo y la obsesión por la eternidad que, si bien produce algunas personalidades excepcionales, las condena a la indiferenciade la mayoría.

Este resumen fiel del contenido de la conferencia, parafraseado principalmente en vista a unos lectores que no dominan el francés, también orienta la interpretación de estos, en la medida en que la acumulación de afirmaciones no comentadas tiende a producir un sentimiento de rechazo.

Tampoco comparte Gómez Baquero la especificidad del hombre español en relación con su historia, porque el hecho de que la población fuera profundamente romanizada (tanto o más que la de los Galos, aunque no lo diga) y fuera capaz de conquistar un continente nuevo demuestran todo lo contrario. Asimismo, no acepta la definición de un realismo deformado hasta la caricatura en la novela picaresca.

Por lo demás, Gómez Baquero opta por la reproducción de abundantes citas, como si contara con la perspicacia de sus lectores españoles para desarmar la argumentación de Cassou, sin tener que entrar en detalles del texto. Sin embargo, se muestra más agresivo en ciertos puntos, lo que expresa por medio de un vocabulario cada vez más severo. Juzga arbitraria su interpretación de la literatura y de la pintura; califica de sumaria su visión de la ciencia; incluso lo sospecha de haberse quedado al nivel de manuales del siglo XVIII. Por fin, le reprocha basarse en ejemplos limitados, interpretados abusivamente, para justificar generalizaciones discutibles.

La última frase, a manera de flecha del Parto, sugiere a Cassou que se guarde de colocar al mismo nivel a Lope y Calderón y a algunos autores contemporáneos, de los que hace mucho caso, como Ramón Gómez de la Serna, al que cita más de una vez. Denunciar semejante confusión entre los gloriosos antiguos y sus pretendidos rivales actuales nunca falla su blanco.

Aquí termina la primera contestación a la conferencia de Jean Cassou. Se reanuda el intercambio a consecuencia de una respuesta que el francés dirigió al español por medio de la Revista de Occidente. El artículo, titulado “Carta a Andrenio”, inaugura el n° 40 (1926), p. 1-10. Transcribo el texto que me fue amablemente remitido por la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón.

 

Carta a “Andrenio”

 

Me reprocha usted, Andrenio, que doy una interpretación tan arbitraria de España, que usted mismo, según parece, tendría reparo en ser español tal como yo lo defino. Y usted se niega a reconocerse en esa imagen, trazada por mí, de una raza que, en parte, es la mía, y que creo tener la libertad de juzgar por lo que en ello hallo de mí mismo, como por lo que se me opone. Esta imagen le parece a usted de un romanticismo psicológico tan falso como el romanticismo pintoresco y abigarrado que fue moda aquí, en Francia, hace cien años. Usted y sus compatriotas no soportan ser tratados a golpes de lirismo. Es esta una manera de descubrir en ustedes algo fenomenal y monstruoso, que les choca tanto como si se vieran rebajados al rango de héroes de oda olímpica, de tema y motivo para sublimes especulaciones. Y, sin embargo, deberíamos – ustedes y nosotros – dar crédito a las perspectivas en que nos pueden colocar, y soportar el ser nada más que objeto; aceptar un puesto en la diversidad del mundo, y permitir que se destaque entre nuestros rasgos tal o cual función, tal virtud fecunda, tal aspecto.

A mi juicio, es preciso que España se resuelva a ser lo que es; y me aferro a la idea de que la virtud más grande de los grandes españoles, ha sido siempre una especie de resignación respecto a sí mismos. ¿Qué cosa más bella hubo nunca que Velázquez tal como se ha querido representar en La Meninas, pintando? Pintando, sin pretender asumir ningún otro oficio; pintando únicamente lo que a sus ojos brinda el azar de una entrada tumultuosa de princesa. Y la belleza de Don Quijote consiste en haberse obstinado con toda naturalidad en su demencia y haber sometido el mundo a ella, hasta el instante en que la Muerte vino a anunciar el fin del juego. ¡Qué arriesgados jugadores los españoles Vous êtes embarqués!, grita Pascal. El español no se sorprende de hallarse embarcado, y va allá donde el viento le empuja, a trueque de descubrir un continente.

En la psicología simple y ruda del español no hay ninguno de esos apaños y de esas autoilusiones que vienen en seguida a la mente en cuanto pronunciamos, por ejemplo, el nombre de Stendhal. Todo un mundo novelesco y vano – encantador, desde luego – surge entonces, que nos hace imaginar que el hombre pudiera asimilarse a otra cosa y aspirar a una semejanza. El heroísmo español es completamente distinto; únicamente se cuida – aunque sin parecer cuidarse de nada – de asemejarse a sí mismo.

Sé que muchos espíritus de la España actual pretenden sacudir esta túnica de Nesso, esta singularidad a que les condena su nacimiento. ¿Hay nada más fatigoso que ser singular?* Nada les halagaría tanto, sin duda, como se les llamase europeos, a condición de que por tal se entienda una especie de término medio – tras el “francés medio”, tendremos algún día en “europeo medio” – en que se fundan las cualidades más amables y admitidas de ingleses, alemanes, franceses, italianos. Es que comienzan a forjarse del progreso y de la civilización una idea idéntica a la nuestra, y que un demonio adulador y sutil les incita a querer figurar, a su vez, en este tío vivo que pomposamente llamamos la Historia.

*

La raza francesa posee un don precioso y mortal: el don de análisis y abstracción.

