Para redactar su biografía de Gerardo Rueda, del que había sido el asistente, (Gerardo Rueda, sensible y moderno. Una biografía artística. Ediciones del Umnbral, Madrid 2006) Alfonso de la Torre, crítico de arte y comisario de exposiciones, me sometió unas preguntas sobre la relación que tuvimos, Michèle y yo, con aquel gran artista y entrañable amigo. Las aprovechó en las páginas 52 y 53 de su libro. Reproduzco aquí la integralidad de la comunicación que hice a Antonio.
Conforme a tu petición, te mando unos apuntes sobre lo que recuerdo de Gerardo en los años que te interesan.
Acerca de las preguntas concretas que me haces, sabemos poco.
-Sobre la presencia de Rueda en París, años cincuenta-sesenta
– dónde se alojaba Gerardo. Supongo que en casa de sus primos Cabillon ;
– cómo se llamaba el instituto de cultura latina en el que trabajaba madame Sarrailh : Michèle S. era secretaria general del Institut d’Etudes d’Amérique Latine, que había creado su padre, Jean Sarrailh, siendo rector en torno a 1960. Está ubicado en la rue Saint-Guillaume (barrio de Saint-Germain-des-Prés, frente à Sciences Politiques, donde, por cierto, Pepi Cabillon trabajaba).
– Los Sarrailh y los Cabillon se conocieron en Madrid (durante la primera Guerra Mundial), donde Jean Sarrailh era Profesor del Instituto francés y Cabillon, director del Liceo francés. Se hicieron amigos, quizás también porque eran casi coterráneos : Jean Sarrailh, del Béarn, y Cabillon, de Bayona. Al final de su vida, los Sarrailh tuvieron piso en Bayona y se veían, creo, con frecuencia. Jean Sarrailh se hizo famoso con su libro La España ilustrada de la Segunda mitad del siglo 18. Supongo que Cabillon fue primero profesor de español y luego se dedicó a la administración y a la inspección genaral.
– cómo era el mundo francés que Gerardo encuentra en París en esos años. Me resulta difícil contestarte, en la medida en que sólo llegué a París en 1960, como estudiante, y no tengo la pretensión de haber vivido la vida cultural de la capital desde muy cerca. Michèle vivió en Madrid los años 1961-1962. Lo que sí se puede decir es que, para un joven español de entonces, ir a París significaba un cambio inmenso con el triste ambiente de la España de entonces. Para un artista, París, aunque hubiera perdido algo de su preeminencia de antes de la guerra, seguía siendo un foco importante de creación. No sé qué decirte más que no sepas.
Añado algunas notas sobre mis primeros contactos personales con Gerardo y el grupo de artistas españoles que frecuentaba.
Conocí a Gerardo el año de nuestra estancia en España (1963-1964). Michèle, que había pasado los años 1960-1962 en Madrid, ya lo había conocido antes por mediación de su prima Michèle Sarrailh. Los padres Sarrailh estaban muy relacionados con los Cabillon, y la madre de Gerardo era hermana de la señora de Cabillon. Creo que Michèle Sarrailh se interesó muy pronto por la pintura de Gerardo, aunque tardó algo en señalar a su prima la existencia de Gerardo. Este se enfadó mucho cuando descubrió, en un encuentro fortuito, que Michèle Enjolras llevaba meses en Madrid sin que Michèle Sarrailh le hubiera dicho nada al respecto. Michèle Enjolras y Gerardo se vieron a partir de ese momento con cierta frecuencia. El invierno del 62, Gerardo, Fernando Zóbel y Antonio Lorenzo hicieron un viaje a París. Michèle les guió por algunos monumentos, especialmente Versailles. Queda constancia de ello en algunas fotos que conservamos.
