FESTEJOS PÚBLICOS Y PRIVADOS (I)
ENTRADAS SOLEMNES EN TIEMPOS
DEL REGENTE FERNANDO, LUEGO REY FERNANDO I DE ARAGÓN
Excepto en algunas malas novelas históricas, donde no es raro que, asomándose por casualidad al portal de su tienda, un mercante se tope con el rey, camino de Notre-Dame, en los siglos medievales y hasta una fecha reciente, cualquier contacto visual y menos físico con la persona del rey es denegado a la inmensa mayoría de sus súbditos. Si bien el rey de Castilla y su corte suelen desplazarse, lo hacen dentro de un perímetro limitado a las dos Castillas y en ciudades o instituciones (monasterios y conventos) con capacidad para alojarlos y facilitar la ejecución de actos administrativos. Un caso extremado al respecto lo ilustra la actitud de la reina Catalina, que mantuvo a su hijo, Juan II, aislado en Valladolid durante toda su minoría, con la excepción de un viaje a Salamanca para ponerlo a salvo de un brote de peste (1412-1413). La presencia del rey es permanente en la vida de sus súbditos, pero se ejerce a través de una mediación humana (ejecución de la justicia, tasación, etc.) o material (efigies de toda clase, empezando por las monedas). Ese alejamiento tiende a favorecer una concepción mítica del monarca. Siendo escasísimas las oportunidades de ver al rey, cuando ocurre una, la conmoción que provocaría en los espectadores ha tenido que ser muy grande. [véase Textos inéditos / Trabajos críticos, conferencias, ponencias / Aguasvivas].
Trataré aquí de una de las manifestaciones más habituales de esa convivencia momentánea entre el rey y sus súbditos, las entradas más o menos solemnes a villas o ciudades que hizo el Infante Fernando siendo regente de Catilla y luego rey de Aragón (1407-1416).
Segovia (7 de enero de 1407)
Todas las entradas reales no son solemnes ni acompañadas con fiestas y regocijos populares. Algunas pueden ser incluso humillantes. Todos los reyes castellanos medievales, hasta Enrique IV e Isabel incluidos, han sufrido, en un momento u otro, la vergonzosa prueba de un acceso impedido a una población o fortaleza por sus defensores.
Semejante accidente le ocurrió a Fernando, recién designado regente del reino a la muerte de su hermano, Enrique III. Cuando se presentó ante la ciudad de Segovia para reunirse con la reina Catalina y proceder a la lectura pública del testamento del rey difunto, su corregenta le negó la entrada, bajo el pretexto de que no quería dar paso a Juan de Velasco y a Diego Lopez de Estúñiga, tutores designados del joven rey. En vista de que “tenia el alcaçar bien basteçido de gente de armas e de lo que menester le fazia, e fazialo muy bien guardar de dia e de noche”, Fernando no tuvo más remedio que hospedarse en el convento de franciscanos, fuera de la ciudad (cap. 5) y negociar su entrada y la de sus acompañantes.
Sevilla (10 de noviembre de 1407)
Después de levantar el asedio de Setenil, fracaso compensado solo parcialmente por la consolidación de la presencia cristiana en otras plazas de menor importancia como Torre Alháquime, Fernando se dirige hacia Sevilla para devolver la espada de Fernando III, que había recogido solemnemente unos meses antes, el 7 de septiembre (cap. 48). El regreso a la ciudad nos da la oportunidad de descubrir el ritual de una solemne entrada.
De una manifestación de esa clase se trata, en efecto, como lo señala, aunque de pasada, el cronista, “según que suelen fazer a rrei nuevo”. Esta fórmula merece un comentario. Fernando no es el rey ni consta que actúe en representación de este, ya que en ningún momento de las ceremonias se evoca un encargo oficial ni el documento que debería avalarlo. No se nos oculta tampoco que el motivo de la entrada es devolver la espada de san Fernando que el Infante había recogido antes de emprender una campaña que, aunque aprobada por la corregenta y por las Cortes, fue compromiso personal suyo, si bien la presentó como la realización de una decisión de su hermano difunto. La fórmula da a entender que la persona del regente y la del rey son equiparables y sustituibles una por otra, lo que parece del todo inconcebible. Al comentarista, siempre le queda la posibilidad de recurrir a una explicación simbólica, considerando que el regente encarna la figura del poder in absentia, dada la imposibilidad de su titular de hacer acto de presencia física. La explicación me parece algo forzada. Tendería a pensar, más bien, que Fernando aprovecha que el arzobispado de Sevilla estuviera bajo su administración para cometer un abuso, aprovechando indebidamente una titulación que no le corresponde.
Por qué se organizó el acto en ese momento y no cuando vino Fernando por primera vez a Sevilla después de su nombramiento, no lo dice el cronista (cap. 83). Puede que sea porque las circunstancias eran más favorables que en medio de la agitación provocada por los preparativos de una campaña militar, y también, porque, un año después de la muerte del rey Enrique, la situación política había vuelto a cierta normalidad en el reino. Lo cierto es que la fórmula es ambigua.