Desde el día en que Descartes pronunció su cogito, se arrumbó toda realidad, el alma se separó del cuerpo** y la razón de las demás facultades de espíritu. Ya no hubo más que disyunción. El arte dejó de ser prolongación de lo que hay de más íntimo a lo que hay de más particular en el ser, y convirtióse en una temática trascendental a cuyo plano fueron elevadas ciertas combinaciones de sombras, apariencias y figuras. Nada puede subsistir sin haber sido antes rehabilitado, vestido, medido, tasado. Mientras se establecían esas transformaciones en el espíritu, modelábase la sociedad sobre ellas y se forjaba también sus convenciones. De esta suerte, formaba Francia su historia: una conciencia continua que cada generación tiene a honra desarrollar. El francés, taimado de nacimiento, y, sobre todo, analista nato, disociaba de la parte destinada al olvido los únicos acontecimientos dignos de perdurar en la memoria, para construir así una especia de novela colectiva, compuesta de anécdotas, elocuencia y esa pedagogía ingenua tomada a la charlatanería de los romanos, y, sin embargo, tan potente, que hoy día, el joven formado en esta disciplina no puede escapar a la tentación de entrar, a su vez, en el juego. La manía histórica ha producido el snobismo, el bovarysmo, mil dolencias espirituales. El atacado de ella desde su juventud ofrecerá sus muñecas a las cadenas del tiempo, de la misma manera que el jugador, no encontrando bastantes luchas y obstáculos en la vida real, se somete resueltamente, con los ojos vendados, a la férula del azar. El enfermo grita: “¡Todavía el tiempo no me domina bastante! ¡Todavía no me siento bastante limitado!”. Y por medio de caer en no se sabe qué agorafobia, se ata al tiempo donde ha tenido la suerte o la desgracia de nacer, se sostiene en él y marca en él su puesto. Él sabe – se le ha enseñado muy bien – qué reacciones siguen a tales acciones y que siempre un romanticismo viene a oponerse a un clasicismo. A él le incumbe descubrir en qué momento de la partida ha llegado. Sabe que el año pasado todos los pianos ponían sordina: esta estación les mandará poner el pedal fuerte, y en la siguiente, ningún pedal.

Su mayor preocupación son los demás, y no su propio yo; la imagen que los demás se forjen de él, bajo la cual perdurará en su recuerdo, es decir, en sus manuales. Así también, ¡con qué volubilidad se explica! ¡Cómo procura convencerles, es decir, ponerse de acuerdo con ellos! Y para no chocarles, ponerse de acuerdo con los personajes que ya están en su espíritu! O, al contrario, si quiere apoderarse de su público por la sorpresa, oponerse a los ejemplos del siglo precedente, con tanta simetría, sin embargo, que el gusto por el orden sale halagado una vez más; la razón, satisfecha, y la república, garantida.

El error de todo individuo nacido en Francia ha sido, una vez separado lo individual de lo colectivo, conceder la mayor importancia a esos movimientos continuos y artificiales que llama “el progreso”, según el cual la monarquía francesa ha fraguado la unidad de las provincias francesas para desaparecer, cediendo el puesto a la burguesía francesa, que, a su vez, no ha dejado de desarrollarse y redondearse lógicamente, indefectiblemente, memoralmente. Fue también un profesor francés quien, en el dominio del arte, queriendo elevar las disciplinas del espíritu a la altura de un cuadro tan admirablemente compuesto, inventó la teoría de la evolución de los géneros. Por otra parte, basta emplear este instrumento crítico, tan maravillosamente aguzado que sería lástima – siempre que se conozcan sus límites – no utilizarlo, para advertir hasta qué punto puede considerarse la pintura o la poesía francesa como una sucesión de pacientes esfuerzos, cada uno más avanzado que el anterior.

Nada impide que se introduzca ese punto de vista mecánico en el estudio de las cosas españolas; nada hay imposible para la inteligencia crítica. Mas si me complazco en ver los poetas y los pintores franceses como una serie de admirables individualidades fraternales, que, unidas por encima del tiempo, conducen la misma luz, como los Faros de Baudelaire, con mayor razón me sería fácil ver en España esa parte del espacio que se ha quedado en espacio, inconmensurable con las medidas del tiempo histórico y social.  Yo pretendo ver en España una doctrina que nada ni nadie ha logrado menoscabar, y que cada genio español vuelve a afirmar con la misma fortuna. Goya reproduce a Velázquez, sin que se pueda descontar nada por concepto de degradación de energía, ni sumar tampoco por razón de un ilusorio progreso. España es tan integral en Goya como en Velázquez, tan visible, tan potente. En uno y otro la confesión es la misma. El tiempo y la historia no han carcomido nada; han girado en el vacío.

Ni los salones ni el siglo pueden nada en España. El español está situado fuera del siglo. La perennidad geográfica ha dominado en él a la historia transeunte. Yo pienso en el carácter africano, planetario, que el conde de Keyserling[10] atribuía, en estas mismas páginas, al paisaje español.

Los franceses no hacemos nada que no tenga la mácula de la política. Somos urbanos y civiles en todos los sentidos de estas palabras. Cada uno de nuestros actos, cada una de nuestras creaciones responde a alguna intención estratégica. Siempre forman parte de algún mecanismo, de alguna combinación. ¿En qué piensan nuestros héroes de novela, sino en penetrar en tal salón, en tal mundo hermético? “París: ahora nos las veremos tú y yo![11]” El grito de Rastignac resuena también en Stendhal, en Proust. Los mismos resortes sutiles, mundanos – hechos de vanidad y artificio – llevaron a una perfección singular el siglo de Luis XIV. A la luz de esos nimios motivos de vivir, La Rochefoucaud y Saint Simon despertaron y analizaron el corazón del hombre. El ritmo de nuestra vida literaria se desarrolla sobre una combinación de escuelas, gacetas, capillitas. En suma: política.

Para las necesidades de las causas, hemos inventado hombres, fetiches con algo de ídolo y de principio universal – antaño Aristóteles, ayer Sant Tomás o Auguste Comte, otro día Carlos Marx -. Porque esta causa tiene sus necesidades: en el sentido lógico, la de desarrollarse en consecuencias; en el sentido político, la de reclutar prosélitos. (Algunos, que son franceses a contrapelo – pero franceses en definitiva -, han llegado a enrolar y organizar hasta la desesperación). Lógica y política: los dos virus del espíritu francés.

