BANQUETES
Como bien se sabe, la Crónica de la minoría de Juan II dedica más espacio al Infante Fernando, como regente del reino de Castilla y luego como rey de Aragón, que a cualquier otro personaje de la corte castellana, incluida la reina Catalina [véase Crónica del rey Juan II de Castilla: minoría y primeros años de reinado (1406-1420), edición y estudio de Michel Garcia, Salamanca: Ediciones Universitarias, 2019. Col. Textos recuperados, XXXIV, 2 vols.]. La adhesión sin reservas a la persona del príncipe que caracteriza al cronista se traduce por una atención al menor detalle de su actuación y una prolixidad narrativa que un lector moderno no puede dejar de agradecer, porque le aporta una información de una gran riqueza documental, no solo sobre los acontecimientos sobresalientes de esos años, sino también sobre muchos aspectos más secundarios pero significativos de unas prácticas que nos resultan ignoradas o mal conocidas.
En lo que se refiere a lo que he llamado en mi edición “la materia de Aragón”, para una justa apreciación del testimonio proporcionado por el cronista sobre la elección del nuevo rey y su corto reinado, conviene no olvidar que bien poco conocía de ese reino antes de la elección del Infante en Caspe: ignoraba su geografía, su historia y costumbres, su lengua, y empezó a familiarizarse con él solo cuando el rey le confió algunas misiones en ese territorio nuevo.
Esta consideración conviene aún más al episodio de la coronación de Fernando I, por cuanto un súbdito castellano de la época no tenía ninguna experiencia al respecto, ya que ninguno de los cuatro sucesores de Alfonso XI – Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III – se preocupó de reproducir las ceremonias ordenadas por aquel para su coronación en 1332, o estuvo en condiciones de hacerlo (sin duda habría que matizar: es un tema que retomaré más adelante). Vale tanto como decir que, para el cronista, era una ceremonia inédita. La descripción que nos ofrece del ritual fijado en la corte aragonesa por las Ordinacions de Pedro el Ceremonioso, así como de los festejos que la acompañaban, es la de un espectador ignorante, que procura comunicar, con cierta ingenuidad, la emoción que le produjo ese espectáculo.
Sin perder de vista estas limitaciones, para quien desea conocer esa historia y sus actores esta crónica es una mina de informaciones que merece ser explotada. Así lo entendió Jerónimo e Zurita, quien trancribió la totalidad del texto y lo aprovechó en sus Anales de Aragón (5). Su sucesor en el cargo de cronista de la Corona, Andrés de Uztarroz, insertó el capítulo 38 de la crónica dedicado a las ceremonias de la coronación de FernandoI y de su esposa, la reina Leonor, en Coronaciones de los serenisimos reyes de Aragon, escritas por Geronimo de Blancas (Zaragoza, Año MDCXLI), con el siguiente encabezamiento:
Aunque Geronimo de Blancas refiere con mucha puntualidad la coronacion del Rey Don Fernando propondremos vna relacion tan copiosa, que llenarà los deseos de los curiosos.
BANQUETES DE LA CORONACIÓN
La elección de Fernando como rey de Aragón se hizo pública en Caspe el 23 de junio de 1412. La coronación interviene más de año y medio después, el domingo 11 de febrero de 1414. El dilatado espacio de tiempo que corre entre esas dos fechas tiene varias causas. Una de ellas es la necesaria adaptación a una realidad política que el nuevo rey, por ser castellano, ignora en muchos aspectos. Darse a conocer por los poderes fácticos de la Corona y familiarizarse con ellos, así como con el funcionamiento de una administración tan distinta de la castellana, debió de ocuparlo de modo permanente. Por cierto, estuvo lejos de conseguirlo a juzgar por los obstáculos que encontró en las primeras cortes que convocó en Montblanch, de finales de septiembre a principios de diciembre de 1414, es decir más de dos años depués de su elección. Además, dentro de ese período, desde principios de agosto hasta principios de noviembre de 1413, estuvo inmovilizado ante Balaguer, combatiendo al conde de Urgel que se había hecho fuerte en la plaza. Que esas circunstancias hayan retrasado la celebración de la coronación lo confirma el que, en enero de 1413, ya se preocupaba de habilitar el palacio de la Aljafería en Zaragoza para las fiestas correspondientes, ordenando al merino llevar a cabo las obras necesarias a su rehabilitación (Elena Paulino, Pedro I. Sobradiel La Aljafería 1188-1583. El Palacio de los Reyes de Aragón), también la documentación conservada en el Archivo de la Corona para la preparación de las festividades (.