El regente, montado en un caballo castaño, viene lujosamente ataviado: “armado de cota e braçales, e llevaua vnas sobrevistas de vn açeituni blanco villotado con lauores de oro, muy rrico”. Entre los acompañantes, el adelantado Pedro Afán de Ribera, a su derecha, lleva la espada, al sonido de “menistreles y trompetas”. En el cruce de los caminos que van a Alcalá de Guadaira y a Carmona, le alcanza desde Sevilla un grupo de caballeros, que había participado en la campaña, más las autoridades de la ciudad (“los alcaldes e alguazil e veinte e quatros, caballeros e jurados”) y muchos moradores. Estos son los dos primeros requisitos de una entrada: el equipaje lujoso del visitante y de su séquito y su recepción por una delegación de la ciudad, “por el camino” (en el límite del término municipal), antes de llegar a las puertas de la ciudad. Los dos cortejos se unen y caminan de consuno.
Se detienen ante la puerta de la muralla, en este caso, la de San Agustín. El regente descabalga, “do dan agua a las bestias”, detalle tomado en vivo por el cronista, y se dirige hacia un altar montado por los frailes para esa ocasión. Fernando se arrodilla y reza ante la cruz de plata allí colocada.
Vuelve a cabalgar y alcanza la catedral. Delante la Puerta del Perdón, es acogido por la clerecía “con cantos de alegria e dando graçias a Dios porque le diera la vitoria de los enemigos de la Fe”. Se humilla ante la cruz y dice una oración.
Las demás ceremonias ya no conciernen la entrada propiamente dicha sino el acto de entrega de la espada.
Antequera (1 de octubre de 1410)
La entrada del Infante vencedor en Antequera se hizo varios días después de que los moros de la villa aceptaran la “pleitesía” que se les impuso, a saber, entregar el castillo y los cautivos cristianos, y salir con todo lo suyo, salvo el pan (el trigo) y demás abastecimiento. A cambio, se les daba 1100 bestias para llevar a los ancianos y niños, así como el bagaje, a Archidona. Eso fue el 22 de septiembre.
En el proceso de la toma de posesión demostró el Infante ciertos fallos que crearon malestar entre los cristianos. En efecto, el 23, ordenó al obispo de Palencia y al conde Fadrique de Trastámara entrar en la villa y subir al castillo donde les fue entregada la torre del homenaje. De inmediato el prelado y el conde colocaron en ella sendas banderas. Esta iniciativa disgustó a los demás caballeros que veían con mal ojo como parecían atribuirse el mérito exclusivo de la victoria. Ante el enojo de los demás caballeros, el Infante no tuvo más remedio que dejar que cada uno pusiese su bandera, aunque algunos se negaron por considerarse definitivamente desairados.
Instruido el Infante de que, como escribe el cronista, “los rreyes sienpre deben hazer en manera que los caualleros no ayan continente vno mas que otro”, procuró evitar otro disgusto en la ceremonia de su propia entrada que hizo una semana más adelante, con la población mora ya en Archidona y después de tomar otros tres castillos que amenazaban la villa conquistada, Aznalmara, Cauche y Jebar. Optó por resaltar simbólicamente dos poderes indiscutibles, el de la Iglesia y el de la realeza. La entrada se hizo en procesión, encabezada por los clérigos presentes en el asedio, que llevaban “las cruzes e rreliquias” de su capilla y, por únicas banderas, los pendones de la Cruzada, de San Isidro de León y de Santiago, más sus propios pendones. La ceremonia consistió en el acto de cristianización de la mezquita mayor, que fue bendecida y dedicada a San Salvador.
Calatayud, Zaragoza y Lérida (1412)
El rey permaneció en Cuenca a la espera del fallo de Caspe. Cuando hubo recibido la noticia de su elección, se desplazó a Guadalajara, donde dejó instalado el Consejo encargado de administrar en su nombre el reino de Castilla, junto con la reina Catalina, y después de atribuir los cargos principales. Desde allí se dirigió a su nuevo reino, camino de Zaragoza, pasando por Calatayud [véase Textos inéditos / Trabajos críticos, conferencias, ponencias / Aguasvivas]. Huelga decir que este viaje (agosto de 1412) fue un momento privilegiado para celebrar la unión entre el rey y sus nuevos súbditos, entre cuyas manifestaciones ocupan lugar privilegiado las entradas solemnes. Sin embargo, el cronista no relata ninguna. Zurita (XII.1 1412) evoca dos de ellas, y es posible que no hubiera otras:
Y con este acompañamiento fue recibido en Calatayud y después en Zaragoza con mayor triunfo y fiesta de lo que se acostumbraba en la nueva sucesión de los reyes por ser esta más nueva y extraña que se hubiese visto jamás Fue esta entrada en el principio del mes de agosto.
