Mois : septembre 2024

Faciendo farina con perro e gallo e gato

Faciendo farina con perro e gallo e gato

 

XXXIV. Otrosi todo home fijodalgo pueda ganar rueda o molino en su heredad o en el egido aforandolo con abonadores fijosdalgo, e faciendo la presa con vidiganza, e pasando el agua al solar de la rueda o molino, e faciendo farina con perro e gallo e gato.

El artículo 34 del Fuero de Ayala concluye con una fórmula que ha hecho correr mucha tinta sin que haya recibido hasta la fecha, que yo sepa, una explicación satisfactoria. No pretendo proporcionar la clave de ese enigma, porque sería pretencioso rivalizar con mis entrañables y admirados colegas de Vitoria, sino solo contribuir modestamente a abrir alguna vía nueva de interpretación.

La fórmula no se lee en ningún otra colección legal de esta clase, ni siquiera en el Fuero de Vizcaya, a pesar de que los datos que componen este artículo son un breve compendio de las leyes I a V del Título XXIV de aquel.

Para entenderla, varios enfoques resultan posibles: 1) interpretación detallada /vs/ de conjunto; 2) interpretación literal /vs/ metafórica, con la posibilidad de cruzar uno con otro.

Si nos atenemos a cada uno de los elementos (perro, gallo, gato) por separado, debemos asegurarnos primero que no designan metafóricamente alguna parte de la maquinaria del molino, ya que bien se sabe que el vocabulario de la industria usa muchos términos que pertenecen a otros campos, en especial al de los animales y, dentro de este, a estos tres en particular. Con todo, la coincidencia de que esos elementos llevaran todos nombres de animales domésticos y no de otras clases merma mucho esa posibilidad.

Dentro de la interpretación literal, se ha intentado situar a cada uno de esos animales en relación con las condiciones de funcionamiento, material o legal, de un molino: el perro libra a supuestos ladrones de ser declarados culpables de una sisa que habrá que achacar al molinero (no se me escapa que la explicación resulta algo retorcida); el gallo canta al amanecer, lo que autoriza la puesta en marcha del molino, que no debe funcionar de noche; el gato ahuyenta a los ratones.

Es innegable que esos animales pueden ofrecer una contribución útil al buen funcionamiento de la molienda, pero su presencia no es un requisito suficiente en sí para facilitarla materialmente. Si bien el gato ha sido y sigue siendo inquilino imprescindible del molino por su instinto raticidio, los otros dos animales no presentan una especificidad tan congruente con esa actividad: el perro protege toda clase de moradas y el gallo, aparte de despertar al personal a horas indebidas (incluso a media noche), desempeña su papel principal dentro del corral a favor de su femenina población.

Por lo tanto, hay que descartar que la fórmula final del artículo del fuero se refiera a un funcionamiento habitual del molino. En cambio, se entiende perfectamente si remite a un acto específico y único. Ha sido Luis María de Uriarte Lebario quien me ha puesto sobre la pista de una posible explicación: “con la extraña condición […] de tener que hacerse por primera vez la harina con perro, gallo e gato”. Ese “por primera vez” se deduce del texto mismo del artículo, ya que prolonga el significado de “ganar rueda o molino”, lo cual no significa cualquier tipo de adquisición sino muy concretamente el derecho a crear ex nihilo un molino. En el fuero, el verbo “ganar” tiene ese significado muy particular, como se echa de ver en el artículo LXI:

Otrosi, todo ombre que ha de ganar exido ha se de abonar con cinco ombres fijosdalgo que lo ovo cerrado con enseas de roble y que estan plantados fasta seis manzanos, e lo tovo año y dia; pero el peon que asi ganare en el exido, es del señor.

Antonio Sáenz de Santa María percibe también el carácter único evocado por el artículo, sin embargo descarta rotundamente esa interpretación sin justificarla:

[…] la fórmula ya no querría decir que hubiese en el molino, y menos la primera vez, un gato, un gallo y un perro, sino que se están disponiendo unas cláusulas de seguridad para los usuarios del mismo.

En vano se buscará en el fuero un artículo que persiga al dueño cuyo molino no quede permanente acompañado por esos tres animales.

Bien es verdad que podría aducirse que esa cláusula establece una forma de obligación de perennidad en el funcionamiento del molino, al exigir su integración dentro de una edificación mayor no limitada al molino sino que suponga una presencia humana permanente con casa y dependencias. Pero sería forzar excesivamente el valor de un texto legal suponer que contiene cláusulas no explicitadas sino solo sugeridas.

Adelantaré, pues, la hipótesis de que la enigmática fórmula remita a un ritual, el que solía acompañar la toma de posesión de un bien mueble o inmueble. Consistiría, en este caso, en poner en movimiento por primera vez la rueda del molino en presencia de esos tres animales, en carne y hueso o representados en efigie. La contribución de estos al acto inaugural se apoya en una características propias que pueden ser las mencionadas más arriba pero consideradas desde un punto de vista simbólico. Así, queda exonerada la ceremonia del excesivo realismo sugerido por la interpretación literal del artículo del fuero. Además, demuestra que, en la época en la que se redacta, queda abierta la posibilidad de incorporar tradiciones propias de la comarca, pertenecientes a un fondo consuetudinario e ignoradas por las fuentes legales vigentes.

 

Anejos

e/o faciendo la prensa

Tanto Uriarte Lebario como Sáenz de Santa María transcriben “o faciendo la presa” en lugar de “e faciendo”. Es error evidente porque la localización del espacio en el que se piensa poner el molino y la edificación del mismo son dos operaciones distintas y sucesivas.

 

rueda o molino

Sin poder zanjar la duda que le asalta, Sáenz de Santa María se pregunta, después de otros autores, si molino y rueda, sistemáticamente asociados por los redactores del fuero, son términos equivalentes o si designan realidades distintas. Obsérvese que no se confunden ya que aparecen siempre unidos por la conjunción “o” (“rueda o molino”), lo que supone sino una oposición radical entre ellos por lo menos una diferencia significativa. Un fenómeno similar se da con molino y aceña. Según Adeline Rucquoi, son dos conceptos distintos. El molino, más antiguo, está dotado de una rueda horizontal y un árbol vertical exclusivamente de madera. La aceña, de creación posterior, consiste en una rueda vertical, con un sistema de engrenage metálico.

No parece descaminado suponer que, en el fuero de Ayala, “rueda o molino” deba interpretarse al igual que “aceña o molino”.

 

con vidiganza

En lo que atañe a la localización del molino, la redacción de este artículo es tan elíptica (e faciendo la presa con vidiganza e pasando el agua al solar de la rueda o molino) que, para entenderla, es imprescindible cotejarla con el texto correspondiente del Fuera de Vizcaya (Título XXIV, ley IV), mucho más detallado:

y algunos echan bidigazas en los rios y arroyos que passan por los tales exidos, y ponen assimesmo abeurreas (que son señal de Casa) para poner en aquel lugar do aquellas señales echan pressa de herrería o molino o rueda o la tal casilla, para edificar ende ferreria, o molino o rueda.