El curso 1963-1964, lo pasamos, ya casados, Michèle y yo en España, principalmente en Madrid, disfrutando de una beca de la Escuela Normal Superior. No recuerdo que hayamos visto con mucha frecuencia a Gerrado aquel año, en el que viajamos mucho, sin embargo, fue suficiente para trabar una amistad que se confirmó en los años siguientes. De aquel año conservo pocos recuerdos de Gerardo. Creo que estuvimos juntos en la inauguración de una exposición de Miguel Herrero, que estaba casado con una chica francesa (Françoise Hay) a la que Michèle había tratado como bibliotecaria del Instituto francés de Madrid. Es un recuerdo muy vago pero que te permitirá quizás situar el momento. Fue mi primer verdadero contacto con la comunidad de pintores de aquella generación. También visité con Michèle, no sé por qué razón, el piso de sus padres en Bravo Murillo y donde, creo, Gerardo seguía teniendo su habitación. Fue cuando me enteré, por boca de Ana, que Gerardo había cursado una carrera de derecho. Hay un detalle, sin embargo, que me hace pensar que nos tratábamos con cierta asiduidad, y es que recurrimos a él para que nos recomendara un abogado amigo suyo para intentar recobrar la cantidad correspondiente a la venta de un coche. Ese abogado no fue muy formal y le pesó mucho a Gerardo, que nos recordó el trance varias veces, los años siguientes.
Al final del curso, nos invitó Gerardo a pasar una temporada con él en Cuenca. Yo aproveché la invitación (en julio sería) y Michèle se unió a nosotros más adelante. Gerardo ocupaba el segundo piso de una casa, calle de las Armas 1, en cuya planta baja vivía Fernando Zóbel y en el entresuelo, Antonio Lorenzo, con su mujer Margarita (Margaret) y su hija. Para mí fue una iniciación en muchos sentidos. Aprendí a conocer mejor al grupo de artistas. Se veía poco a Carlos Saura que vivía allí permanentemente, pero alternábamos con Gustavo Torner, Manolo Millares, su mujer Enriqueta y su hija, quizás Eusebio Sempere, aunque creo recordar que se hizo conquense algo más tarde. Descubrí el estilo de vida de Fernando Zóbel, su modo de sacar provecho de esas casas pueblerinas, usando el duro yeso de la comarca pintado en blanco, el ladrillo para estanterías, muebles rústicos para colocar sus cosas. Se notaba una constante preocupación por compaginar lo popular con el más exquisito gusto. La influencia de Fernando en ese sentido me pareció evidente y se hizo más palpable aún cuando los propios pintores conquenses adoptaron esos mismos criterios. Sospeché también que sin la generosidad de Fernando, Gerardo ni, menos aún, Antonio Lorenzo, hubieran podido adquirir sus pisos respectivos y lanzarse a esa aventura. Se manifestaban agradecidos en detalles que me llamaron la atención. El ambiente general era de gran confianza y respeto mutuo.
Esos pintores se interesaban mucho por dar vida a la Cuenca de entonces, que se había vaciado de sus pobladores. Las actividades se concentraban en la parte baja. Era chocante ver como los indígenas (dicho sea sin desprecio) desconocían el tesoro de su casco viejo : maldita la gracia que tenía la parte baja que conformaba, por contraste, una de las más siniestras capitales de provincia. Los pintores se sintieron a gusto de inmediato en ese recinto que apenas había cambiado desde la época de los Austrias. La fachada de la catedral, que un terremoto había derrumbado, seguía en obras. Recuerdo, que, unos pocos años después, coincidí con el I. S. Revah, que luego fue Profesor del Collège de France, especializado en la historia de los marranos españoles y portugueses, que estaba investigando en el riquísimo archivo de la Inquisición conservado en la catedral. Lo presenté a Gerardo. Nos contó que sentía una emoción intensa cuando pisaba la plaza mayor, porque ésta conservaba intacto el aspecto que tenía cuando se celebraban en ella los autos de fe (no las ejecuciones que se hacían tradicionalmente fuera del recinto de las ciudades). Ni el suelo había cambiado, ya que seguía de tierra más o menos bien aplanada. Otro elemento me daba personalmente escalofríos, era la cruz de los Caídos, pintada en la fachada del convento, y ante la que tuve la oportunidad, por única vez en mi vida, de presenciar un acto con saludos fascistas. Pocos años después, pasaron el monumento a la plazoleta que está bajando hacia el museo. Cuenca era una ciudad carquísima, a la que cayó en suerte (o en desgracia) pasar toda la guerra en el campo republicano. Hizo todo lo posible, después de la contienda, para desquitarse de esa mala imagen. Sin los pintores, yo no me hubiera sentido a gusto en ese ambiente de mogigatería.