Si el cronista no menciona siquiera las entradas, no será por falta de interés por esa clase de ceremonia, como lo manifestará más adelante con las entradas siguientes. Tampoco será porque las juzgó de poco relieve, cosa imposible de creer (véase el comentario de Zurita, al respecto). Opino que se trata de una laguna del relato y que esta se debe al sencillo motivo de que el cronista no formó parte del séquito del rey durante el viaje ni estuvo presente en Zaragoza cuando se reunieron las cortes. Tocamos aquí uno de los aspectos más peculiares de esta crónica y uno de los límites de su aportación informativa. La misión de redactar la crónica del reino fue iniciativa exclusiva del Infante Fernando y la confió a un individuo elegido por él. Esta personalización de la composición de la crónica explica mucho de sus defectos y, en particular, las lagunas que presenta la narración, porque basta con que el encargado esté ausente de la corte para que no se relate lo que ocurre en ella en ese espacio de tiempo.
Una de esas lagunas corresponde a la reunión de las cortes en Zaragoza, y se sitúa entre los cap. 240 y 241. Al final del capítulo 240, el cronista cuenta que el rey se dispone a entrar en sus reinos acompañado de hombres de armas castellanos pero desiste de ello ante la adhesión de “muchos de los grandes señores del rreino de Aragon” a los que prefiere confiar su protección, después de restituirles los cargos que ejercían bajo Martín el Humano. Resume el viaje en una frase: “E partio por sus jornadas fasta que llego a Çaragoça y marauilla hera como hera muy bien rreçeuido en las çiudades e villas do llegaua” . En cambio, no perdona detalle acerca de las negociaciones, que, en ese momento, llevaban a cabo en Tortosa los del principado de Cataluña y el conde de Urgel, para conseguir de este que pronunciara el juramento de fidelidad al rey. El cap. 241 está enteramente dedicado a referirlas así como las negociaciones entre los miembros del Consejo y los embajadores del Conde y la reacción el rey que acabó por acceder a lo que estos pedían, como si el cronista hubiera estado en Tortosa con “los del prinçipado de Cataluña” cuando estos recibieron la respuesta del conde de Urgel y hubiera ido con ellos a Zaragoza, donde fue testigo de la reacción del reyel 30 de agosto y días siguientes. Lo que pasó en las cortes, no lo relata a pesar de ser un momento importantísimo si lo hubo, porque fue cuando el rey electo juró, en poder del Justicia de Aragón y en presencia de los ricos hombres y demás “caballeros, mesnaderos e infanzones” (dice Zurita) de Aragón, respetar los “fueros, privilegios, usos y costumbres” del reino y recibió el juramento de fidelidad de los cuatro estados de la Corona. El cronista no dice ni una palabra de este acto solemne, ni de las entradas que lo precedieron..
Fue en el curso de esas negociaciones cuando el rey, descontento por la actitud del conde de Urgel, decidió incautar los lugares de los que era señor e hizo su entrada en Lérida, acto que el cronista resume en pocas palabras: “en la qual çiudad fue el rrei solenemente rreçibido”.
Tortosa (noviembre de 1412)
Durante la tregua que resultó entre el rey y el conde de Urgel, Fernando visitó al Papa en Tortosa en noviembre de 1412 (cap. 242). El motivo de la entrevista es sumamente grave, ya que en el nuevo rey recae la enorme responsabilidad de decidir qué partido optará la Corona y, por vía de consecuencia, la “nación española”, para la resolución del Cisma. Benedicto XIII, muy debilitado, espera poder contar con el apoyo de Fernando por la ayuda que le prestó en la elección en Caspe.
Como bien dice el cronista, “El rrei partiose para Tortosa donde estaua el Papa Benedito, que lo deseaua ver”. Entiéndase que el Papa invitó al rey a visitarle a Tortosa, donde residía de manera permanente. En esa ciudad, en efecto, ya había convocado la Disputa entre cristianos y judíos prevista para el inicio del año siguiente (7 de febrero de 1413 – 13 de noviembre de 1314), que presidiría activamente. Así que se da una situación harto paradójica, ya que el rey cumple su primera visita a una importante ciudad de su reino, pero esta, en parte, queda fuera de su autoridad al hacer función momentáneamente de sede pontificia. [Más adelante, la ciudad conservará este carácter particular, como lo demuestra el que Jorge de Ornos, desde Constanza (31 de marzo de 1418), la propondrá a Alfonso V como posible sede de concilio, junto con Valencia, Tarragona y Perpiñán]. Por lo tanto, no sería excesivo afirmar que el rey Fernando no hace sino acceder a la invitación del Papa, quien lo acoge en su residencia de Tortosa.
Estas circunstancias introducen cierta ambigüedad en el desarrollo de las ceremonias, que se observa desde el primer acto protocolar habitual, el recibimiento “por el camino”. El rey se detiene en un lugar no identificado por el cronista, a dos leguas de Tortosa y, en ese lugar, “todos los cardenales e prelados lo salieron a rreçeuir e a le fazer rreuerençia”. No se menciona a ninguna autoridad municipal, por lo que hay que entender que los que se desplazan son los miembros del Sacro Colegio, lo que indica que las principales protagonistas son, hasta ese momento, en exclusivo el rey y el Santo Padre, sin intervención de la ciudad de Tortosa.