Pero en España, si un movimiento intelectual se inicia – partiendo de preocupaciones políticas – en realidad siempre se trata de otra cosa. Pareció que en el movimiento de 1898 se entremetían cuidados de este orden; en realidad, nació de la indignación que los artistas, conscientes de su depósito – la doctrina española -, sentían al ver la vida civil de su raza desarrollarse con un carácter extraño por completo a esta doctrina. Es que esta es una cosa rara, elevada y hermética, y que España es un país de contrastes. En vano se desarrolla allí la historia, en vano prosigue el tiempo su vano circuito e instala el siglo sus hueros clamores; la geografía perdura; el paisaje, el cielo, la tierra, conservan su desnudez, su invariable costra, y la doctrina, su inaccesibilidad.

España es estática. Desde el primer instante ha alcanzado su norma, constituído su soledad, desplegado su energía. Ésta adopta su forma, según un tempo imprevisible, que permanece en el misterio, como las razones y las fuentes del genio. Todo reproche es inútil, inútil toda interrogación. Pero, en tanto que los demás pueblos obedecen a esta ridícula fatalidad llamada civilización, a esta sucesión constante y vertiginosa de motivos y móviles, de imitaciones de toda suerte, abstracciones inventadas a placer, de leyes de que no podrían prescindir, so pena de perecer; en tanto que buscan en la inane máquina de la historia un pretexto para subsistir. España perdura sin necesidad de tanto contrafuertes y puntales, y persevera en su ser, a la manera de una fuerza natural que todavía no ha surgido domar. España es, está; no se podrá utilizarla sino en la medida en que se la deje ser, estar, sin obligarla a evolucionar y devenir.

Su oposición y su diferencia se manifiestan, precisamente, en su incapacidad de evolución, en su debilidad histórica, en el caos y la incoherencia de su existencia política y material. Pero no sin pérdida ha podido limitarse hasta ahora al ingrato papel de conservadora única del Espíritu, de bastión supremo de los valores morales. España padece por su aislamiento, padece por tantas contradicciones. Pero ¡qué agradablemente suenan en mis oídos estos gritos de sufrimiento!

Mas estos gritos se trocarán en alaridos, si se deduce que los españoles son bárbaros. Bárbaros: así se llamaba a los extranjeros, y los españoles son extranjeros. Bárbaros son también los pueblos que han permanecido al margen de la historia, sin sentarse a la gran mesa de juego, y que toda pedagogía bien entendida cuida de dejar en las tinieblas. La función de la pedagogía es formar ciudadanos útiles al Estado, que reconozcan y sirvan el sistema que les va a ser impuesto, que acrezcan la virtud de los signos bajo cuya conjunción fueron concebidos. ¿Qué pedagogo patentado por la sociedad se arriesgará a poner a los rapaces que adoctrine el ejemplo de España? España no es un valor comercial.

El comercio de los hombres sólo tiene en cuenta lo que le sostiene y alimenta. Nacido de sus artificios para sostenerse. Es una máquina que debe estar bien engrasada. Estos son negocios del mundo. El español no conoce parientes ni vecinos. Solo en el mundo, no ha pensado más que en aventurarse en esa empresa inaudita de un diálogo del hombre con Dios.

Por esta razón su paisaje, su arte, su literatura, son significativos y hablan un lenguaje que es preciso entender. Mientras la historia del mundo prosigue su curso, España es el testimonio vivo de la esencia del hombre, de esa organización suprema, enjuta, única y libre, que marcha erecta sobre el suelo, compuesta de huesos y arcilla, y que ya paladea anticipadamente la idea de ser ceniza un día. Y a grandes testeradas, duras y caprichosas, repite su testimonio; nada más que esto. España afirma perpetuamente aquello que no podemos cambiar – aunque pusiéramos en ello toda nuestra maña -; aquello por encima de lo cual no hemos logrado elevarnos todavía, ni por medio de nuestros libros, ni por medio de nuestros conciertos e instituciones, ni por modas, ni por cánones, ni, en suma, por cuanto podemos añadir a nuestro organismo: motores, alas, cuellos postizos, principios. España afirma, se obstina en afirmar ese único esfuerzo, gracias al cual hemos dejado de ser monos, gracias al cual tal vez lleguemos a ángeles; en fin: nuestro estado primero, nuestro contacto con la tierra, nuestra desnudez, nuestra esencia biológica. La verdad.

Juan Cassou

 

COMENTARIO

 

No es indiferente que la “Carta a Andrenio” fuera aceptada por la Revista de Occidente y apareciera en lugar tan favorecido como las primeras páginas de un número. La nueva generación de escritores encuentra en la revista, creada tres años antes por José Ortega y Gasset, una acogida favorable. Ramón Gómez de la Serna es uno de sus más asiduos colaboradores; en cambio, Gómez Baquero no publicó ningún artículo en ella. Sus páginas ofrecen la oportunidad a escritores noveles de intervenir en debates mantenidos con otros grupos de literatos, la que a todas luces quiso aprovechar Jean Cassou. La seguridad de que sus ideas serían acogidas con simpatía le anhelaba a expresarse sin sentirse cohibido ante un crítico afamado y explica la tonalidad de conjunto más propia de un manifiesto que de un debate.

Confirma esa impresión el primer párrafo de la carta, en el que, a pesar de que los argumentos que expone desde el principio se derivan de una visión de la intelectualidad española notablemente alejada del tema de su conferencia, se dirige personalmente a su interlocutor en un tono tan directo que no logra ocultar un fondo de agresividad. Tampoco aparece claramente lo que, en la respuesta de Gómez Baquero, pudo justificar semejante acometida. Lo que importa es resaltar que “muchos espíritus de la España actual”, de los que forma parte Gómez Baquero, los cuales pretenden negar la singularidad española, están en conflicto abierto con los que pretenden asumirla, entre los que se sitúa Cassou.