Son dos, pues, las señales colocadas: unas, – las vidigazas -, dentro de la corriente para señalar donde se edificará la prensa; otras, – las abeurreas -, en el lugar donde se piensa levantar la casa. El fuero de Ayala omite las segundas. Mi ignorancia del vascuence no me permite identificar los objetos así designados, y no puedo menos que observar que esa identificación no resulta tampoco fácil para expertos de dicha lengua. Supongo que las abeurreas serán una suerte de estacas para deslindar el solar en el que se pretende edificar en tierra firme, entre río y canal. En cuanto a la vidigaza, no estoy en condiciones de dudar de su identificación con la Clematis vitalba, pero su utilización “para hacer señales” me resulta algo difícil, teniendo en cuenta que debe mantenerse visible durante un tiempo largo dentro del agua “(año y día”). Aún si se trenza, tendrá que beneficiarse de un soporte fijo para que no se la lleve la corriente, lo cual se asemeja mucho a una prensa momentánea, cosa que no permite la ley. Por consiguiente, me quedo con la duda.

 

Bibliografía

– Rucquoi, Aline, “Molinos et aceñas au coeur de la Castille septentrionale (xiexve siècles)”, Les Espagnes médiévales. Aspects économiques et sociaux, Mélanges offerts à Jean Gautier Dalché, Annales de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines, n° 46, Nice, Les Belles Lettres, p. 104-122.

– Sáenz de Santa María, Antonio, “Alrededor del capítulo xxxiv del Fuero de Ayala”, Kultura. Cuadernos de Cultura, n° 9 (1986), p. 57-63.

– Uriarte Lebario, Luis María de El Fuero de Ayala, Diputación foral de Alava, 1974. Tesis de 1911, edición en el VI Centenario del Fuero de Ayala, con Introducción de D. Antonio María de Uriol y Urquijo, Presidente del Consejo de Estado.

– Villacorta Macho, Ma Consuelo de, González Díaz, Emiliano, Dacosta, Arsenio, Díaz de Durana, José Ramón, El Fuero de Ayala. Edición crítica y estudio del texto foral de 1373, el Aumento de 1469 y la Proscripción de 1487, Gijón, ediciones Trea, 2023.

 

Vue de Chinon dans la collection de Claude Gaignières (1699)

Vue de Chinon dans la collection de Claude Gaignières (1699)

La Vue de Chinon exécutée en 1699 par Louis Boudan, est une aquarelle bien connue est souvent reproduite. Elle est conservée à la Bibliothèque Nationale, Collection Gaignières, sous le n° 5320.

 

Veüe de la Ville et du Chasteau de / Chinon. En Touraine à 3. Lieues de Fonteuraud / 1699. Écus d’armes : d’azur à 3 fleurs de lis d’or, 2 et 1, accompagnées alternées de 3 tours d’argent, 1 et 2 (armes de Chinon) ; d’argent à 3 chevrons de gueules (armes du cardinal de Richelieu).

Elle nous offre une vue profonde et panoramique du site : au premier plan, la Vienne, ses îles et ses berges ; puis la ville derrière ses murailles ; le château enfin. Les reproductions anciennes, jusqu’au xixe siècle inclus, n’ont pas toujours eu bonne presse auprès des historiens et des archéologues. On leur reproche de donner une vision qui sacrifie souvent l’exactitude à l’imagination ou à la recherche de l’effet. Cette opinion n’est plus tout à fait de mise aujourd’hui, dès l’instant où il reste assez de vestiges des monuments anciens pour mesurer le degré d’exactitude de leur représentation.

En ce qui concerne le château figurant dans l’aquarelle, Bruno Dufaÿ a démontré la précision de la reproduction, point par point, au moyen d’une projection de l’élévation du château et de sa silhouette par la 3D sur le cadastre napoléonien.

Si l’on se fonde sur la silhouette de la forteresse telle que l’a représentée Louis Boudan, il ne fait aucun doute qu’il a effectué son relevé depuis le côteau sur la rive gauche. Reste à préciser l’emplacement exact du point de vue. C’est à quoi je me suis employé.

 

De façon à mieux rendre visible la partie utile de l’aquarelle, je l’ai amputée de sa partie supérieure occupée par le cartouche et les deux écus.

 

Je me suis donc rendu sur le coteau nord pour tenter de repérer le lieu d’où a pu être effectué le relevé. Il n’est pas nécessaire de monter très haut pour obtenir, à la faveur de l’éloignement, « une élévation géométrale de l’édifice » (Dufaÿ). L’emplacement favorise aussi la perception de la ville, en permettant au regard de plonger par-dessus la muraille et de découvrir une hauteur de façades nettement plus grande que celle que l’on devait percevoir depuis la berge. Il faut donc franchir la Vienne, emprunter la digue Saint-Lazare qui prolonge le pont au sud, traverser la départementale qui suit la rive gauche, soit 2 kms environ. On emprunte, à droite, la voie qui passe le long de l’église de Parilly et l’on poursuit jusqu’au manoir de la Vaugaudry.

Vue du château

Pour situer précisément le point de vue en ce mois de septembre 2024, je disposais de deux repères : la Tour de l’Horloge et le clocher de Saint-Maurice. Sur l’aquarelle, on voit la première de profil, depuis l’ouest, selon un angle légèrement inférieur à 45°. Quant au clocher de Saint-Maurice, sa pointe s’inscrit dans le rempart de la forteresse, à l’est de la Tour du Trésor. J’ai utilisé conjointement les deux repères, parce que le recours au seul angle de visée de la Tour de l’Horloge était trop aléatoire. Il se trouve que, par chance, le clocher est visible au-dessus de la barrière végétale que constitue la rangée de platanes qui borde le quai Charles VII et qu’il se prête particulièrement bien à cette observation. En effet, il suffit de s’écarter de 100 m à l’est ou à l’ouest pour constater que la pointe se déplace de façon perceptible sur le fond de la muraille.

Pour obtenir une visée similaire à celle du géomètre de Gaignières, il convient de se placer dans l’espace qu’occupait le primitif château de la Vaugaudry, qui s’élevait quelque 100 m plus à l’est de l’actuel manoir. Cet espace est désormais boisé mais on observe, en contrebas, un clos ancien, désormais entouré de murs, qui pourrait-être celui qui est représenté au premier plan de l’aquarelle.

En résumé, le point de vue se trouve à quelque 2,5 kms à vol d’oiseau de la ville et du château, excentré vers l’ouest de quelque 2 km. Et il semble qu’il ait été choisi parce qu’il offrait une vue frontale du château, du moins est-ce l’impression que l’on retire, même si la forteresse présente un angle de 20° d’ouest en est par rapport à la vallée. L’effet de ce dernier s’estompe dans la mesure où le château se voit attribuer la position centrale dans l’image.

La coïncidence du point de vue avec le manoir de la Vaugaudry laisse supposer que Louis Boudan y fut accueilli par ses propriétaires pour y effectuer son relevé. Selon Henri Grimaud, pendant son excursion dans la région de Chinon en septembre 1699, Gaignières fut l’hôte de l’abbesse de Fontevraud. C’est ce qui explique, sans doute, le libellé du cartouche de titre de l’aquarelle, qui situe la ville en fonction de l’abbaye (« à 3. lieues de Fonteuraud »). À Chinon et dans ses environs, il a recherché les traces de la présence de Rabelais et en a tiré plusieurs dessins : la Devinière et la maison dite de Rabelais, rue de la Lamproie, représentée dans deux dessins. Par ailleurs, l’entreprise de Gaignères était suffisamment connue pour que ses collaborateurs aient pu jouir de l’hospitalité de personnes fortunées pendant la durée de leurs travaux, par exemple à la Vaugaudry qui, à la fin du xviie siècle, fut la propriété de Philippe de Dreux, lieutenant général du bailliage.