Al día siguiente, la ceremonia recobra su curso normal, ya que van al encuentro del rey, fuera de las puertas de la villa, “otra vez los cardenales e perlados” pero acompañados por “la ciudad”, es decir las autoridades ciudadanas y sin duda parte de la población, no se sabe si por iniciativa personal o mediante instituciones, por ejemplo los gremios. También, se completa con una dimensión lúdica evocada, aunque muy elípticamente, por el cronista (“con grande alegría”). Sin embargo, es un paréntesis que pronto se cierra, reanudándose la relación exclusiva entre el rey y el Santo Padre: “E el Papa lo rreçiuio muy solenemente, estando el Papa en su catedra muy solepne. E este dia estuuo el rrey con Papa e todos los caualleros que con el yban”. Este es el desarrollo habitual de las audiencias concedidas por el Papa con el fin de tratar de asuntos graves. Habrá varias en los capítulos dedicados a la entrevista de Perpiñán.
La entrada de la reina y de sus hijos presentes, los Infantes don Pedro y doña María, se celebra el día siguiente, según el proceso habitual, en presencia de los magistrados municipales y de la población, para acabarse en una suerte de reunión familiar: “E [estudo] el rrei e su muger, la rreina, e sus fijos quinze dias en su solaz con el Papa, el qual avia muy grande alegria en los ver, que los tenia como tiene padre a fijos.”
Barcelona (28 de noviembre de 1412)
Desde Tortosa, el 19 de noviembre, el rey convocó cortes en Barcelona para el 15 de diciembre siguiente. Su entrada en la capital condal ocurrió el 28 de ese mes de noviembre. Aunque el cronista no relate el evento en sus pormenores, señala la recepción calurosa y lucida que le ofreció la población: “marauilla hera del rreçibimiento que le fue fecho con las maiores alegrias del mundo, saliendolos a rreçibir todos los naturales de la çiudad, e los grandes ombres vestidos de nobles paños de sirgo, e dellos de librea con colores e cadenas de oro e de plata” (cap. 243). La originalidad de ese recibimiento consiste en que no aparece ninguna otra autoridad que la ciudadana, cuyos representantes demuestran ser el interlocutor si no único, por lo menos privilegiado, del soberano.
De hecho, las cortes se habían convocado, en pleno conflicto con el conde de Urgel, para que el rey confirmara de nuevo, habiéndolo hecho ya en Lérida, las constituciones, costumbres y privilegios de los catalanes. La ida del rey a Barcelona tenía, por lo tanto, un significado altamente político. Fernando estaba dispuesto a multiplicar las pruebas de su adhesión a la tradición condal, hasta el extremo, como lo escribe Zurita, de confirmarla dos veces, una en la iglesia mayor, otra en las cortes. Los catalanes le hicieron juramento de fidelidad solo después de esa doble declaración real (V, XII; ix, p. 312). La celebración ofrecida por la ciudad en esa entrada puede verse como una manifestación habitual, sin que pudiera interpretarse como una adhesión entusiástica a la persona del nuevo rey. El laconismo del cronista (el capítulo 243 se limita a esa única frase) traduce quizás la tibieza de las relaciones entre catalanes y el soberano. Esta ya se había manifestado de manera espectacular desde el primer momento, poco después de la elección, cuando los miembros de la delegación condal se negaron a cruzar la raya de Castilla y a humillarse ante él ni siquiera a bajarse de sus caballos, como lo hicieron los embajadores aragoneses y valencianos, que iban con ellos (Lorenzo Valla, II, XI, 1-4).
Balaguer (5 de noviembre de 1413)
Son circunstancias muy distintas de las anteriores las que presidieron a la entrada del rey en Balaguer (cap. 311), después de tres meses de asedio (5 de agosto – 5 de noviembre de 1413). Como lo hizo para la entrada en Sevilla, el cronista encabeza su narración con una consideración sobre la naturaleza y el alcance del acto: “ordeno de entrar a ver la çiudat de Valaguer con solenidad, segun pertenesçe a los rreyes quando entran a las çiudades e lugares que ganan”. No sé de dónde saca el cronista los antecedentes a que se refiere. Desde luego, no de la historia reciente de Castilla, que es la que menos desconoce, porque tengo serias dudas de que remita a una tradición aragonesa. Habría que remontarse al reinado de Alfonso XI para encontrar un caso equivalente, que correspone a la toma de Algeciras en 1344, es decir casi tres cuartos de siglos antes de la toma de Balaguer. Huelga decir que la comparación con la toma de plazas moras resulta harto discutible e incluso de mal gusto, porque equivaldría a confundir la toma de Balaguer con la de Antequera. De peor gusto aún, si un devoto cristiano como Fernando no hace ninguna diferencia entre las dos poblaciones asediadas. De pésimo gusto en fin, si le anima la voluntad de demostrar a sus súbditos aragoneses las virtudes heredadas de sus antecesores castellanos. Sin embargo, no descarto que para el cronista la comparación fuera justificada desde uno o varios de esos prejuicios.