Tan seguro está de ser entendido por los destinatarios de su carta, que se expresa de manera descuidada, creando una confusión entre el emisor del mensaje y su receptor. ¿Cómo interpretar: “Es esta una manera de descubrir en ustedes algo fenomenal y monstruoso que les choca”? ¿Se le puede reprochar a alguien que se escandalice de que le achaquen semejantes defectos? ¿Esta era realmente la intención de Cassou o, al contrario, una interpretación errónea de lo que había escrito? Por otra parte, cuesta trabajo identificar el sujeto (en plural) del verbo en “las perspectivas en que nos pueden colocar”.

Cassou se apropia el tema de tal manera que coloca al crítico español en la situación ciertamente poco halagadora del que se resiste a aceptar la realidad y merece ser aleccionado.

Sin que venga demasiado a cuento, a continuación, inserta un largo desarrollo sobre lo que, según él, caracteriza la mentalidad francesa, su “don de análisis y abstracción”, en el que cuesta trabajo entender lo que rechaza y lo que aprueba. El objeto aparente de ese ex cursus consiste en sentar el concepto de “doctrina”, ya referido en la conferencia, más allá de las contingencias de una actualidad, de los fenómenos de moda, de todo lo que contribuye a unificar a los individuos dentro de una sociedad ordenada según cánones precisos. La clave de la “doctrina española” reside en su geografía, no compartida con ningún otro pueblo vecino o lejano, y en su “inaccesibilidad”, palabra que habrá que entender como una capacidad de resistencia a cualquier influencia y cualquier intento por normalizarla.

Sobre la base de una “doctrina” tan evanescente aplicada a Francia, Cassou se propone caracterizar la que corresponde a España. Lo hace mediante fórmulas perentorias que, interpretadas literalmente, rinden un escaso favor a la cultura hispánica. Una cosa es afirmar que “España es estática”, que es incapaz de evolucionar y otra que “perdura” “y persevera en su ser”. Más que una explicación, es una acumulación de lemas, ciertamente difundidos, pero que resisten mal a un análisis semántico.

Lo que más sorprende al lector de hoy, que conoce el compromiso posterior de Cassou por ciertos valores que pusieron su vida en peligro bajo el régimen de Vichy y la ocupación nazi, es el uso que hace de un vocabulario y de unas metáforas más adaptados a un contexto religioso que a los valores de una sociedad, que se caracterizara por una libertad de pensamiento y de palabras y por el rechazo de cualquier sujeción a una ideología basada en el inmovilismo y la obediencia ciega a valores impuestos.

 

SEGUNDA RESPUESTA DE E. GÓMEZ BAQUERO

 

España como valor espiritual.

Más sobre la España de M. Jean Cassou

 

No debo dejar sin respuesta la carta que M. Jean Cassou me dirige desde la Revista de Occidente. El acuse de recibo está impuesto por la cortesía, no por necesidades de polémica, puesto que M. Cassou no discute mis objeciones y se limita a ratificarse en su imagen o representación de España.

Ya he dicho que el señor Cassou no es un detractor de España, sino un apologista. Sería absurdo catalogarle entre los cultivadores de la leyenda negra. Mas hay apologías que son otra especie de leyenda, dorada si se quiere, atractiva a primera vista, como una imagen de libro de horas, pero inquietante para el que entienda y desee pertenecer a un pueblo vivo y no a un monumento histórico. Tampoco M. Jean Cassou está ayuno de noticias españolas como el conde de Keyserling, por ejemplo. Domina nuestro idioma, como lo acredita su excelente traducción de un texto difícil por lo personal del estilo, la riqueza léxica y la hondura del pensamiento) cual es L’Agonie du Christianisme, de Miguel de Unamuno.

A mi parecer, el error de la imagen o interpretación de España de M. Cassou no depende de falta de documentación. Es un error poético o una ficción poética. Su Philosophia hispanica pertenece al reino de la lírica y de la imaginación más que al dominio de la observación histórica y práctica. Hoy, la mayor parte de la lírica se escribe en prosa, y, en lugar de ostentar los títulos clásicos de oda o de elegía, se decora con el nuevo nombre de ensayo o con el grave título de Filosofía.

No todo es imaginación en la pintura de M. Jean Cassou. Más que inventar, generaliza. La generalización y la metáfora son los grandes peligros de las disquisiciones de moda acerca de la psicología de los pueblos, que siguen los pasos de la antigua Filosofía de la Historia, a la que calificaba con gracia don Juan Valera de arte de profetizar lo pasado.

* * *

Es muy probable que M. Cassou, influido por la lectura de algún escritor genial, v. gr.: Unamuno, y por la seducción literaria del asunto, haya concebido su imagen de España como un pueblo excepcional y único, extático, ajeno al mundo del fenómeno, diferente de los demás pueblos de la tierra, generalizando lo singular y erigiendo en regla lo raro.

La psicología de los pueblos es muy difícil y más complicada de estudiar que la de los individuos. Investiga el carácter, lo diferencial. Busca lo mismo que persigue el retrato psicológico de una persona individual. Mas el carácter de un pueblo es un universal, una abstracción, un término medio de las cualidades individuales. Así como en el individuo el matiz singular del carácter no pesa más que las condiciones generales de la naturaleza humana, sino que es un elemento menor, en los pueblos lo original del carácter es también el elemento menor, la última diferencia, respecto al conjunto de las circunstancias generales que se dan en un tipo de civilización y una etapa de la historia humana. A mi parecer, no sólo no es España ese pueblo místico, consagrado al diálogo con Dios y hasta nouménico, expresión de la esencia humana, donde lo fenomenal está reducido al mínimo y apenas tiene valor, sino que no ha existido nunca, ni es verosímil que jamás llegue a existir un pueblo tan extraordinario.