Las ceremonias de la coronación en Zaragoza duraron doce días, desde el jueves 8 hasta el lunes 19 de febrero de 1414 incluidos. Su desarrollo, tales como las narra el conista, sigue a la letra la ordenació oficial. Sin embargo, fuera del ritual propiamente dicho de la coronación, existía la posibilidad de que el nuevo rey incluyera algunas festividades más acordes con su gusto personal y el del numeroso séquito de caballeros castellanos que le acompañó en esa ocasión.
Entre las manifestaciones más sobresalientes, merecen señalarse los banquetes organizados en la “grande sala” de la Aljafería después del ritual de la coronación en la iglesia mayor: la del rey, el domingo 11; la de la reina, el jueves 15. Para los asistentes aragoneses, no se trataba de algo inédito, ya que el de la coronación de Pedro IV quedó famoso, al reunir una muchedumbre de dos mil personas, según algún testimonio, sino que esa manifestación, en contra de la coronación propiamente dicha, se prestaba a un margen de personalización y a la introducción de algunas costumbres castellanas.
Banquete de la coronación del rey (11 de febrero de 1414)
Los banquetes se organizaron en el patio del palacio (“corral” lo llama el cronista), un espacio de 54 pasos de largo y 44 de ancho (más o menos 35 m por 30 m) convenientemente arreglado: techo de madera cubierto de tejas del que colgaba un cielo de paños de lana, en los que alternaban el color rojo y el amarillo, con sus lumbreras; las paredes cubiertas de paños franceses, algunos bordados de oro.
A algo más de las cuatro de la tarde, el rey, coronado y “vestido de vn manto de oro enforrado en armiños”, precedido por sus dos hijos mayores que llevaban la manzana y el cetro de oro, alumbrado por cien hachas de cera blanca, fue a sentarse en su “muy rrica silla”. Los convidados estaban colocados según una rigurosa disposición: en la mesa del rey, a su derecha los prelados, a su izquierda sus hijos y “todos los otros grandes condes e vizcondes e nobles señores”. En mesas separadas comían “las otras gentes e en cada canto de mesa vn perlado e despues los caualleros.”
Cada plato venía acompañado de juglares y precedido de “juegos”, encargados de hacer resaltar el lujo de su presentación y de abrir paso entre la muchedumbre que atestaba la “grande sala”. El primero era especialmente aparatoso:
Delante del primero manjar venia vn muy fermoso grifo todo dorado tan grande como vn rroçin, e traya vna corona de oro al pescuesço e yva todavia echando fuego, faziendo lugar entre las gentes por do pasasen los manjares, que en otra manera no pudieran pasar tan ayna entre las gentes. […]
La escenografía se caracteriza por la desproporción de los elementos aducidos, de los que conviene preguntarse, aún a riesgo de pasar por inocente, cómo podían caber en un espacio cerrado, por grande que fuera, el cual estaba además atestado de gente, las cien hachas, el grifo del tamaño de un rocín, echando fuego para abrirse paso. Si se añaden los juglares “faziendo gran rroydo, que vnos a otros no se oyan”, todo concurre a sugerir un espectáculo cuya desmesura era la justificación primera. Sin embargo, bajo ese aparato extravagante, que no hace más que reproducir una tradición de la corona aragonesa (el banquete organizado para la coronación de Pedro IV reunió, según la tradición, en aquel mismo espacio más de dos mil personas), se manifiesta una simbología que no remite ya solo a la tradición de la corona, sino que concierne también a la personalidad del nuevo rey.