La ceremonia se resumió a un desfile de la victoria. Lo encabezaban los cincuenta combatientes que iban a recibir la orden de caballería, seguidos por el rey, que venía rodeado de pendones: delante, el de la Creu (“que es de los rreyes de Aragon, que hera vna cruz vermeja”), y la Divisa de Santa María (“que hera el canpo blanco e vn collar de las jarras de Santa María”); detrás, las armas reales de Aragón, la divisa de la Jarra (la orden que había creado Fernando siendo Infante de Castilla), y las armas reales de Sicilia (“dos aguilas prietas y bastones”). Los símbolos exhibidos, como fue el caso en la entrada en Antequera, resaltan los dos pilares de la autoridad, la religiosa y la real, y, para esta, una insistencia evidente en la persona de Fernando, a través de la orden de la Jarra.
Salen a recibirlo “los de la çibdad”, “según es costunbre de fazer a los rreyes”, con un palio (“vn paño de syrgo con sus varas”). El ritual de la armazón queda reducido al mínimo, limitándose el rey a dar con una espada desnuda “ençima de los baçinetes”. La población acompañó al rey con danzas y manifestaciones de alegría hasta la iglesia mayor donde oyó misa. Entregó la divisa del collar de las Jarras “a bien ochenta caualleros e escuderos catalanes e castellanos”.
En la ceremonia, se conjuga, pues, la recompensa recibida por los caballeros y escuderos vencedores con la celebración de la persona de Fernando, como rey pero también como dechado de caballería. Si el cronista no hubiera tomado la iniciativa de presentar el acto como una solemne entrada, el lector lo hubiera interpretado como una manifestación de regocijo propio de guerreros vencedores después de la dura prueba del asedio a una plaza fuerte.
Entrada del papa Benedicto XIII en Morella (18 de julio de 1414)
Fernando I y el papa Benedicto XIII habían concertado entrevistarse “sobre dar rrespuesta al enperador de Alemaña e al rrey de Françia sobre la vnion de la Yglesia.” (cap. 336), a consecuencia de la embajada del 30 de mayo anterior por la que se pedía al rey de Aragón se uniera al partido favorable a la sustracción de obediencia a Benedicto XIII. El lugar elegido para el encuentro fue la villa de Morella. Fernando la alcanzó el 1 de julio y esperó al Papa que tardó en llegar hasta el día 18. Proveniente muy probablemente de Peñíscola, este hizo etapa en Sant Mateu, que dejó, el 16, yendo hacia Morella.
El séquito papal se detiene en una “casería”, cuyo nombre omite el cronista como lo hiciera para la entrada del rey en Tortosa, a media legua de Morella, pero aún antes de llegar allí, a imitación del que le hizo el Sacro Colegio en la entrada a Tortosa, se le honra con un recibimiento a cargo de una delegación encabezada por el Infante don Sancho, hijo del rey y maestre de Calatrava, el almirante de Castilla, y los condes de Osona y Cardona.
El mismo rey se desplaza al caserío, ese mismo día después de comer, para visitar al Papa. El cronista se detiene en los pormenores de la entrevista, delatando que estuvo presente en ella, como lo demuestra el hecho de situar el asentamiento del santo Padre en el sobrado del portal de una pequeña casa, detalle que solo un testigo visual podía recordar. Esa primera toma de contacto entre los dos personajes se resume a un alarde de cortesías mutuas también protocolares: el rey hace la reverencia; el Papa se levanta de su silla (cubierta de un paño de oro) y se dirige andando hacia el rey; este le besa pie y mano; el Papa le “da paz”, besándole en el rostro, y le invita a sentarse entre dos cardenales. Luego, el Papa ofrece confites y vino a los visitantes, encargándose de servir al santo Padre, de confites, “por mayordomo el rrey”, y de vino, “de copa” su hijo, el maestre de Alcántara; y al rey, de confites, el conde de Trastámara y de copa, el conde de Cardona.
La entrada tiene lugar el miércoles 18 de julio. El rey, acompañado por su corte y por moradores de Morella, se adelanta para alcanzar al Papa antes de que llegue a las puertas de la villa. En ese momento empieza el relato detallado que hace el cronista del ritual que rige las “çirimonias que traen los Santos Padres”.
El Papa viene precedido por caballos blancos, mulas con mantas de escarlata cargadas con sus sombreros. En otra mula,
el cuerpo consagrado de Nuestro Señor Ihu Xpo en vna arca que podia ser de luengo de quatro palmos, que venia muy bien asentada de luengo ençima de la mula, que hera fecha como munimiento toda colorada de paño de grana e las guarniçiones de plata e, ençima della en el comedio, vna cruz pequeña de plata blanca muy bien asentada. E, ençima de la çerradura, venian dos llaues a rremenbrança de las que tenian san Pedro e san Pablo e, de yuso de la vna, vna luna e, entre las lunas, la señal por do abren la arca.
El rey y sus acompañantes se arrodillan cuando pasan el arca y el clérigo cargado con una cruz que preceden al Santo Padre y, a continuación, el rey hace reverencia al Papa: le besa la mano y este le da paz.