Así como para comprender el carácter de un individuo nos guiamos por sus hechos y sus palabras, para averiguar el de un pueblo, los datos con que contamos son los que nos ofrecen su historia y las manifestaciones de su espíritu: literatura, artes, especulaciones, creencias, folklore, instituciones y costumbres. Hay que precaverse del error de tomar como medida de la condición y del carácter del pueblo a los individuos excepcionales o a los hechos extraordinarios de su historia. Lo característico es lo diferencial dentro de lo común, no lo raro en el sujeto.

No formaríamos juicio exacto del carácter de un individuo si le indujéramos de un momento de momentánea y rara exaltación, de perturbación patológica, de embriaguez o de accidente nervioso. Al individuo hay que juzgarle por lo que es constantemente, por lo que ha sido ayer, por lo que será mañana, fuera del instante raro de alteración accidental. Lo mismo a los pueblos.

No extrañe M. Cassou que a algunos españoles no nos ilusione la idea de España como un pueblo absolutamente original, solitario o extravagante en la historia y en la manera de ser de las naciones, especie de Israel de la contemplación y del desasimiento de la vida material.

Desde el punto de vista artístico es una representación muy lisonjera, un gran papel en el escenario del mundo; pero es el papel de un fantasma, y los fantasmas no nos convencen en la vida y pocas veces en el teatro. Un pueblo así sería un yogui o un estilita, singularidad que sólo se puede presentar en individuos muy raros, y no en comunidades extensas. Estaría preparado para que la Sociedad de las Naciones le declarara monumento nacional o monumento público, como parece que se pensó hacer por algunos con una ciudad histórica, que no está deshabitada, sino poblada por seres vivientes que comen y beben, visten y calzan, aman, odian, trabajan, se entretienen y se aburren, participan, en fin, de los afanes y menesteres de la vida.

Los discrepantes del retrato místico declinamos el honor de ser sombras de un Museo; nos contentamos con formar parte de una sociedad viva, que tiene su fisonomía como todos los pueblos, pero no es de naturaleza diferente: que ni ha vivido en una Tebaida contemplativa, ni queremos que se encierre en el Panteón de El Escorial.

 

El retrato imaginado

 

Muy lejos estoy de incluir la imagen de España de M. Jean Cassou en la categoría de lo que se llama la España de pandereta. La España de pandereta no es una caricatura; es un cromo, una representación chillona, tosca y antiartística, que en vez de estilizar, degrada las partes de realidad que tienen sus figuras. La interpretación de M. Jean Cassou, a mi entender, es lo contrario. Es un exceso de estilización artística, una criatura del arte, un dibujo romántico.

No dudo que así como hay discrepantes, entre los que me cuento, habrá españoles a quienes lisonjee esa imagen como un blasón, o como una flámula de grandeza. Ser único es cosa muy tentadora. Cada individuo se siente único, y en algún sentido tiene razón: el mundo es su representación. Este sentimiento se traslada a los pueblos, no por espontáneo movimiento de la conciencia colectiva, sino por la sugestión de los individuos superiores, por la acción del pensador o el estadista que extiende al pueblo de que forma parte, aquel sentimiento egocéntrico de la personalidad individual. Así se forma la idea de los pueblos elegidos y la creencia antiecuménica o anticatólica, profesada frecuentemente por pueblos católicos en ocasión de sus guerras, de que Dios ha de proteger y preferir a un pueblo a expensas de los otros. Durante la última gran guerra, ministros de las diferentes confesiones cristianas y aun de una misma Iglesia, pedían a su Sabaoth la victoria para los suyos, sin comprender que Sabaoth no podía complacer en tan encontradas pretensiones a sus fieles, y tenía que abstenerse. Era aquél un sentimiento israelita, de pueblo elegido, aunque lo manifestasen cristianos.

* * *

M. Cassou nos considera como unos ilustres y gloriosos bárbaros, diferentes de “los demás pueblos que obedecen a esa ridícula fatalidad llamada civilización”. Lo dice sin ironía. Bárbaros en sentido de extranjería, como llamaban los griegos a los pueblos que pronunciaban mal su lengua, no en concepto depresivo. Para M. Cassou somos como unos virtuosos hiperbóreos, o macrobios, uno de aquellos pueblos excepcionales y felices que imaginaron los antiguos.

“El español está fuera del siglo (es decir, del tiempo). España es estática. Desde el primer instante ha conseguido su norma… Es la conservadora del espíritu, el bastión de los valores morales… El español, solo en el mundo, no conoce parientes ni vecinos… Es el testimonio vivo de la esencia del hombre…” Estas expresiones literarias de la carta con que M. Cassou me favorece, indican que no nos desprecia, sino nos admira.

* * *

Por poco atento que esté un español al espectáculo de la vida social que se desarrolla en torno suyo, no se reconocerá en esa imagen. Eso de que cada español es un Quijote o un místico, puede servir como imagen lírica o tópico oratorio, pero todos sabemos a qué atenernos. Viene a las mientes la frase de Cánovas respecto a la sobriedad de los españoles: “¿Sobrios? Convídelos usted a comer y verá.”

Ni hemos de creer que la decadencia nos ha degradado de lo que fuimos y nos ha vuelto una imitación de los otros pueblos europeos. La historia política, de la civilización y de las costumbres, dice con multitud de testimonios y señales, que no hemos vivido fuera del siglo ni hemos sido impermeables a las influencias: que hemos experimentado intensamente el amor a lo sensible y los impulsos de la vida material, y que no hemos sido incapaces para la acción y la práctica. En el mismo número de la Revista de Occidente en que aparece la carta de M. Cassou hay una nota acerca del nuevo libro de Schulten sobre Sertorio. El nombre de Sertorio nos habla de la romanización de España, tan profunda que dio origen entre nosotros a una variedad o escuela de la literatura latina de la decadencia; que hizo prevalecer en el período gótico al elemento hispanorromano y le mantuvo y le sacó a flote entre las influencias orientales y africanas traídas por la invasión musulmana. No sólo conservaron los mozárabes su tradición latina, sino que la extendieron. En el califato y en los reinos de taifas abundó el moro latinado.