 

Vue de la ville

Par opposition à celle du château, la représentation de la ville est plus maltraitée ou, « bricolée », selon le mot de B. Dufaÿ. Le point de vue initial présente de sérieux inconvénients pour le géomètre. En premier lieu, la masse que constitue le faubourg Saint-Jacques qui, à l’époque, était encore entouré d’une muraille, devait lui cacher une grande partie du pont, dont seule l’extrémité, côté ville, devait être visible. De ce fait, Louis Boudan ne pouvait voir non plus les édifices qui se trouvaient en aval sur la rive droite. Pour compléter le relevé effectué depuis le coteau, il était contraint d’adopter un nouveau point de vue, plus près de la rivière.

Cette hypothèse est vraisemblable si on veut bien considérer que les immeubles de la ville, telles qu’ils figurent dans l’aquarelle, n’étaient pas perceptibles dans le détail à une si grande distance. Ce qui était possible pour le château, placé en évidence au sommet de la butte, ne l’était pas pour des édifices plus réduits, cachés en partie par la muraille et par la végétation des îles et de la berge.

Pourtant, la représentation est loin d’être fantaisiste. D’où l’idée que la première saisie, depuis le coteau de la Vaugaudry dut être complétée par une deuxième, prise à faible distance depuis une position relativement élevée, probablement au haut d’un édifice. On pense évidemment à l’église Saint-Jacques, dont le clocher offrait une position favorable. Cela expliquerait aussi pourquoi les bâtiments de la ville semblent rivaliser en volume et en hauteur avec ceux de la forteresse. Ainsi, vue du coteau, la pointe du clocher de Saint-Maurice reste très en dessous de la muraille, alors que là, elle atteint le milieu du massif qui la surplombe.

Même depuis cette position, il n’était pas aisé d’insérer les édifices situés à l’est du château. La raison principale en est que celui-ci devait occuper le centre de l’image, ce qui ne pouvait se faire qu’au détriment de la place occupée par la ville. En effet, si celle-ci ne déborde pas à l’ouest le pied de la muraille qui descend de la forteresse, à l’est, elle se répand largement en aval : quartier Saint-Etienne, faubourg Saint-Mexme et Porte des Prés. Plutôt que de s’abstenir de les reproduire, Louis Boudan a choisi de les insérer, au prix d’un déplacement vers l’issue du pont et d’un resserrement qui ne rendent pas compte de la réalité.

Vue de la rivière

L’interprétation du premier plan, qui occupe la partie inférieure de l’aquarelle jusqu’à la rivière, peut prêter à confusion. En apparence, il suggère une continuité ininterrompue entre le site de la Vaugaudry et la berge. Or, il n’en est rien. L’espace qui est au-delà du rebord de la butte, figurée à gauche, par un alignement d’arbustes et, à droite, par un verger clos d’un mur, se trouve en contrebas de celle-ci. Il s’agit d’un espace voué à la culture, comme l’indiquent les sillons visibles ainsi que la vache conduite par un couple, que traverse un chemin qui descend du coteau puis, après avoir tourné vers la droite, disparaît à la vue. La partie la plus éloignée est un lieu d’agrément, comme en témoignent le promeneur et le personnage suivi de son chien. Cet espace se termine par un rebord en surplomb sur la rivière, lequel cache l’extrémité du chemin ainsi que la berge. Les embarcations que l’on aperçoit ne sont pas amarrées sur la rive mais se trouvent au milieu du cours : un personnage manie une barque pour rejoindre une des trois toues que l’on aperçoit à l’extrême droite. La vue ne nous montre pas la berge, ce qui laisse à penser qu’elle reproduit un relevé effectué depuis le coteau et non d’une position plus rapprochée, par exemple, depuis l’église Saint-Jacques.

Enfin, l’aquarelliste a voulu donner à cette partie de son tableau une dimension esthétique. Il a choisi un moment précis de la journée, celui où le soleil est au couchant et où les ombres, soigneusement indiquées, se projettent vers l’est. Les personnages, le chien et le bœuf relèvent du tableau de genre, de même que les barques et les toues. La représentation de la végétation s’apparente à un décor, les arbres étant soigneusement alignés, au premier plan, au sommet du coteau et sur les berges, à l’exception de l’île Auger qui contient un bosquet.

Bibliographie

De Izarra, François, La Vienne à Chinon de 1760 à nos jours. Évolution d’un paysage fluvial. Combleux, Éditions Loire et Terroirs, 2007, p. 323-324.

Dufaÿ, Bruno, « Nouvelles considérations sur la valeur de documents iconographiques représentant la forteresse de Chinon », Châteaux et Atlas. Inventaire, cartographie, iconographie xiiexviie siècle Actes du second colloque de Bellecroix, 19-21- octobre 2012, Édition du Centre de Castellologie de Bourgogne, Chagny, 2023, p. 196-212.

Grimaud, Henri, « Roger de Gaignières à Chinon », BSAT, T. 18, 1909-1910, p. 127-130.

Mauny, Raymond, « Les dessins de Gaignières (1699) relatifs au Chinonais, BAVC, T. V (1966), p. 558-567.

 

Ramón Pérez de Ayala, A. M. D. G.

Ramón Pérez de Ayala, A. M. D. G.

Traduction de Jean Cassou

Le deuxième roman de l’écrivain asturien Ramón Pérez de Ayala (1880-1962), A. M. D. G. Scènes de la vie dans un collège de jésuites, a été publié en 1910. L’intrigue, qui s’inspire largement des années de collège de son auteur, est une charge féroce contre l’esprit et la méthode de la Compagnie de Jésus. Il a été traduit en français par Jean Cassou et publié aux éditions de La Connaissance en 1929.

 

 

On en sait plus sur les circonstances qui présidèrent à cette traduction grâce au témoignage de l’éditeur, René Louis Doyon (Mémoire d’homme. Souvenirs irréguliers d’un écrivain qui ne l’est pas moins. Ed. La Connaissance, 1952, p. 105) :

Je me réjouis d’avoir publié de très nobles études de Cassou et de lui avoir demandé la traduction du douloureux roman du Castillan Perez de Ayala, A. M. D. G., Scènes de la vie dans un collège espagnol de Jésuites. Cette traduction, à quoi on a reproché même sa minutieuse exactitude, eut un grand retentissement, non seulement dans les milieux littéraires, mais dans le monde pédagogique. Je ne comprends pas encore pourquoi Jean Cassou ne l’a jamais comprise dans son Panorama de la Littérature espagnole, non plus que dans ses différentes bibliographies. Il a toujours convenu que c’était par oubli, et c’est fort probable, car il a des négligences de poète.