La presencia del grifo, animal fabuloso, medio águila medio león, para abrir la presentación de los manjares tiene un valor simbólico evidente porque era uno de los atributos de la orden creada en 1403 por el mismo Fernando, siendo Infante de Castilla, la de las Jarras y el Grifo, cuya imagen los titulares de la misma llevaban pendiente de un collar.
Otro objeto con claro valor simbólico es el primer “manjar” que se sirvió a la mesa del recién coronado:
E venian en los tajadores pauones con sus colas alçadas, cobiertos los cuerpos dellos con foja de oro a sus armas de Aragon, e tenian los sus cuellos altos e con la su deuisa de la estola.
La presencia del pavón en un banquete tiene conocidos antecedentes en la literatura medieval [Bautista, Francisco, “El motivo de los ‘Nueve de la Fama’ en El Victorial y el poema de Los Votos del Pavón”, Atalaya, 11 (2009)]. Los tiene también en la Corte aragonesa, ya que, en el banquete de la coronación de Sibilia de Fortià, esposa de Pedro IV, en 1381, se sirvió un pavón que llevaba colgado en el pecho un cartel con ciertos versos que se referían a la obra de Jacques de Longuyon [Ibid.]. Por consiguiente, no hay motivo para sorprenderse de que se sirviera esa ave en el banquete de la coronación de Fernando I, ni tampoco que llevara su cresta y cola, en la medida en que el estar reducido a “manjar” no le privaba de sus atributos naturales, conservándole así la dimensión metafórica de la realeza. En cuanto al oro que cubre el cuerpo de los pavos es reminiscencia directa del poema de Longuyon, donde la poncela Edée se compromete à “restaurar” el pavo con el mejor oro de Arabia, voto que inspiró la primera continuación del poema, el Restor du paon.
Por ese mismo motivo, se entiende que llevara encima del cuerpo las armas de Aragón. En cuanto a la estola, es otra divisa de la orden de las Jarras y el Grifo, una faja blanca sin bordado evocadora de la virginidad de María.
El segundo manjar incluía “muchos capones e pasteles dorados e pasteles de diversas aues biuas[1] e otros muchos manjares”. Estos datos imprecisos no permiten hacerse una idea clara de la comida que se sirvió en esos dos servicios, sino que fue abundante y espectacular en su presentación.
Nada dice el cronista de los servicios siguientes. Es de sospechar que, si menciona a los dos primeros, no fue tanto para ofrecer a sus lectores una descripción detallada de lo que se comió en esos banquetes, sino porque fueron los únicos que se acompañaron con juegos y entremeses, y que ese era el aspecto de la ceremonia que le pareció digno de ser referido. Por lo demás, parece sugerir que lo que se ofreció a continuación, donde cabrían por lo menos dulces y bebidas, no merecía resaltarse porque no se distinguía de la práctica habitual en esa clase de actos, aunque se dieran en circunstancias excepcionales[2].
Banquete de la coronación de la reina (14 de febrero de 1414)
El cronista ahorra detalles de la ceremonia por ser idéntica a la del rey, tres días antes. La única innovación concierne el cambio en la distribución de los asistentes:
E todas las solenidades e çirimonias que al rrey fizieron, asy en el camino como en casa, le fueron fechas en la sala como el rrey, saluo que ouo mejor hordenança, que no entro ninguno en el palenque do comio saluo los que seruian e dos caualleros, que estauan a los cantos de la mesa con dos hachas de çera blanca açendidas para alunbrar la mesa, maguer que estauan las lxiiii° hachas ardiendo en el çielo de la sala, e las çiento blancas antella deyuso del palenque por do venian los manjares.