Después se abre España a la influencia francesa o europea que le traen los monjes de Cluny y sustituye a los usos mozárabes y la herencia gótica. Se franquea a las modas, a las costumbres, a las influencias de las grandes literaturas. Fuera del período, de un siglo aproximadamente, en que la exacerbación de la intransigencia religiosa nos tuvo en clausura, o acordonados para evitar el contagio de la herejía, España no ha vivido fuera del mundo, sino dentro de él.

* * *

El realismo español, que no se encierra en la novela picaresca, en la cual ve M. Cassou temerariamente una caricatura, acusa vigorosos apetitos vitales, complacencia sensual en los placeres de la vida material y una visión muy clara de lo externo. No es una excepción, ni una actitud artística. Recorre todo el proceso literario. Le vemos lo mismo en el Arcipreste de Hita, que en Cristóbal de Castillejo, que en los grandes novelistas del siglo XLX. Se nos ofrece en el Quijote, no sólo en Sancho como figura de contraste sino en el cuadro viviente de la sociedad española, que hace resaltar la extrañeza de la figura del hidalgo enajenado. El refranero, impregnado de ese realismo, y los demás testimonios de las costumbres indican que no era puramente literario o artístico (la pintura y la escultura también lo manifiestan extremadamente), sino un sentido general de la vida. Es un hecho más hondo, más constante y de mayor volumen que la mística y la ascética. Aún en ellas influye. Santa Teresa, nuestra principal figura mística: ¿no dice que Dios anda también entre los pucheros, y no anima a sus monjas a sentir una sana e inocente alegría?

La capacidad española para la acción y para la práctica se reveló de un modo eminente en la conquista y civilización de América, obra de audaces empresas particulares de hidalgos y aventureros hambrientos que no eran sobrios, sino que querían hartarse de los placeres del mundo, ser ricos, señores, marqueses, lo cual podía conseguirse en las Indias, mejor que en Flandes o en Italia, con la pica o el arcabuz. Aquellos hombres no eran Quijotes que se lanzaban a conquistar imperios por el placer de la aventura. Sus hazañas bélicas son menos sorprendentes que su capacidad de fundadores y organizadores de pueblos. Improvisaron sociedades nuevas. Bernal Díaz del Castillo, después de referir la conquista de Méjico, cuenta al final de su historia cómo a los pocos años del dominio de los españoles se habían extendido las artes y las industrias de España entre los indios, cómo se había organizado la vida civil, y empezaba a formarse una España ultramarina, lo cual es la mejor parte de aquella gesta.

La imagen poética de España, trágica o pintoresca y colorista — Greco y Valdés Leal o Goya —, cadáveres, monjes y caballeros vestidos de negro, o manolos de desgarrados ademanes y vistosa indumentaria, se formó o cristalizó en la época del romanticismo. Entraron en ella las dramáticas figuras que habían quedado muy grabadas en la retina o en la imaginación de Europa desde la época en que fue España el adalid, el ministro y el ejecutor de altas obras de la unidad católica. Entró también el colorido popular de las costumbres, contempladas por el viajero ilusionado, goloso de impresiones extrañas. Esta imagen tiene ciertos valores artísticos, cuando no degenera en caricatura; pero no es un retrato histórico ni actual.

 

¿Dónde está España?

La correspondencia entre M. Cassou y un servidor de ustedes podría prolongarse indefinidamente. Llenaríamos los tomos de un vasto epistolario sin que llegásemos a convencernos el uno al otro ni a consumir los argumentos. Ciertos tópicos son inagotables. Discutimos sobre una cuestión que parece de hecho, que es de hecho, ¿cómo es España? ¿Cómo ha sido España? Mas la historia pasada y presente es un arsenal de argumentos contradictorios por la multiplicidad y la complejidad de los fenómenos de que se compone.

Por otra parte, los hechos históricos se trasfiguran al través de la sensibilidad del que los contempla. Hay quien juzga — no digo que M. Cassou participe de esta aberración — que el Santo Oficio fue una institución admirable, simpática y filantrópica. Todavía no ha perdido actualidad el comentario sarcástico de Moratín en sus notas al auto de Logroño. Un gran ingenio como Menéndez Pelayo, tan abierto a la cultura y al amor a la belleza, llevado de sus ardores de apologista novel, no vaciló en declararse en los años mozos defensor de la Inquisición. Llegó a maltratar despiadadamente a las víctimas en aquella obra de juventud, tan brillante en el estilo, inflamada en fuego polémico, la Historia de los Heterodoxos, a la que él mismo, con un acto de probidad intelectual lleno de nobleza, aplicó la crítica serena de la madurez, al publicar la segunda edición, por tantos años aplazada.

Allí, al hablar de don Luis de Usoz, el benemérito editor de los protestantes españoles, le supone animado de las “mismas feroces pasiones que acompañaron hasta la hoguera al bachiller Herrezuelo, a Julianillo Hernández y a don Carlos de Sessé.” (sic)[12]. Los feroces eran los quemados y no los tostadores de carne humana, con la hipocresía de la entrega al brazo secular. No comprendía que los protestantes españoles sacrificados por su fe eran mártires tan dignos de respeto, y algunos de admiración por la heroica constancia en su creencia, como los otros mártires que padecieron bajo los Cesares perseguidores y que han pasado al Martirologio Romano.