Il est exact que dans le volume des Panoramas des Littératures contemporaines consacré à la Littérature espagnole, rédigé par Jean Cassou et publié en 1931, soit deux ans après la parution de sa traduction, ce dernier ne la mentionne pas, sans pour autant omettre de commenter élogieusement le roman de Pérez de Ayala :

La perfection stylistique de Pérez de Ayala n’est pas autre chose qu’une forme de burlesque espagnol si grave et si subtil. Sous des aspects divers, qu’il écrive des poèmes, des romans ou des essais, c’est ce rire profond et retenu qu’il fait entendre. Ce qu’il veut, ce n’est point tant nous présenter des personnages ou nous proposer des thèses que d’exercer notre esprit en une suite de vacillations éblouissantes et pleines de risques. Ayala a de qui tenir cette dialectique savante et trouble :et c’est contre ses premiers maîtres qu’il a retourné ses armes. A. M. D. G. (1910) est le livre le plus noir qu’on puisse rêver : c’est un chef-d’œuvre d’ironie pesante. Et pour cette horrible critique de l’éducation jésuite la phrase d’Ayala s’est faite à la fois plus caressante et plus blessante que jamais.

Il y a du prêtre chez Ayala ; il y a aussi du torero.

Malgré ce que laissait espérer ce commentaire élogieux, l’idée de traduire cet ouvrage ne lui vint pas naturellement ; elle lui fut suggérée par son éditeur, s’il faut en croire ce dernier, cité plus haut. Entreprendre la traduction d’un roman publié quelque vingt ans auparavant ne manifeste pas, en effet, un grand empressement de la part du traducteur. Aussi est-il plus logique de penser que c’est à l’initiative de René-Louis Doyon qu’on la doit.

L’adjectif « douloureux » dont celui-ci qualifie le roman suggère qu’il en fut ainsi. Car, s’il est fort probable, en effet, que remuer ces cruels souvenirs d’enfance pût être une épreuve pour Pérez de Ayala, on doute qu’il en ait été de même pour le traducteur français. En revanche, cet adjectif pouvait venir naturellement sous la plume de l’éditeur, dont on sait qu’il fut lui aussi élève des Jésuites. Dans Mémoire d’homme (p. 15), il expédie cet épisode de sa vie en une phrase qui tombe comme un couperet : « Après un séjour en Piémont dans un collège de R. R. P. P. Jésuites[1], où je bâclais hâtivement quelques humanités, en 1908, je devais regagner Alger par Marseille ». On est bien loin d’une quelconque adhésion aux bons Pères. Doyon s’éloigne d’ailleurs radicalement de toute vocation religieuse dès sa jeunesse, à la suite, assure-t-il, d’un pèlerinage à Lourdes décevant. D’où l’idée que le rappel de ces années pût lui être « douloureux » et lui ait inspiré le désir d’ajouter à son catalogue d’éditeur une traduction du roman d’Ayala qui témoignait de sentiments proches des siens.

L’implication personnelle de René-Louis Doyon dans le projet est confirmée par la longue Préface (84 pages) datée de septembre 1928, dont il fait précéder la traduction : « Iñigo de Lozoya ou le triomphe de l’esprit militaire par René-louis Doyon ». Il la qualifie « d’essai d’ensemble sur l’organisme, l’esprit et l’activité de la Compagnie » (p. lvii), ce qui n’est pas usurpé, parce qu’elle s’appuie sur une bonne connaissance des textes réglementaires de la Société de Jésus et sur une bibliographie susbtantielle, pour autant qu’on puisse en juger, car il ne s’y réfère pas toujours directement.

Quant à l’esprit avec lequel il aborde le thème, il le présente ainsi :

Par précaution, il est peut être superflu de prévenir le lecteur avec quelle indépendance de vues, quelles considérations déférentes sans être sympathiques, les ressorts de la Compagnie vont être démontés. Ennemi irréductible de la société anonyme, des puissances qui utilisent une armée d’obscurs sacrifiés même sous un généreux pavillon, attaché aux psychologies des esprits renoncés qui ne peuvent vivre qu’à l’ombre des maisons mystiques, l’auteur n’apportera, dans cet essai, qu’une impartialité méritoire, même si elle est passionnée.

Disons, pour être plus simple (Doyon était connu pour son style volontiers pédant et même amphigourique), qu’il aborde son sujet en toute objectivité, mais qu’il n’hésitera pas à dénoncer ouvertement ce que la Compagnie tient à tenir caché. Il s’attache tout d’abord à la personnalité du fondateur puis analyse les principes qui régissent le fonctionnement de la Compagnie, sa puissance économique et son ambition politique.

Cet essai liminaire n’a guère de lien avec le roman qui suit. Il ne réserve qu’une brève allusion à son dénouement. Au Père Atienza, qui s’enfuit du collège, son ami Trelles demande : « Croyez-vous que l’on devrait détruire la Compagnie de Jésus ? ». Le personnage de Pérez de Ayala y répond sans ambages : « De fond en comble ! ». Doyon, en revanche, est beaucoup plus nuancé (p. lxxxiii) :

En résumé, les jésuites sont-ils un danger social ; ou doit-on poser cette question comme le héros du beau roman de R. Perez de Ayala : « Faut-il détruire la Compagnie ? ». L’auteur de cet essai ne répondra point par l’affirmative ; il ne croit pas la force des jésuites si redoutable ; leur action n’est nocive qu’à certains tempéraments qui subissent leur emprise ; […] les États, certes, ont le droit de limiter son action quand elle va à l’encontre de la liberté des citoyens et établit des compromis d’autorité, des ingérences extérieures. Si l’on reconnaît à l’œuvre d’Iñigo qu’elle n’agit que pour recruter d’autres soldats, on redoutera moins son autofécondation ; ne rentrent dans les ordres religieux, ne restent chez les jésuites que les esprits que convainc, qu’abaisse la vérité enseignée par ce saint tragique de la tragique Espagne.

En ne condamnant pas la Compagnie aussi radicalement que le personnage de Pérez de Ayala, Doyon prend, de fait, ses distances à l’égard du roman. Cette attitude, pour le moins ambiguë, est, en outre, inexplicable, parce qu’elle contredit le fait que, tout au long de son traité, il n’épargne pas cette institution. Elle est aussi maladroite. On attendrait, en effet, que l’éditeur, dont on a tout lieu de penser qu’il fût à l’initiative de la traduction, ne se contentât pas de le qualifier de « beau roman », ce qui s’apparente à une formule de courtoisie obligée plutôt qu’à une opinion sincère.

Quant au reproche fait à Cassou de n’avoir jamais mentionné sa traduction « dans son Panorama de la Littérature espagnole, non plus que dans ses différentes bibliographies », il est justifié, même si elle figure dans la liste de ses œuvres reproduite en page de garde.

On ne peut donc écarter l’idée que Jean Cassou ait pris ombrage de l’encombrante présence de son éditeur en tête de sa traduction et qu’il n’ait pas partagé sa façon de ménager la Compagnie de Jésus. Peut-être n’a-t-il pas voulu faire de publicité à cet essai liminaire. Ce n’est qu’une hypothèse, mais elle expliquerait un silence qui visiblement importunait son éditeur.

Il pouvait s’agir aussi d’une fâcherie passagère, entre deux connaissances d’assez longue date. Dans sa Mémoire d’homme, Doyon évoque les nombreux hommes de lettres qui fréquentaient sa maison d’édition et collaboraient à sa revue (p. 104-105)[2].