Es verdad que también tenía sus encantos, los de una ciudad pequeña, muy bien conservada en su parte antigua, con sus fachadas pintadas, y una extraña disposición urbana, debida a las dos hoces, del Huécar y del Júcar, que hacía que el piso bajo de una casa, dando a la calle, resultaba ser el tercero o el cuarto hacia la bajada. Como no había restaurantes en la parte vieja, había que bajar cada día a la ciudad moderna. Lo hacíamos, usando de ese subterfugio para ahorrarnos andanadas por la calle empinada que bajaba al puente del Huécar. Era divertido entrar en una casa de pisos, bajar una escalera y desembocar al aire libre en la mitad del acantillado, en un sendero polvoriento. Otro de los encantos consistía en las tiendas de antigüedades que había por entonces, una de ellas cerca del puente del Huécar. Allí Gerardo compró algunas de las piezas de alfarería que luego irían a parar en las vitrinas de su casa de la calle San Pedro.
El grupo había hecho suyo un restaurante, el Alaska (o Nebraska ?), en el que se les reservaba unas mesas en la sala interior, que habían decorado (creo recordar que pintada de negro). El dueño fue sin duda uno de los primeros conquenses en adquirir obras de esos pintores. Le conocí, cuando ya había dejado el negocio a su hijo, si bien recuerdo, siempre tan aficionado. Fue uno de los éxitos más rotundos de esos pintores conseguir hacer que los adoptara una gente humilde, que supo captar el interés de las obras que pintaban, aunque su estética estuviera alejadísima del gusto corriente.
En toda esa parte antigua, no había más comercio que una panadería y una tienda de frutas y ultramarinos, unos pasos más abajo de la Casa consistorial dieciochesca. Además estaba, yendo hacia el castillo, el taller de carpinteros de los Garrote, que fueron colaboradores permanentes de los pintores, arreglando muebles y enmarcando cuadros. El panadero era poco formal. Como había conseguido ganar algún dinerillo con sus nuevos parroquianos, se compró una moto, lo que dio lugar a una escena que encantaba a Fernando Zóbel, que la contó a doquier durante meses. Resulta que cuando su chófer (Felipe) o quien fuera fue a comprar el pan cierta mañana, la panadera le dijo que ese día su marido no había cocido. Cuando se le preguntó por qué, contestó : « porque ha comprado una moto ». Fernando se desternillaba de risa. Pasando los años, esa parte vieja recobró vida. Buena señal fue cuando abrió el bar Los Arcos que irrisoriamente, por lo rústico del marco, fue denominado por los pintores « El Saint-Trop » (por Saint-Tropez).
Insisto en la importancia de Cuenca, no sólo porque allí tuve la oportunidad de familiarizarme con Gerardo y sus amigos, sino porque considero que la empresa de montar el museo de arte abstracto contemporáneo español es única, en la medida en que es expresión de una colectividad que aspiraba a un mínimo de reconocimiento en un ambiente político poco propicio a la creación de vanguardia. Hizo mucho por el renombre de esa pequeña capital, que quizás no se merecía tanta suerte. Mejor para ella.
El piso de la calle de las Armas, ahora que lo voy pensando, era demasiado pequeño para que Gerardo se montara allí un taller, aunque fuera mínimo. No recuerdo haberlo visto trabajar, pero no descarto que tuviera un cuarto para sus obras en algún otro sitio. Aparte de Fernando Zóbel, que disfrutaba de un buen espacio y Gustavo Torner, que tenía casa, no creo que los pintores entonces trabajaran mucho en sus estancias en Cuenca. Se veían a diario, intercambiaban pareceres, se comunicaban sus experiencias. Formaban realmente un grupo y de esa vida colectiva nació una parte no despreciable de su obra. A pesar de que sus creaciones eran de muy distinto signo, estoy convencido de que se dejan ver las influencias mutuas en las obras que producieron por aquellos años, de ahí que no me parezca exagerado hablar de Grupo de Cuenca.
Las cosas cambiaron cuando Gerardo adquirió la nueva casa, un poco más lejos en la misma calle, frente a la esquina del convento. Tenía jardín, era amplia y con un desván imponente. En ésa, estaba en condiciones de trabajar. Pero mis recuerdos de esa época son escasos, en parte porque Gerardo se deshizo de ella muy pronto para comprar la de la calle San Pedro.