El protocolo resultó mucho más ligero que el anterior, señal de que el que presidió el rey estuvo en parte pensado sin tener en cuenta algunos inconvenientes que pudieron tener consecuencias dañosas y se corrigieron ha quedado tajantemente aligerado: desparecidas las cien hachas llevadas en procesión, también la muchedumbre en torno al palenque e incluso los comensales en la misma mesa que la reina. Si el rey está presente “mirando el comer de la rreyna”, no es en lugar privilegiado sino “en vna ventana”.
La escenificación del banquete presta poca atención a los manjares y mucho más a la escenografía que los acompañó. Esta denota varias influencias. Por una parte, remite a una antigua tradición literaria artúrica, lo que le reviste de un carácter eminentemente caballeresco, heredado de una tradición franco-borgoñona de la que no parecen quedar muestras en la corte castellana contemporánea. La impronta literaria se traduce por la presencia del pavón y su aderezo, aunque la relación no derive directamente de la obra de Jacques de Longuyon sino, más bien, de una vulgarización de la misma sin relación directa con el texto. Por otra parte, la puesta en escena recoge la herencia de ciertas prácticas avaladas en la Corona de Aragón y el antecedente de 1381 deja suponer que esa presentación se remonta a una tradición antigua de la corte aragonesa. Por fin, se introducen elementos que corresponden en propio a la persona de Fernando, como todo lo que pertenece a la orden que había fundado en otros tiempos, cuando era Infante de Castilla. El nuevo rey de Aragón no rompe con sus antecedentes castellanos, aún a riesgo de pasar por un intruso en una ceremonia tan altamente simbólica como la de la coronación.
OTROS BANQUETES
La crónica ofrece el relato de otros tres banquetes. Los dos primeros tuvieron lugar en Morella, con ocasión de la entrevista entre el rey Fernando y el papa Benedicto XIII (julio de 1414), el primero a invitación del rey, el segundo, a invitación del papa. El tercero fue una cena de aparato que el rey ofreció al emperador Segismundo, el día en que hizo su entrada solemne en Perpignan, el 13 de septiembre de 1415.
Entrevista de Morella. Convite del rey
El “solene conbite” que el rey hizo al papa fue compartido por todo su séquito: cardenales, arzobispos, obispos, abades, frailes, maestros en santa teología, lo que supuso una organización bastante similar al banquete de la coronación. Hubo que “aparejar” una sala grande del convento franciscano en el que estaban alojados Benedicto y sus acompañantes, ya que el rey se preocupó de que el sumo pontífice no tuviera que desplazarse a otro lugar, sea en atención a su edad avanzada, sea porque él mismo no disponía en aquella villa de un aposentamiento digno de acoger a tan ilustre visitante. Los muros fueron cubiertos de paños franceses y se acomodó un lugar apartado para el papa, cubierto con el mismo dosel que se usó para la coronación del rey. En medio de la sala estaba un aparador (“aparejador”, escribe el cronista y transcribe Zurita) con la plata del rey de la que el cronista ofrece una enumeración minuciosa, sólo equiparable a la que proporciona el Arcipreste de Hita (Buen Amor 1174-1175):
asy cañadas e picheles e jarros e aguamaniles e copas e taças e platos e plateles e escodillas e saleros e dos naos, vna con dos castillos, toda esta baxilla de plata dorada e muy rrica e bien obrada.
Además del aparejador real, el papa y los cardenales disponían de sendos taceros, versión reducida del aparador, adaptada a las limitaciones que imponía el viaje desde Peñíscola. A pesar de ello, no podía faltar esa exhibición aparatosa, exigida por el protocolo al que el papa Benedicto concedió siempre una atención particular, más aún en un momento en que su legitimidad estaba en tela de juicio.