Parmi nos jeunes amis, le groupe dit des Lettres Françaises, Jean Cassou, Georges Pillement, Maurice Moreau et André Wurmser, furent d’actifs collaborateurs. Le premier d’entre eux, Jean Cassou, tant par l’antériorité de notre rencontre que par la considération que je lui ai témoignée et lui garde toujours, est un esprit riche de dons, d’une psychologie curieuse, un véritable volcan d’imagination, de lyrisme, de suggestion : c’était le Belphégor de cette pléïade dissociée.

Le portrait que Doyon trace de Jean Cassou est certes élogieux et probablement sincère, mais on y perçoit une forme d’incompréhension devant certains comportements de son jeune ami, compensée par l’indulgence qu’autorise leur différence d’âge (Doyon est plus âgé de douze ans). Cette attitude protectrice de Doyon a pu aussi indisposer Jean Cassou qui, en 1929, n’était probablement pas disposé à supporter un quelconque chaperon.

 

Couverture et 4ème de couverture de l’édition numérotée.

On observera la coquille de la date : mcmxxvix pour mcmxxix.

 

 



[1] Le collège de Salussola, selon l’auteur de sa notice wikipédia.

[2] Ce passage se conclut sur le paragraphe transcrit au-début de cette chronique.

Portraits croisés (2). Ignace de Loyola et l’abbé de Saint-Cyran

Ignace de Loyola et Duverger de Hauranne, abbé de Saint-Cyran :

portraits croisés par René-Louis Doyon

 

La comparaison est un moyen commode pour dessiner le caractère d’un personnage. Il suffit pour cela de le confronter à un individu ayant exercé dans le même domaine et faire ressortir par contraste les différences qui font son originalité.

On pourrait comparer [Ignace de Loyola] pour mieux éclairer sa physionomie, au vaincu de ses successeurs[1]: Duvergier de Hauranne, abbé de Saint-Cyran[2]; ils sont Basques tous deux, chacun d’un versant pyrénéen; tous deux ont la même rudesse, la même froideur, la même ardeur à entreprendre, à commander, la même inflexible maîtrise de leur caractère; l’un [Loyola], avec plus de souplesse, déploya tout son génie de conquête à capter doucement les hommes, puis à les réduire au service jusqu’à la destruction de la personnalité; l’autre [Saint-Cyran], dans une sombre spéculation théologique, destinait aux enfers les enfants sans baptême et maintenait l’homme dans l’épouvantement d’un destin irrévocable; le premier glaçait le cœur, le second la raison ; celui-là servit le pouvoir et ne compta pour rien[3] les concessions, les souplesses, les épreuves sociales qui devaient assurer ses fins ; Duvergier se heurta à un génie inflexible, et, n’ayant pas traité de puissance à puissance, perdit toute sa vie ; et sa pensée à peine écrite, transmise par des témoins, pourchassée dans ses moindres manifestations, mal comprise, calomniée, montée en épouvantail, servit de dispute à un siècle et au triomphe de l’autorité ignatienne ; l’abbé de Saint-Cyran eut peut-être plus de génie théologique ; ce n’était pas un homme d’action, un chef : il était surtout un abstracteur ; Iñigo connaissait mieux les hommes, leur maniement : il était tacticien et fin psychologue. En fait, ils sont tous deux sans poésie et leur parallèle va jusqu’à cette limite, la chance ayant fait de l’un le créateur d’une société destinée à maintenir, à développer l’ordre catholique romain, et de l’autre, une manière de réformateur qui eût transporté à Paris le siège de Saint-Pierre et mêlé au paganisme romain le rigorisme chrétien. Duvergier a échoué en théologien diffus ; Iñigo a triomphé en commandant d’armée. Qu’on s’étonne maintenant qu’il exerce encore un prestige sur les hommes d’action et que Napoléon ait consulté, dit la légende, un de ses traités sur les sièges de places fortes.

René-Louis Doyon, « Iñigo de Loyola ou le triomphe de l’esprit militaire »,

Étude préliminaire à Ramón Pérez de Ayala,

A. M. D. G. Scènes de la vie dans un collège de jésuites¸

traduit de l’espagnol par Jean Cassou,

Paris, La Connaissance, 1929, p. XVIII-XIX.

Pour pouvoir comparer deux personnages, il faut qu’ils aient quelques points communs. Le monde a bien changé, aussi bien dans le domaine politique que religieux, pendant le siècle qui sépare le fondateur de la Compagnie de Jésus du promoteur du jansénisme et on pourrait en déduire que la comparaison est vouée à l’échec. Cependant, la tentation est grande de confronter ces deux purs produits de la race basque, Ignace, né dans la province de Guipuzcoa, et le bayonnais Duverger de Hauranne. Le terroir d’origine n’explique pas tout, mais on est tenté de retrouver sa trace dans certains de leurs traits de caractère, à en juger par leur parcours personnel : froideur, ardeur à entreprendre, goût du commandement, inflexibilité de la volonté. Ces ressemblances existent aussi, encore qu’à un degré d’intensité moindre, entre Saint-Cyran et Vincent de Paul, son contemporain (cf. Thèmes landais / Portraits croisés). Mais ce rapprochement ethnique, s’il satisfait le chauvinisme des historiens locaux, ne suffit pas à rendre compte de la complexité de deux vies humaines.

Les différences sont beaucoup plus nombreuses et d’autant plus significatives qu’on peut les opposer terme à terme, avec un accent mis sur des questions de méthode. Ignace de Loyola se montre conciliant à l’égard de ses interlocuteurs officiels et sait attirer à lui de potentielles recrues. En revanche, il réserve sa rigueur, qui était grande, aux garnisaires (terme qu’apprécie particulièrement Doyon et qu’il emploie souvent dans son traité) de la Compagnie, du novice au profès, sans oublier les coadjuteurs spirituels et les coadjuteurs temporels. Ce terme désigne de véritables « bêtes de somme » condamnées à végéter toute leur vie dans un statut de subalternes, à qui on interdit tout apprentissage intellectuel, au point qu’ils ne peuvent apprendre à lire et à écrire s’ils sont illettrés. Il existe un fort contraste entre l’image que le fondateur de la Société de Jésus propose à l’extérieur et la pratique interne de la Compagnie.

Par opposition, l’abbé de Saint-Cyran ne sait pas feindre. La sévérité qu’il proclame à l’endroit des principes de la religion sont énoncés sans ambages et le refus d’une grâce quelconque offre peu de perspectives souriantes au croyant. Sa conviction est telle qu’elle ne laisse transparaître aucune humanité et qu’elle s’aliène nécessairement les meilleures volontés. Son projet de réforme de l’Église, qui s’appuie sur une interprétation sans concessions des Textes saints, faute de lui attirer des appuis nombreux hors un petit cercle de religieux, est promis à l’échec. Il finit par irriter le cardinal de Richelieu et par connaître la prison dont il ne sortira que pour mourir quelques mois plus tard.