Detrás de la mula y su arca vienen doce hombres que llevan hachas de cera ardiendo (de día, en pleno mes de julio) y un sacristán del Papa en otra mula. Luego, montado en un caballo, un hombre alza la bandera o pabellón del Papa, que al cronista le cuesta identificar y describir (“un como tendejon […] a que dezian pauillon”). Sigue otra mula, blanca esta, con la zapatilla (también designada por “mula”, de ahí los equívocos entre “mula” y “mula” del Papa), cubierta de un paño de escarlata, a imitación del mulleo de los antiguos senadores romanos.
Al pie de la cuesta de Morella, el séquito se detiene ante una casa, dentro de la cual al Papa le quitan el manto de escarlata, el capirote y el sombrero que llebaba puestos hasta ese punto, para vestirlo de pontifical, es decir con los ornamentos que sirven para celebrar el oficio divino, “e ençima vna capa de sirgo vermeja e vna mitra blanca en la cabeça con aljófar”. Montado en su mula, viene precedido por otra mula también blanca que lleva otros tres sombreros colocados sobre palos. Con ese aparato, camina hasta cierto punto de la subida, donde le espera una procesión formada por “los capellanes del rrey e de la villa e asy frailes e clerigos con las cruzes de la villa e de la capilla del rrey muy solenemente hordenadas”, que se une al séquito y le acompaña con sus cantos. El rey y los altos señores que vienen con él se encargan de llevar el palio (“vn paño de syrgo que ende tenian çerca de la proçesion los ofiçiales de la villa con sus baras”) para abrigar al Papa hasta la puerta de la villa. Completan el séquito doce hombres llevando hachas de cera blancas que se reúnen con los que ya precedían el arca.
En otro punto más delante de la subida, se ha instalado un monumento “do estaua vn altar cubierto de paño de syrgo e, antel altar, estaua sobre vnas almuadas e vn paño de oro vna cruz muy rrica de plata”. Descabalga el Papa y, mientras el rey mantiene la falda de su capa, se arrodilla ante la cruz y la besa “con la boca e con los ojos”.
El último ramo de la subida, hasta la puerta de la villa, el rey lo recorre a caballo, a instancias del Papa, sin duda informado del mal estado de salud del rey.
Desde la puerta de la villa hasta la catedral, el ambiente cambia de signo. El aspecto religioso se mantiene (“toda la clerecía cantando”), pero aparecen manifestaciones de un jolgorio más popular: “troxieron al Papa muchos juegos por lo honrar […] e muchos juglares”.
Después de la adoración de la cruz y la concesión de perdones (“que oviesen los que con el venian syete años e syete quarentenas de perdon los confesados o que confesasen dende a ocho días”), Benedicto vuelve a cabalgar y se retira al convento franciscano en el que se hospeda.
Entradas en Valencia (diciembre de 1414 y junio de 1415)
Entrada del Papa y del rey (diciembre de 1414)
La reunión en Valencia del Papa y del rey tenía como objetivo principal preparar el posible matrimonio del Infante don Juan con la reina Juana de Nápoles, que acababa de suceder a su difunto hermano Ladislao. Este proyecto interesaba sumamente a Benedicto, porque Nápoles era uno de los pocos reinos que le mantenían la obediencia y la ciudad de Roma estaba bajo su protección. En aquel momento, el rey compartía su opinión al respecto: “enían casar su fijo porque fuese rrey de Napol, porque dezian que, sy el rreyno de Napol fuese en poder de su fijo, el ternia a Roma e pornia a nuestro señor el Papa en Roma”.
Ante la perspectiva de una doble entrada solemne, el rey cedió el primer lugar al Papa. Si se toma a la letra el texto de la crónica, se sucedieron con un día de diferencia la entrada del Papa, la del rey y la de la reina con el Príncipe. El cronista no escatima superlativos acerca de las ceremonias que acompañaron las entradas, que tenían fama de ser señaladas en la ciudad de Valencia, pero se muestra desgraciadamente poco más que alusivo al describirlas: “E fizieron vn dia muy gran rreçiuimiento al Papa con muy estrañas çerimonias e juegos que en Valençia fazen a los rreyes, los quales enían muy muchas mas de las que solian para rreçiuir al Papa e al rrey” (cap. 355).
Entrada de la Infanta de Castilla (junio de 1415)
Se había cumplido el plazo previsto para celebrar las bodas del Príncipe Alfonso con su prima, la Infanta María, hija mayor de Enrique III de Castilla y de la reina Catalina. El Príncipe tenía 19 años y la Infanta iba a cumplir los 14, el 1 de septiembre. La reina Catalina hubiera preferido que esta ceremonia se hiciera en Castilla, pero “por conplazer al rrey de Aragon”, se conformó con el deseo de éste. Debió influir en su decisión que la unión fuera bendecida por el Santo Padre, cosa que no hubiera sido posible, dada la avanzada edad del pontífice, si el matrimonio se hubiera celebrado en Castilla, y también porque la unión de dos primos hermanos exigía por lo menos el aval de la Santa sede.