Una precisión importante es que el rey no comió en ese convite, sino que lo hizo en su posada y se presentó en San Francisco en el momento en que la comida del papa iba a empezar. Fernando fue quien “le dio el agua a las manos”, de pie, y luego le sirvió como mayordomo. El cronista subraya lo excepcional de ese acto. En efecto, semejante convite “no lo suelen tomar los Santos Padres de los reyes”, lo que significa que, si el papa accedió a torcer el protocolo, lo que iba a decidirse en esas vistas presentaba para él una importancia mayúscula. Por otra parte, el rey había contraído una deuda tal hacia Benedicto en la campaña de su elección, que no perdió la oportunidad de agradecérselo en el primer encuentro que tuvieron después de Caspe con manifestaciones extremadas de humildad, de la que el servicio de la mesa es una muestra significativa.
El menú, si bien se transcribe también, como para la coronación, bajo forma de una enumeración, proporciona una idea más clara de la sucesión de los manjares. No faltan los pavones y demás aves, pero se añaden las frutas y, sobre todo, los vinos. Estos fueron “de muchas maneras, de vinos castellanos de Madrigal e de Ocaña e Sant Martin e de los lomos de Madrid, e griego e de maluazia e de clarea”. Resulta sorprendente que, en la mesa del rey, se sirviera mayoritariamente vinos castellanos (Madrigal de las Altas Torres, Ocaña, San Martín de Valdeiglesias, Lomos de Madrid), cultivados en zonas muy alejadas del reino de Valencia, al mismo tiempo que vinos tan míticos como el griego, la malvasía y el hipocrás, coincidencia que realza aún el renombre de aquellos. Ignoro a qué se debe que no se sirviera ningún vino de Aragón. Puede que el evento exigiera un toque de exotismo o que la elección de vinos castellanos deba interpretarse como un homenaje personal del rey.
Entrevista de Morella. Convite del Papa
El domingo 5 de agosto, el papa devuelve la invitación al rey en la misma sala del convento de San Francisco. Al coincidir los dos personajes en la comida, el aparato es algo distinto que en la primera. Para la decoración de la sala se utilizan paños franceses aportados por el papa. Ambos comen en un andamio, lo que les coloca en posición más alta respecto a los otros comensales, siendo el del rey algo más bajo que el del papa. En contra del protocolo habitual, el rey no está colocado entre dos cardenales, sino cerca del sumo pontífice, aunque en una mesa separada. El lugar que se le ha reservado se distingue por una decoración particular:
a las espaldas le fue puesto vn paño de tapete verde de tres palmos en ancho [unos 60 cms] e, aderredor del tapete, vn palmo de paño de oro clemesyn, e el paño hera de luengo fasta quatro o çinco barras [en torno a 3 metros]. E, en el tapete, tenia tres coronas de oro, la vna ençima de la otra, arredrada la vna de la otra.
El cronista presta una atención especial a la nave que ya estaba expuesta en el aparador del rey en la primera comida, solo que esta vez se colocó en su mesa:
hera fecho vn castillo de abante [castillo de proa] e otro derrera [castillo de popa]; estaua asentada sobre dos grifos que estauan veuiendo en vna fuente que estaua al pie de vna jarra de Santa Maria con sus lirios, la qual jarra hera el pie [de la] nao e, ençima de los castillos, en cada vno en medio, vna jarra de Santa Maria con sus lirios.
La nave de mesa, cuyo uso queda mal conocido (conservar el cubierto personal de su dueño o las especias, pero muchas acabaron en reliquiarios), era ante todo un objeto de arte recargado de símbolos, destinado a ensalzar a su dueño, en este caso, por medio de los símbolos de la orden de las Jarras y del Grifo, ya mencionados en el banquete de la coronación.
Los manjares de “muchas viandas” fueron acompañados nuevamente de vinos castellanos. Dicha una oración por el papa y demás clérigos “como lo avian de costunbre”, se dio una “colaçion”, compuesta de espeçias e vino, encargándose el rey de presentar el confitero al pontífice, catando primero los dulces (“faziendole la salua”), en señal de sumisión.