Ce jeu de contrastes entre les deux personnages est une illustration, volontairement ou non de la part de Doyon, de l’opposition entre les Armes et les Lettres, motif qui court tout au long de la Renaissance. Mais, alors que l’humanisme s’est évertué à faire dialoguer ces deux états entre eux, Doyon, loin de chercher à les concilier, s’évertue, au contraire, à les opposer de façon systématique. Loyola, pur produit d’une vision guerrière du monde, organise sa Compagnie selon des principes militaires et n’accorde de vertu qu’à la sujétion des individus au profit d’une entreprise qui ambitionne de conquérir les esprits par la force et de les gouverner par la terreur. L’abbé de Saint-Cyran, tout au contraire, n’use d’autre arme que du raisonnement érudit et n’aspire qu’à gagner les esprits à sa vision d’une Église idéale, convaincu qu’il est que la justesse de son raisonnement finira par conquérir les volontés les plus rebelles, pour peu qu’elles soient honnêtes. On imagine sans peine qui devait sortir vainqueur de ce combat.

Doyon conclut, en manière de flèche du Parthe, sur un trait commun aux deux personnages qu’il avait volontairement omis de signaler au-début : « En fait, ils sont tous deux sans poésie et leur parallèle va jusqu’à cette limite ». Ce défaut rédhibitoire les condamne donc tous deux à ses yeux.



[1] NdE. Saint-Cyran fut la victime de la cabale menée par les Jésuites, successeurs d’Ignace de Loyola.

[2] Note de Doyon. Un seul trait souriant dans la vie de ce dur ascète, c’est la lettre charmante qu’il écrivit de son effroyable prison de Vincennes, à sa nièce qui lui offrait un petit chat ; le jansénisme n’a pas de sourires comme celui-là. [NdE : cf. Sainte-Beuve, Port-Royal, I, p. 491, n. 1. C’est sans doute là que Doyon a lu cette lettre par laquelle il refuse l’offre de sa nièce : « J’aurois volontiers retenu votre chat qui étoit si beau ; mais ma chambre est si petite que nous n’y pouvions demeurer tous les deux : conservez-le moi pour un autre temps que je vous le demanderai ».]

[3] NdE. « ne fit aucun cas, ne ménagea pas ».

Bernard Manciet sur scène

Bernard Manciet sur scène

Du 2 au 9 décembre 1996, le Festival d’automne à Paris avait programmé, au Théâtre Molière-Maison de la Poésie, rue Saint-Martin, un spectacle intitulé Bernard Manciet, poète de la Lande. J’ai assisté, le dimanche 8 décembre, pour la somme de 120 F, – le ticket que j’ai conservé en fait foi – au second des spectacles proposés, L’Enterrement à Sabres.

Je connaissais à peine le nom de Bernard Manciet et n’avait rien lu de lui. Ce n’est qu’après cette expérience que j’ai acquis son ouvrage Le triangle des Landes, publié en 1981 aux éditions Arthaud, que j’ai souvent relu depuis. Le dépliant du spectacle de la Maison de la Poésie m’a donc servi d’introduction à la connaissance du poète et de son œuvre. C’est sans doute ce qui explique que je l’aie soigneusement conservé. Je crois utile d’en reproduire ci-dessous le contenu.

 

 

Le modeste dépliant de 4 pages, en noir et blanc, dont la première page était occupée par une photo du poète par Marc Enguerand, proposait deux programmes en alternance.

1. Per el Yiyo / Poème épique en quatre actes en hommage au tragique destin des / toreros Paquirri et El Yiyo / Réalisation Jean-Louis Thamin.

2. L’enterrement à Sabres / Récit flamboyant et méditation mystique / La geste d’un peuple en quête d’un dieu qui se dérobe / Réalisation Hermine Karagheuz / échange français-occitan avec la participation / de Bernard Manciet.

Les deux pages centrales sont réservées, celle de gauche, au premier spectacle, celle de droite au second. À cheval sur les deux pages centrales, un court texte-annonce :

La Dauna régnait sur la Lande, “terre reflet du ciel”, désert biblique.

El Yiyo vivait au cœur de l’arène, et il y périt, tout jeune encore.

Ces deux œuvres, ancrées dans la terre occitane, d’une beauté inouïe,

majestueuses et puissantes, seront présentées en alternance.

Pour donner à Manciet sa juste place au sommet de l’art poétique.

Au-dessous, deux encadrés.

Page de gauche :

Per el Yiyo / Réalisation Jean-Louis Thamin / Décor / Steen Halbro / Lumières / Jean-Pascal Pracht / avec / Ghaouti Faraoun / Jérôme Robart / Thomas Roux / Mardi 3, jeudi 5, samedi 7 et lundi 9 décembre à 21 heures.

Page de droite :

L’Enterrement à Sabres / Adaptation / Bernard Manciet, Hermine Karagheuz / Réalisation et dispositif scénique / Hermine Karagheuz / Lumières / Jean-Pascal Pracht / avec / Hermine Karagheuz / Bernard Manciet / Michael Chirinian / lundi 2, mercredi 4, vendredi 6 décembre à 21 h et dimanche 8 à 16 h.

Haut de la page de gauche, sous le titre :

Le 26 septembre 1984 dans l’arène de Pozo-Blanco, Paquirri succombe à un coup de corne à l’aine. El Yiyo tue immédiatement le taureau. Le 30 août 1985, à Colmenar Viejo, El Yiyo meurt à son tour d’une coup de corne qui lui transperce le cœur. Il a alors vingt-deux ans. Bernard Manciet, qui avait commencé à composer un hommage à Paquirri, modifie alors son texte qui devient « Per el Yiyo », tragédie en quatre actes où se mêlent incantations, apostrophes et provocations, dans l’arène, là où le sacrifice est règle, là où la mort est acte d’amour.

Haut de la page de droite, sous le titre :

Écrit en occitan et traduit en français par l’auteur, ce poème d’environ 5000 vers, composé de seize chapitres, suit, sans toutefois la respecter, l’ancienne cérémonie de la liturgie latine consacrée aux défunts : de la levée du corps à l’ensevelisement.

Les gens de Sabres, bourgade des Landes, enterrent une des leurs, la vieille, la Dame, la “Donne” : elle incarne la lande, “pas du tout le département, mais la tribu au sens biblique”. Le cortège funèbre nous projette dans la rondes des temps antiques… contemporains : la cérémonie funèbre se fait “insurrection, résurrection”, noces cosmiques. La langue de Gascogne est portée aux nues: “je l’enterre” dit Manciet mais “je l’enterre vivante”. Les vers flamboyent comme les images de Paradjanov. Le “Sabres” de Manciet nous submerge comme la “Roma” de Fellini. (H. Karagheuz).

“L’enterrement à Sabres” édition bilingüe Ultreia épuisée) réédité par les Éditions Mollat-Bordeaux 1996, distributeur le Seuil.

Haut de la page 4.

“Il faudrait que notre parole tienne le coup face au parler de l’océan, et à ce moment-là, nous serons dignes d’être poètes. Mais c’est imposible… L’Océan; ce n’est pas seulement, comme le dit Virginia Woolf, de l’eau” (Bernard Manciet)

Né à Sabres (Landes) en septembre 1923, Bernard Manciet retourne définitivement dans les Landes en 1955, après des études secondaires à Bordeaux, supérieures à Paris, et une dizaine d’années passées dans la carrière dilomatique, à l’étranger (Allemagne, Brésil) ainsi qu’à Paris. Il vit et écrit à Trensacq.