* * *

La controversia con el señor Cassou, nunca tendría acritud porque ambos profesamos respeto a las buenas maneras literarias, y porque creo que nos unen simpatías, aparte las diferencias; pero será forzoso que esta discusión tenga término alguna vez. No llegaremos a la demostración, porque sobre la cuestión de hecho hay una cuestión de sensibilidad y simpatía: Misticismo o naturalismo, muerte o vida; cada uno hemos hecho nuestra elección afectiva e intelectual. El más incansable coleccionador de papeletas no acabará nunca de catalogar los argumentos o las variaciones de uno y otro argumento. Pero, en fin, sigamos hablando, aunque sea por mi parte, para afirmar una vez más cómo estoy más conforme con el Cassou de las delicadas Harmonies viennoises[13] que con el Cassou de la España mística y espectral.

Si España no está donde yo la cojo – dice Monsieur Cassou -, es decir en los tipos extremos que ha producido, en Cervantes y en Goya, en San Ignacio y Santa Teresa, en Góngora y Gracián, ¿en dónde está España? ¿Y cree usted que en el Panteón de El Escorial respiraría menos a gusto que en las academias y en los ministerios?[14]

Vamos por partes. Las academias y los ministerios, aunque me honre en pertenecer a una de aquéllas, probablemente tienen más relación con la España de Cassou que con la mía, por el peso tradicional y por la tendencia conservadora, que inclinan, si no a vivir en el yermo, ni a dedicarse a los deliquios místicos, a simpatizar con estas imágenes.

Cervantes no es argumento para M. Cassou. Cervantes está empapado de erasmismo de humanismo renacentista; es el ingenio hispano más moderno, más europeo, más universal, al mismo tiempo que el más español; el más tolerante, el menos dado a la crueldad, el que mejor supo saborear la divina ironía. No era necesario el erudito libro de Américo Castro para demostrarlo, aunque esta noble monografía establezca las precisiones críticas.

Goya…, ¿qué Goya? ¿El de las majas y el de los retratos, tan llenos de realidad, o el de los caprichos, en cuyas visiones alucinadoras hay, tal vez, una oculta moralidad sarcástica? ¿Y por qué ha de estar España en Ignacio de Loyola, creador de una milicia eclesiástica internacional, mejor que en Fray Luis de León, y Fray Luis de Granada, y el padre Mariana? Y ¿por qué Góngora – que no era nada místico y que se disculpaba de sus devaneos, diciendo que por ser tan poco teólogo había preferido ser mundano a hereje -, por qué en Góngora mejor que en Lope, tan dionosíaco, tan lleno de fuerza vital? ¿Y por qué Gracián, nada místico tampoco, intelectualista, crítico sutil y penetrante, mejor que en Quevedo?

Y ¿por qué no ha de estar también en el Arcipreste de Hita; en el Cid, que muestra a Jimena cómo se gana el pan a botes de lanza, y toma a Alfonso el juramento de Santa Gadea; en la ardiente y agitada Castilla medioeval, que fase los omes e los gasta; en los comuneros; en los conquistadores de América; en los poetas sensuales y regocijados como Cristóbal d Castillejo; en toda la inmensa expansión de fuerza y de apetencia vital, sembrada en la historia y que no pudo ahogar el tétrico sayal del fanatismo? Mala vestidura para retratar a España, peor Que las galas anticuadas de El retrato de golilla, breve joyita satírica, entre las fábulas de Iriarte, otro español, ni fanático ni místico.

¿Está Francia encerrada en Abelardo, en Gerson, en Pascal, en los señores de Port-Royal, en madama Guyon? Fueron, sin duda, figuras eminentes; pero en Francia hay más. Lo mismo en España. Un gran pueblo no se reduce a una escuela ni a un solo color.

 

COMENTARIO

 

Si fuera exacto, como lo pretende E. Gómez Baquero, que la Carta a Andrenio” no añade nada al contenido de la conferencia, lo lógico hubiera sido que pusiera fin al intercambio. Por el contrario, su segunda respuesta es más densa que la primera y, desde luego, mucho más extensa que la carta de Cassou, lo que es indicio de que el debate había alcanzado una dimensión pública, y le obligaba, dada su posición en los círculos literarios españoles, responder con especial atención. No es casualidad si su texto viene dividido en dos partes encabezadas por subtítulos (“El retrato imaginado”, “¿Dónde está España?”), y si incluye apartados señalados por asteriscos, que muy bien podrían señalar varias etapas en la redacción. Esta presentación deriva de una redacción fragmentada más que de una voluntad de lógica expositiva y sugiere también la posibilidad de que Cassou mandara otra carta, personal ésta, a la que contestaría el final de “¿Dónde está España?”.

En su primera respuesta, Gómez Baquero había optado por someter a sus lectores españoles largos extractos comentados de la conferencia. Ahora usa de un método más directo y más radical y no duda en exponer directamente su punto de vista, contestando por partes a los argumentos de su corresponsal. El contraste que forma su estilo con él de Cassou es ya de por sí una manera de oponerse a él. No se resiste tampoco a insertar algunos rasgos de una fina ironía que, sin sobrepasar los límites de la cortesía, colocan a su interlocutor en situación poco favorable. El que los inserte en los párrafos introductorios de cada subparte confiere a su autor una autoridad de hecho que se dejará sentir en la argumentación propiamente dicha.

La tonalidad general se asemeja mucho a la del comentario del maestro a la exposición de su alumno, en la que no se limita a denunciar los errores cometidos por el ponente, sino que procura explicarle a qué se deben, desmontando su metodología deficiente o sus prejuicios. Es una técnica eficaz, en la medida en que pone el acento en las contradicciones internas a la opinión expuesta, mientras que el crítico se ahorra tener que explayarse demasiado sobre las suyas propias. Gómez Baquero se muestra parco en exponer su propia opinión, pero esta se puede deducir de algunas de las informaciones contenidas en la subparte “Dónde está España”.