Entrevista de Perpignan
Con el aval del Concilio de Constanza, el emperador Segismundo convocó una conferencia para conseguir la renunciación del papa Benedicto y abrir la posibilidad de elegir a un nuevo pontífice y poner fin al Cisma que duraba desde el año 1378. Este miniconcilio debía reunirse en Niza, pero el mal estado de salud del rey Fernando no lo permitió y finalmente fue en Perpiñán, ciudad de la Corona de Aragón, donde se juntaron el emperador, el papa y el rey. Las circunstancias trágicas que vivía la cristiandad no se prestaban a la celebración de festejos, sin embargo, el protocolo exigía que la presencia simultánea de las dos más altas autoridades morales de la cristiandad, el emperador del Sacro Imperio y el Sumo Pontífice, fuera celebrada dignamente.
Entre los actos, destaca un convite ofrecido a Segismundo por el rey.
El día de su llegada a Perpignan, en el convento de San Francisco donde les tocó alojarse, a él y a sus acompañantes, el claustro estaba preparado para crear la ilusión de una sala. Dos amplias piezas de tela, una blanca y otra verde, cosidas una con otra, formaban el cielo y colgaban hasta el suelo, cubierto este de ramas verdes entrelazadas “que pareçia alcatifa [alfombra] texida”. En medio de la sala, el acostumbrado “aparejador” con su exposición de ustensilios de plata dorada, “porque paresçia mejor la plata”, aunque también las había de oro. En contraste con ese lujo, Segismundo comió en vajilla de vidrio “por duelo de la Yglesia”.
Para adornar el asiento del emperador colocado sobre gradas se utilizaron los dos doseles que habían servido en el banquete de la coronación del rey y de la reina, e los que colgaban unos paños franceses, cubierto el suelo de ricas alfombras. La botillería “de muy estraños vinos de Madrigal castellanos e de Yepes” era una casa de madera colocada en una esquina de la sala.
No se satisfizo el emperador de la disposición de las mesas y mandó que las colocasen de manera que pudiese ver comer a sus acompañantes, los más ilustres en su misma mesa, colocados según el grado que les correspondía.
De los manjares, no dice nada el cronista, sino que fueron muchos. En cambio, se muestra más explícito cuando enumera lo que el rey ordenó proveer para la alimentación de la delegación que acompañó al emperador, durante su estancia en la ciudad.
E desta guisa, despues dio el Rey de comer al enperador L dias, a el e a los de su familia de su casa, que estouo en Perpiñan, e le mando dar todas las cosas que menester les heran, asy fachas [hachas] de çera e confites e aves e carnes e vacas e carnes saladas e todas las cosas que avian menester.
Conclusión
Los cinco banquetes o “solemnes conbites” relatados por el cronista se distinguen, entre las otras celebraciones de la Corte durante el corto reinado de Fernando I, por su escaso número y por una escenificación que se repite en todos ellos.
El lugar que las acoge es amplio y ricamente decorado, con el fin de crear la ilusión de un espacio palaciego. El “asentamiento” del invitado principal está circunscrito dentro de un volumen separado, cuidadosamente adornado y colocado en una posición elevada con relación con los otros asientos. Las mesas llevan manteles. Se coloca unos “aparejadores” con el solo fin de exhibir una vajilla de oro y plata. Por fin, los manjares se distinguen por su abundancia y lo insólito de su presentación.
A pesar de ello, ese aparato, asimilable a un ritual, oculta diferencias notables en el desarrollo y finalidad de cada uno. No puede interpretarse con el mismo criterio los banquetes de la coronación, los convites cruzados entre el rey y el Papa en Morella, y la cena ofrecida al emperador, el día de su llegada.