Quarante-cinq années d’écriture ininterrompue se traduisent par un nombre et un rythme croissants de publications,, par des “interventions” toujours plus nombreuses mais concises, par des écrits qui, initialement publiés en revue ou patiemment réservés et mûris, donnent à présent matière à de volumineux ouvrages, à une œuvre enfin rendue publique.

Des essais écrits en français l’ont fait connaître d’un public plus large, de même que ses prestations avec des musiciens comme Bernard Lubat ou Beñat Achiary.

Suit un portrait du poète par Christian Delacampagne publié dans le supplément du Monde du 14 septembre 1996: “Bernard Manciet est notre Virgile, mais seuls les initiés le savent. […] Secret et singulier, baroque et classique à la fois, Manciet est un grand poète de la lande: s’ils ont un tant soit peu de curiosité, les Parisiens eux-mêmes devraient finir par s’en apercevoir.”

 

 

**

Les souvenirs que je conserve de cette soirée se sont beaucoup estompés. Cependant, je revois le dispositif scénique : le cercueil de la Daune au milieu de la scène. Côté jardin, l’espace dans lequel évoluait Hermine Karagheuz ; côté cour, une petite table éclairée chichement (une lampe frontale ?), sur laquelle étaient disposée une liasse de feuillets. B. Manciet lisait les extraits de son poème en insistant sur les accents et sur les consonnes finales, avec un débit lent et continu, incantatoire, qui laissait peu de place au silence entre les mots. Hermine Karagheuz récitait la traduction française en l’accompagnant d’une gestuelle discrète. Je mesurai ma grande ignorance de ce parler de la Haute Lande, que je tentais de restituer après coup à partir de la traduction française sans vraiment y parvenir.

Portraits croisés

Duverger de Hauranne, abbé de Saint-Cyran, et Vincent de Paul :

portraits croisés par Bernard Manciet

En conclusion de son livre Le triangle des Landes (Paris, Éditions Arthaud, 1981), Bernard Manciet, grand orfèvre ès langues –  le gascon de Sabres ou, à la rigueur, le français – trace les portraits croisés de deux illustres landais, ou peu s’en faut, puisque le premier a ses origines dans la Basse-Navarre et dans le Labourd. Ils sont nés tous deux la même année, en 1581, et, si j’ai bien compris, se sont à peine croisés de leur vivant, ce qui fournit deux bonnes raisons pour les réunir dans un même chapitre, selon une logique toute poétique que l’auteur pratiquait avec allégresse.

Pour parler d’eux, on dispose de deux ouvrages monumentaux, qui ne nous laissent rien ignorer ni de l’un ni de l’autre: le Port-Royal de Sainte-Beuve pour Duverger de Hauranne, abbé de Saint-Cyran, et Le grand saint du grand siècle : Monsieur Vincent, de Pierre Coste. Les nombreuses citations qu’ils contiennent nous épargnent la fastidieuse lecture des œuvres de Jansénius ainsi que de la correspondance des deux héros. Du moins, n’ai-je pas honte de l’avouer, mais je me garderai bien d’affirmer catégoriquement que Bernard Mancier usa du même subterfuge, même si l’abondance de notes qui renvoient à ces deux ouvrages pourrait le suggérer.

La prose du poète, qui est un festival de formules surprenantes et toujours bien troussées, bref, de perles en tout genre, laisse peu deviner si le discours suit un plan rigoureux. Pourtant, j’ai cru percevoir qu’il existe et c’est sur lui que je m’appuierai pour commenter, au fil de ma pauvre plume, ce double portrait.

Années de formation

Nos deux riverains de l’Adour ne lambinent pas dans leur apprentissage. Une fois ordonnés sous-diacre, en 1597 pour l’un, l’année suivante pour l’autre, ils empruntent des itinéraires séparés en vue de parfaire leur formation. Celle-ci est couronnée, en 1604, pour de Hauranne, par une maîtrise en philosophie au collège de Jésuites de Louvain, pour de Paul, par le titre de bachelier en théologie, obtenu à l’Université de Toulouse. Puis tous deux se retrouvent à Paris, de Hauranne, chargé par la Cour de missions diplomatiques, de Paul, au service du pape Paul III. Mais on suppute que ce séjour parisien, autant ou plus qu’au talent de nos deux jeunes gens, est à mettre à l’actif de l’évêque de Bayonne, Bertand d’Eschaux, favori de Henri IV, avec qui il s’entendait à merveille : « le roi et le prélat et la Cour savent se dire les choses en un gascon bien senti, dont le français n’est que le protocole et le latin la périphrase », comme le résume joliment Bernard Manciet.

L’évêque réunit autour de lui un cercle de courtisans issus d’illustres familles gasconnes, les Candale, Cramail, de La Noue. De Hauranne et de Paul y trouveront des protecteurs aristocrates, grâce auxquels ils pourront mener leurs futures entreprises. Entre ce cercle et la meilleure noblesse du temps, la porosité est considérable, à preuve le fait que le dacquois sera nommé aumônier de la reine Margot et de Hauranne celui de la reine Médicis, tous deux à titre honoraire plutôt qu’effectif, mais sans préjudice du prestige que ces nominations comportent.

L’un et l’autre sont de grands travailleurs. À peine âgé de 25 ans, de Hauranne, grâce au canonicat que lui a fait obtenir l’évêque de Bayonne, se consacre, dans sa demeure familiale de Camp-de-Prats, en compagnie de son ami Corneille Jansen, à l’étude le la Bible et des Pères de l’Eglise, d’où sortira le jansénisme. Pendant ce temps, Vincent de Paul obtient la cure de Saint-Médard à Clichy, y pratique son sacerdoce tout en se familiarisant avec les œuvres de charité auxquelles sa protectrice consacre une bonne partie de sa fortune.

Pendant la Régence, les Gascons ne sont plus si bien en Cour. Le ci-devant évêque de Bayonne se voit promu à l’archevêché de Tours, siège prestigieux s’il en fut, qui est le moyen dont on use habituellement pour éloigner un éminent personnage qui n’a plus l’oreille du souverain ou de son ministre. Il conserve, cependant, le titre de premier aumônier du roi, mais perd de vue ses protégés. La Providence place alors sur le chemin de nos deux landais le cardinal de Bérulle.

Après Deschaux, Bérulle

Le cardinal, qui sait reconnaître les talents en herbe, intéresse nos deux landais à son projet d’Oratoire de France, d’abord conçu pour éduquer le clergé puis voué à l’enseignement, ce qui en fera le rival direct de la Compagnie de Jésus. Pierre Coste, biographe enthousiaste de monsieur Vincent et, pour cette raison, quelque peu sujet à caution, assure même que de Hauranne et de Paul à sa demande « se rencontrèrent en Enfer », soit dans la rue d’Enfer (aujourd’hui Denfert-Rochereau) où la Société possédait une résidence, pour négocier la libération d’un neveu du premier retenu prisonnier en Espagne.

L’occasion de cette première rencontre entre eux, selon Sainte-Beuve, fut l’acquisition d’un local pour la maison de Saint-Lazare que les religieux de Saint-Victor voulaient pour eux. Saint-Cyran « insista si fort auprès de son intime ami M. Jérôme Bignon, avocat-général, qu’il lui fit changer ses conclusions, d’abord peu favorables à M. Vincent » (p. 306).