En aquellos años nos vimos con cierta frecuencia. Quizás el mismo año 64, o sino el 65, Gerardo vino durante el verano a Chinon. Se alojaba con nosotros en la parte que habían comprado mis suegros pero donde no vivían aún. Al contrario, la casa principal seguía ocupada por unos inquilinos, que tenían un perro, siempre atado, que no paraba de ladrar. Se llamaba Capi y Gerardo lo bautizó Capicojones. Durante esa estancia, él y Michèle pasaron muchas horas hurgando en « brocantes » buscando objetos o muebles a su gusto. En particular, Gerrado conservaba un recuerdo enternecido, ya que lo evocó en muchas ocasiones, de una tienda de Montsoreau (entre Chinon y Saumur) que llevaban tres hermanos, bastante parecidos entre sí, además de redomados borrachos y fumadores empedernidos. Se daban nombres diminutivos bastante ridículos, que en boca de Gerardo terminaron en « Titi », « Toto » y « Lolo ». Alfonso de la Torre recuerda esas dos anécdotas en su libro.
Gerardo ocupaba entonces casi todo su tiempo en arreglar pisos y casas, lo que le obligaba a almacenar mucho material. Fue su época « anticuaria » que se amplió luego con un comercio, no sólo suyo sino donde compartía intereses, de un almacén de cuadros antiguos. Yo lo veía ejercer ese oficio con dedicación plena y me daba, en cierta medida, lástima, porque iba camino de ser un artista frustrado, por falta de tiempo y, paradójicamente, por tener éxito en todo lo que emprendía. Gerardo tenía una doble personalidad : artista y empresario. No siempre se compaginaron bien las dos actividades, sino que a veces se hacían mutuamente sombra. Me alegré mucho cuando pudo dedicarse casi de pleno a la creación. Verdad es que supo aprovechar, en su última etapa, la práctica que había adquirido en la anterior, al organizar su taller de artista como el de un artesano, como bien sabes. Fue algo que siempre me impresionó, ver cómo sabía limitar su intervención en la creación artística a momentos claves : la idea de partida, tal o cual momento de la realización, que requería un cambio de rumbo o una adaptación. También supo dominar perfectamente la técnica de la serie, que supone saber organizar la labor de los colaboradores encargados de la realización material.
Para volver a la cronología, en calle de la Armas 1, bautizamos en julio del 67 a nuestro hijo Patrice, de 7 meses, con un excelente vino de Chinon del 1964. Una anécdota más : esas vacaciones coincidimos con la prima de Michèle que tenía un perro feo y sin gracia, pero al que cuidaba como un niño, lo que nos parecía algo ridículo, y hasta pesado cuando exigía que le dieran de comer en los restaurantes. Un día, salimos de casa de Gerardo, él y yo llevando el capazo donde descansaba el bebé y Michèle S. con su perro. Gerardo hizo notar, con su humor tan genuino, que justamente lo que más temía del matrimonio, niños y perros, se habían conjurado contra él en aquella ocasión.
A pesar de ser muy educado y capaz de frenar sus impulsos, Gerardo tenía lo que se llama un carácter fuerte. En cierto modo, yo temía sus reacciones y procuraba hacerme lo más discreto posible cuando estaba con él. Verdad que yo era un niño (tenía 22 años cuando lo conocí), sin embargo me manifestaba cierto afecto, al que yo sabía apreciar, viniendo como venía de un descendiente de vascos y segovianos, dos genios poco expansivos. Era fiel en la amistad y mi relación con las dos Michèle era, para él, un viático suficiente para que me aceptara en su círculo. También le interesaba no limitarse al mundo de los pintores y yo, como otros en otros campos, le proporcionaba la posibilidad de hablar de cultura en sentido amplio. Uno de nuestros temas de conversación predilectos concernía las diferencias de criterios de comportamiento entre pueblos distintos. En estas ocasiones, se mostraba muy crítico hacia lo español y muy afín a las costumbres francesas. Le gustaba poder practicar el francés y sentirse francés también. Supongo que diría lo mismo su primo Etienne Cabillon.
27-8-2004