En ellas, sin embargo, deja constancia de que no se adhiere a algunas concepciones retrógradas, incluso las que profesan instituciones como la academia, a la que acaba de ser elegido, y realza los episodios históricos que se oponen a la idea de una España estática (profunda romanización romana, colonización de las Américas). Igualmente, denuncia la pretendida falta en de algunas de las corrientes literarias más creativas, como el realismo.

 

CONCLUSIÓN

 

No cabe duda de que a Eduardo Gómez Baquero le irritó leer en una revista francesa prestigiosa la “doctrina” de Jean Cassou, como lo demuestra de sobras el que tomara la pluma para combatirla. Quizás se sintiera obligado, por su estatuto entre los críticos españoles, de hacerse el portavoz de una mayoría de ellos que no compartía tan radical concepto de la vida literaria y cultural española del momento. También es posible que haya querido aprovechar la oportunidad de oponerse a un discurso que estaba recibiendo un eco favorable por parte de la intelectualidad, en torno a la Revista de Occidente.

Debo confesar que me alegré cuando descubrí los textos de Gómez Baquero, porque no me había convencido la lectura de la conferencia de Jean Cassou, sino que a mí también me había irritado mucho. Sin duda equivocadamente, pensaba que los defectos que demuestra este, tanto en la elección de conceptos como en la formulación, eran habituales bajo plumas hispánicas (no me limito a España), mientras que la doxa francesa imponía una exigencia de claridad. Allí tenía la prueba de que no era así, sino más bien todo lo contrario. Si hubiera tenido que pronunciarme sobre las dos teorías de la controversia, hubiera optado por la del crítico español. Pero, mi condición de medievalista obligándome a mostrarme cauto a la hora de entrometerme en una temática contemporánea – por eso mi comentario se reduce a precisar el contexto del intercambio[15] -, y considerando que esa controversia es reveladora de un momento de la historia cultural española, decidí limitarme a dar a conocer esos textos.

Por último, quisiera señalar la sorprendente ausencia de cualquier referencia a la creación musical. Cassou se limita a incluir a los músicos en la enumeración de los creadores y, en otro lugar, evoca “el ritmo de la Danza del fuego de Manuel de Falla”. Gómez Baquero no dice nada al propósito. El debate pierde mucho al no mencionar un campo de la creación que tanto contribuyó a hacer entonces de España uno de sus focos más activos en Europa. Resulta tanto más sorprendente cuanto que el crítico español hubiera encontrado en él argumentos incontrovertibles para demostrar que, aún antes de la crisis del 98, su país no se había quedado fuera del “concierto” de las naciones más comprometidas en la innovación.



[1] M. Jean Cassou a bien voulu rédiger pour la Revue de Paris cette conférence récemment prononcée au Collège de France et répétée au Théâtre du Vieux-Colombier [Nota de la Revue de Paris].

[2] Jorge Guillén escribió esas palabras en el homenaje a Ramón del Valle-Inclán publicado por Manuel Azaña en su revista La Pluma (enero de 1923): “¿No es bastante vivir simple y fuertemente — sin más — esta tremenda y magnífica fatalidad de ser español?” Jean Cassou conoció personalmente a Jorge Guillén en aquellos años, siendo el poeta lector de español en la Sorbona.

[3] Epístola moral a Fabio, atribuida a Andrés Fernández de Andrada (1575-1648).

[4] El tema horaciano de la aurea mediocritas.

[5] Traduit en français par Marcel Bataillon, L’Essence de l’Espagne, Collection Charles du Bos [Nota de J. Cassou].

[6] V. Revista de Occidente, déc. 1924 [Nota de J. Cassou].

[7] Obras de Descartes, Kant, Schopenhauer, Auguste Comte y Pascal.

[8] George Borrow.

[9] Nicolas Masson de Morvilliers, Abrégé élémentaire de la géographie vniverselle de l’Espagne et du Portugal, Paris, 1776.

* “¡Qué singular te deseo!”. Tales son, non obstante, las palabras primeras de Baltasar Gracián, al que quiere convertir en héroe. [Nota de J. Cassou]

**¡Cuánta distancia de este grado de refinamiento a la posición elemental de Unamuno, que quiere salvar su cuerpo a la par que el alma, y tiembla de espanto a la idea de perder su integridad de hombre de carne y hueso! Y a todas las alquimias y a todos los sistemas que nos propone el genio francés, y en los que éste se complace en su afán de claridad, el conceptismo unamunesco opone idéntica resistencia: ¡no quiere escoger! Prefiere perdurar desgarrado entre la muerte y la vida, el mundo real y el ideal, las creaciones de su fantasía y el sujeto que imagina. Y no puede nombrar una tesis sin que su extraño genio verbal no nombre en seguida su antítesis. [Nota de J. Cassou]

[10] Hermann Graf von Keyserling, “España y Europa”, Revista de Occidente, n°35 (1926), p. 129-144.

[11] “À nous deux maintenant!” (H. de Balzac, Le Père Goriot).

[12] Carlos de Sessé por Carlos de Seso.

[13] Segunda novela de Cassou, publicada en 1926, en la misma colección que la anterior. Sospecho que un ejemplar acompañó los correos personales que el autor dirigió a Gómez Baquero.

[14] Opino que este párrafo es una cita textual de una carta personal de Jean Cassou dirigida a E. Gómez Baquero posteriormente a la publicación de su segunda respuesta. Lo deja suponer, además del claro galicismo “cojo” (“Je prends l’Espagne où elle est”), la indicación “dice Monsieur Cassou” y la introducción al comentario (Vamos por partes”) que demuestra que lo que antecede es un elemento importado.

[15] Con la excepción del lugar de publicación de las respuestas de Gómez Baquero, que no he conseguido identificar.