La Infanta fue recibida por el rey con todo el boato que se solía reservar a altos personajes, pero a tono con la poca edad de los futuros esposos. El rey fue a recogerla “allende de Requena”, es decir en la raya de Castilla y para su entrada en el reino se desarrollaron “justas e torneos e otras çirimonias”, ordenadas por la reina que fue quien, al parecer, se hizo cargo de la organización de los festejos. De creer al cronista, la entrada en Valencia fue digna de la que se había celebrado cuando entró el propio rey, en el mes de diciembre anterior.
Entrada del emperador Segismundo en Perpiñán (13 de septiembre de 1415)
Las vistas de Perpiñán (cap. 368) son el acontecimiento diplomático culminante del corto reinado de Fernando y en buena medida el canto del cisne de un rey moribundo. La presencia simultánea en el territorio de la Corona del emperador Segismundo y del Papa Benedicto exigió una rigurosa logística, complicada por la débil salud de Fernando y los caprichos de sus huéspedes.
Inicialmente estaba previsto que las vistas se hicieran en Niza. Ya a punto de zarpar del Grao de Valencia las naves que tenía preparadas para alcanzar aquella ciudad, el rey tuvo un ataque grave de la enfermedad de la que sufría y de la que moriría pocos meses después (“el açidente de su dolençia”, dice el cronista), lo que le impidió honrar la cita. A consecuencia de ese contratiempo, propuso que las vistas se hicieran en Perpiñán, lo que terminaron por aceptar el emperador y el Papa.
El cronista no relata cómo se hizo la entrada de Benedicto a Perpiñán, sino que allí llegó primero, antes que el rey que tuvo que desembarcar por fuerza en Collioure y seguir en andas hasta el lugar de la cita. Mientras tanto, el emperador se alojó en Narbona, ciudad francesa, y luego navegó hasta el Canet, donde empezó la ceremonia del recibimiento presidida por el príncipe Alfonso en nombre de su padre.
La llegada del emperador por mar, aunque complicó algo el protocolo, dio la oportunidad a los aragoneses de añadir actos inesperados en los que pudieron lucirse. Se improvisó un campamento de tiendas, entre otras “la su [del rey] gran tienda de las torres” que supongo sería la más amplia y lujosa que tuviera, en las que el emperador y sus acompañantes pudieron comer y dormir, quizás en la misma playa, ya que la acogida tuvo lugar el miércoles 18 de septiembre, como apunta precisamente el cronista, época del año en que alojarse al aire libre era fácil e incluso agradable. El Príncipe estaba acompañado por su hermano Pedro, por varios obispos aragoneses y castellanos (de Tarragona, de Palencia y de Zamora) y altos señores (Enríquez Pérez de Guzmán, conde de Niebla es el único nombrado). La composición de la delegación era acertada (y probablemente concertada con el Papa, que se mostraba muy exigente en cuestiones de protocolo), al favorecer a la representación eclesiástica e incluir a obispos castellanos, como si toda la nación española participara en las vistas y no solo la Iglesia de la Corona. Esto tranquilizaría sin duda al emperador dejándole esperar una solución definitiva del Cisma, ya que esa nación formaba el grupo más fuerte que seguía oponiéndose a la sustracción de obediencia.
Cuando emprendió su camino hacia Perpiñán, el emperador vio venir a él varias delegaciones, una tras otra, según un orden nada improvisado: “quanto a media legua de Perpiñán”, los embajadores del rey de Castilla; el maestre de la Montesa; el Príncipe Alfonso y los ricos hombres y caballeros aragoneses que le habían acompañado en Canet; una delegación pontificia numerosa, encabezada por el camarlengo, seguidos e los cinco cardenales. Así se completaba el protocolo, al reunirse simbólicamente las tres entidades, – Imperio, Santo Padre e Iglesia española – que iban a participar en las negociaciones.
En la Puerta de la Paz, donde habían salido los moradores a honrarle con juegos, se había montado un cadalso con una silla, la misma en la que el rey solía jurar los privilegios de la ciudad. El emperador no quiso sentarse, sino que se mantuvo de pie junto con las otras autoridades. Allí recibió del rey el obsequio, habitual y reservado a los visitantes ilustres, de “vn cauallo castellano con sus guarniçiones de plata, dorado el freno, e la sylla cubierta de plata dorada, el freno e la silla cubiertos de tapete de velud clemesyn”. Luego Sigismundo recorrió la ciudad por calles cubiertas a modo de cielo con paños blancos de lana y las paredes de las casas guarnecidas de paños de diversos colores hasta entrar en el convento de San Francisco en el que iba a hospedarse.
El cronista se explaya en la descripción de los hábitos del emperador y de su caballo, en el que dominaba el color negro para demostrar que “traya duelo por la Yglesia”, y el considerable acompañamiento de hombres de armas: treinta y siete pajes, trecientos caballeros, cuarenta con armadura dorada y los demás con arcos y ballestas.