Esta es un acto privado, reservado exclusivamente a la delegación del Concilio, presidida por el emperador. Imperativos diplomáticos impedían cualquier encuentro con otros participantes antes de la apertura oficial de las negociaciones. El rey de Aragón, como huésped, se limitó, por tanto, a ofrecer la mejor acogida. Así lo entiende el emperador, que modifica, motu proprio, la disposición de las mesas para hacerla más conforme a su personalidad.
Los convites intercambiados en Morella por el Sumo pontífice y el rey son manifestaciones de cortesía mutua, en las que se observa la diferencia de estatuto entre ambos. El rey no comparte la comida que ofrece al Papa, sino que en ella le sirve de mayordomo. En cambio, coinciden los dos en el banquete ofrecido por Benedicto, aunque Fernando está sentado a una mesa separada y en una posición inferior (“en vn andamio de yuso”) para conformarse con el protocolo de la Iglesia.
Frente a estos tres banquetes, unívocos en su intencionalidad, los de la coronación se prestan a más de una interpretación.
La primera y más evidente consiste en presentar en majestad a las personas del rey y de la reina, visión que prolonga, dentro del marco del palacio, la que se dio en la ceremonia religiosa, donde no faltan los momentos en los que se ofrece a la admiración de todos los presentes la visión del cuerpo consagrado del rey o de la reina, revestido de los atributos de la realeza. Es la razón por la que el rey ostenta el mismo aparato cuando entra en el lugar del banquete[3]:
E el dicho señor rrey salio de su camara vestido de vn manto de oro enforrado en armiños e su corona en la cabeça e el Prinçipe e el duque, sus fijos, lleuauan delante la mançana e el çebtro de oro e delante del, çient hachas de çera blancas ardiendo. E asy se fue asentar a la tabla do avia de comer asentado en su muy rrica sylla.
Otra dimensión es la que se deduce de los entremesos que intervinieron por lo menos en dos momentos del banquete. Su concepción y contenido fueron inspirados por el mismo rey, como lo demuestra la documentación conservada en el Archivo de la Corona [Salicrù i Lluch, Roser, “La coronació i els prepatius de la festa”, Anuario de estudios medievales, 25:2 (1995)]. Los símbolos y los textos ofrecidos por los personajes que intervienen en las representaciones corresponden a algo equivalente a un discurso del trono, en el que el rey impone indirectamente una visión de sí mismo, desde la confirmación de su legitimidad hasta su intención de contribuir a la resolución del Cisma, tarea para la que se siente particularmente destinado.
Por fin, entre el público de esas manifestaciones se contaba, además de los ricos hombres y autoridades eclesiásticas y civiles de la Corona de Aragón, una delegación de Navarros y otra, muy numerosa, de Castellanos, que comprendía, además de los hijos de la pareja real, uno destinado a ser rey de Navarra y otros dos como Maestres de Santiago y Alcántara, los cargos más importantes del reino: condestable, almirante mayor, justicia mayor, adelantado mayor, etc. ¿Qué mejor prueba de que el nuevo rey de Aragón no había renunciado a influir, de una manera más o menos directa, en la política de Castilla y que la coronación le dio la oportunidad, ya resueltos los conflictos ligados a su elección, para manifestarlo de manera ostensible a sus antiguos coterráneos?
[1] “pasteles de aves vivas”. Dentro del pastel se solía colocar unos animales vivos, generalmente pájaros, que echaban a volar o a correr, cuando se cortaba la corteza. Lo precisa más abajo el cronista: “abrieron los pasteles e salieron aves volando por la sala”.
[2] Cf. cap. 340, el banquete ofrecido al papa Benedicto en Morella: “E maravilla hera como fueron seruidos todos de muchos manjares e de potajes de diversas maneras e pauones e otras muchas abes de diversas guisas adouados e frutas, e todo bien sazonado e bien hordenado.”
[3] Aunque no lo precisa el cronista, es de suponer que la reina acudió con el mismo aparato al banquete organizado en su honor.