B. Manciet imagine que les deux jeunes gens s’entretenaient de sujets bien plus graves, comme de la superstition qui sévissait dans la Lande plus qu’ailleurs, à en croire Pierre Duval, qui accompagna l’évêque d’Aire, Mgr Gilles Boutault, dans sa visite générale du diocèse en 1640 et 1641.

Quelques uns d’entr’eux sont grands sorciers, d’autres grandement superstitieux & adonnez à de mauvaises coutumes, dont il est tres-difficile de les retirer. Cela arrive plus souvent à la grand Lande, qui est hors du Diocese d’Aire, & où ils ne sont presque point catechisez.

Ils parlèrent peut-être de « ces sorcières gasconnes qui s’envolaient par la cheminée ». Peut-être même commentèrent-ils la formule incantatoire « pet-sus-fuelha » (le pied au-dessus des feuilles) qui les emportait dans l’espace (Jean-Pierre Piniès, « Pet-sus-fuelha ou le départ des sorcières pour le sabbat », Heresis, n° 44-45, année 2006).

Mis à part le fait qu’ils fréquentaient les mêmes milieux, qu’y-a-il de commun entre nos deux landais ? Tous deux se vouent à leurs œuvres, mais que de distance entre elles ! Saint-Cyran pousse Jansen à rédiger son commentaire de saint Augustin, puis se charge « d’en propager l’esprit dans la pratique »[1], à Port-Royal et ailleurs. Pendant ce temps, monsieur Vincent se débat pour procurer aux siennes – Sœurs de la Charité et Congrégation de la Mission (les Lazaristes) – les moyens matériels nécessaires à leur existence et à leur développement.

Dialogue à peine imaginaire

Les amis de de Hauranne, bientôt promu abbé de Saint-Cyran-en-Brenne, ne cessent de lui vouer une admiration sincère, mais ne manquent pas d’être effrayés lorsqu’il révèle fond de sa pensée et les blâmes sévères qu’il formule contre l’ordre présent. Sainte-Beuve affirme, sans citer sa source, qu’il aurait un jour confié à de Paul cette terrible métaphore fluviale appliquée à l’Église :

[Dieu] m’a fait connoître qu’il n’y a plus d’Église… ; non, il n’y a plus d’Église, et cela depuis plus de cinq ou six cents ans : auparavant, l’Église étoit comme un grand fleuve qui avoit ses eaux claires : mais maintenant, ce qui nous semble l’Église, ce n’est plus que bourbe ; le lit de cette belle rivière est encore le même, mais ce ne sont plus les mêmes eaux.

B. Manciet donne une version moins crue des propos échangés par Camp de Prats (de Hauranne) et Pouy (de Paul, prononcer Pouil) à partir d’un montage de citations tirées de leur correspondance.

Vous êtes un grand ignorant. Je m’étonne que votre congrégation vous souffre à sa tête, Pouy !

Je m’en étonne plus que vous, Cam-de-Prats, car mon ignorance est encore plus grande que ne pensez.

Vous êtes en colère…

Dieu est en colère, et veut nous ôter la foi, dont on s’est rendu indigne.

J’aurai néanmoins la patience qu’il a lui-même de vous laisser faire.

En bons landais, tous deux sont sujets à des emportements passagers, qu’ils regrettent tout aussitôt. Tous deux « ont les impatiences d’une longue et secrète obstination ». Chez Saint-Cyran, ces emportements se muent en attaques frontales, tandis que Monsieur Vincent, lorsqu’il s’enflamme, ce qui lui arrive souvent, se laisse emporter par sa verve, est « toujours trop long » mais sans rien commettre d’irréparable. Il pratique l’art de ne rien dire en parlant beaucoup, ce qui est moins dangereux. L’abbé a un comportement de factieux, alors que de Paul se contente d’être subversif, ne cédant à d’autre dictature que celle du sourire landais.

Tous deux ont découvert une certitude, une base inébranlable, l’empire de la conscience pour Saint-Cyran, celui de la charité pour Monsieur Vincent, qu’ils comptent « étendre à tout l’univers ». Mais le premier peine à ne pas révéler au grand jour une pensée qui l’exposera, à n’en pas douter, à la vindicte des pouvoirs en place. Monsieur Vincent, quant à lui, ne songe qu’à ménager les puissants, sans pour autant s’abaisser devant eux, car il les rappelle à leurs devoirs de chrétien et au premier d’entre eux, l’exercice de la charité.

Question de méthode. « Saint-Cyran abordait de front les princes, les tançait, les rabaissait », alors que Monsieur Vincent, qui savait l’usage des méandres, réunissait les grands dans le fameux Conseil de Conscience, autour d’Anne d’Autriche et de Mazarin, se donnant ainsi le moyen de faire nommer des évêques capables de réformer l’Église en profondeur, dans les diocèses.

Un profond malentendu finit par s’instaurer entre le farouche réformateur et ses amis, parmi lesquels monsieur Vincent. L’abbé finit par dresser contre lui non seulement les Jésuites mais l’Église toute entière, enfin, Richelieu : « […] un ministre puissant [qui] tenait l’État dans sa main, et avait l’œil sur l’Église avec la jalousie d’un despote et la prétention d’un théologien » (Sainte-Beuve, p. 316), ce qui lui vaut la prison en mai 1638. Il n’en sortira qu’en 1643, deux mois après la mort du tout-puissant ministre, pour mourir lui aussi peu après.

 

Les Landes, encore et toujours

[Ce peuple] n’en demeure pas moins d’une imbattable modestie, sans existence, peuple dérisoire, ‘sur un canton’ de sable, ‘sans feu ni lieu’, toujours sur les routes – les Landes sont-elles autre chose que routes ? –, nomade en quelque sorte, par marais et par fougères, avec ses bergers et ses chasseurs suspects, « peuple monstrueux’, attaché à une langue raboteuse et burlesque, à des mœurs sauvages qui vont jusqu’à lui faire dire que le cannibalisme, après tout, amène des effets moindres que les guerres européennes. En somme ‘maudit’.

En guise de colophon, B. Manciet verrait bien dans ces deux destins croisés l’empreinte génétique des Landes : « Car obstinément elles reviennent à la surface ». La constante du pays landais n’est-elle pas de desserrer l’étreinte des civilisations voisines pour tenter des aventures saugrenues, politiques ou mystiques, qui finissent par se concrétiser, du Groenland à Madagascar ; ses habitants, sous leur apparence modeste, ne dénoncent-ils pas tous les clichés dont on les affuble ?

Familier des grandes synthèses planétaires, apprises au long de sa carrière diplomatique, le poète a voulu écrire, sur le ton de l’épopée, une nouvelle Iliade, dont Saint-Cyran et Vincent de Paul seraient l’Hector et l’Énée, et ses acteurs, une sorte de peuple cartaginois vainqueur, capable d’embrasser des horizons plus larges que le triangle de son territoire. Paradoxe, si l’on veut, que l’art du poète résoud dans des métaphores qui retirent sa banalité au quotidien jusqu’à rendre crédibles les idées les plus extravagantes.

Septembre 2024



[1] « On assiste chez Jansénius au commencement de cette longue et insassiable étude qui lui fit lire, comme il l’assurait, dix fois tout saint-Augustin (Baïus ne l’avait lu que neuf fois), et trente fois les traités contre les Pélagiens ». Sainte-Beuve, p. 293.