CONCLUSIÓN
No consta en la Crónica que el rey visitara Tarragona (a pesar del mes que pasó en las cortes de Montblanch) ni Gerona. Pudo haberlo hecho yendo a Perpiñán, desde Valencia, de donde salió, pero optó por la vía marítima, lo que le apartaba de las ciudades de la costa. No creo que fuera intencionado, sino que tenía la flota preparada para ir a Niza y la aprovechó para acercarse por mar, hasta donde se lo permitió su enfermedad, concretamente a Collioure. Por otra parte, Luis Panzán nos informa que, conquistada Balaguer, estuvo en Calatayud y Daroca, y luego en Teruel para ordenar la administración de esas comarcas. Es muy posible que esas estancias dieran lugar también a una recepción solemne.
A lo largo de los escasos cuatro años que duró su reinado – 29 de junio de 1412 – 2 de abril de 1416 -, y de los grandes asuntos que tuvo que tratar – toma de posesión, sitio de Balaguer, negociaciones en torno al Cisma, cortes de Zaragoza y de Montblanch, bodas de sus hijos Juan y Alfonso, etc. – se entiende que no tuviera tiempo para más. Con todo, ha sacrificado al rito con cierta constancia, como correspondía a un rey nuevo, pero también y quizás, sobre todo, porque era requisito imprescindible para dejarse ver por unos súbditos que no lo conocían, al haber nacido y haberse criado en otro reino. También le convenía familiarizarse con las costumbres y prácticas sociales de la Corona de Aragón y ese era un medio adecuado para conseguirlo.
Si el testimonio del cronista es bastante fidedigno tratándose de señalar las entradas solemnes celebradas, lo es menos en lo que interesa su desarrollo preciso. A medida que avanza el relato, se muestra cada vez más elusivo, lo que se comprende en la medida en que esas ceremonias van haciéndose más rituales al repetirse. Hace falta un elemento nuevo para que el cronista se tome el trabajo de comunicar los detalles de las ceremonias. Al ser la primera, relata con precisión la entrada en Sevilla (1412), pero las siguientes revisten un carácter más rutinario, dentro de lo que cabe. El principal elemento novedoso aparece cuando el rey ya no es el protagonista único, sino que comparte esa calidad con otros personajes fuera de lo común, concretamente el Papa Benedicto y el emperador. La irrupción de estos provoca una verdadera conmoción de la que el cronista se hace eco.
La presencia física del Pontífice ya de por sí es un hecho poco menos que milagroso, pero creo que más peso aún tiene la personalidad de Benedicto XIII. Impresiona su edad provecta. Su longevidad hace de él el testigo de un pasado tan lejano que la mayoría ni siquiera lo puede recordar. Cuando nació, Alfonso XI de Castilla apenas había alcanzado los 18 años y el rey de Aragón era Alfonso IV, abuelo del difunto Martín el Humano. Benedicto solía usar a modo de argumento de autoridad, no desprovisto de cierto sarcasmo (por ejemplo, a expensas del emperador en Perpiñán), esa enorme diferencia de años que llevaba con sus interlocutores. Como Papa, además de la autoridad que su unción le otorgaba, ostentaba la de depositario de una tradición inmemorial, que se preocupaba de mantener en su rigor protocolar y a cuyos signos no cesaba de recurrir en público como en privado. Es evidente que el cronista interpretó la entrada del Pontífice a Morella como un acontecimiento excepcional y quizás sin equivalente en su vida.
La entrada del emperador Segismundo a Perpiñán es otro gran acontecimiento al que el cronista prestó una atención particular. No podía ser menos, tratándose del título civil más alto de la cristiandad, aunque entonces solo tuviera el de Rey de Roma, a lo que hay que añadir el carácter a la vez imponente e insólito o exótico (concepto sin duda anacrónico) de ese personaje y de los que le rodeaban. El emperador era muy consciente de ello, como lo demuestra la burla que montó con uno de sus privados, como lo comentaré en “Dos figuras de bufones en la corte de Fernando I”.
Uno de los rasgos más sobresalientes de esas entradas reales es la gran diferencia de tratamiento que el cronista reserva a la parte protocolar, por la que no escatima detalles, y a las manifestaciones populares, que resume en unas pocas palabras, repetidas casi idénticas: “juegos”, “juegos e alegrías”, “con grande alegría”, “las mayores alegrías del mundo”, “hera marauilla las alegrías que fazian”, “con las mayores alegrías del mundo”, etc. Por mucho que uno se afane, no hay manera de saber en qué consistían esas manifestaciones, si se limitaban a la participación de los moradores a agrupaciones multitudinarias y a una expresión espontánea de alegría, o si consistían en formas más elaboradas con la participación de profesionales e incluso de un decorado específico. La única mención de un personal cualificado concierne a “menestriles e juglares”, tanto del emperador como del rey, que participaron en la entrada de Segismundo en Perpiñán. La discreción del cronista me parece muy reveladora de que su testimonio está destinado a un lectorado cortesano poco interesado por las manifestaciones de carácter popular. En particular, resulta muy frustrante no saber más “muy estrañas çerimonias e juegos que en Valençia fazen a los rreyes, los quales tenian muy muchas mas de las que solian para rreçiuir al Papa e al rrey” (cap. 355), sabiendo que los festejos valencianos siempre han sido renombrados.
30 de julio de 2022